—¡Lo cierto es que tiene usted mucha suerte de seguir con vida! —dijo Nayland Smith mientras observaba, con expresión grave, al físico—. ¡Ha estado desarrollando un arma letal y no para proteger a su país, sino para que la utilice una nación enemiga!
—Tengo perfecto derecho —repuso el doctor Jasper secándose el sudor de la frente con mano temblorosa—, a actuar con independencia si así lo decido.
—Pues ya ve las consecuencias. Usted podría ser el que yace ahí. No, doctor Jasper. Además, según tengo entendido, recibió tres avisos del Si-Fan.
El tic nervioso del doctor Jasper se hizo más patente.
—En efecto… pero ¿cómo lo ha sabido?
—Resulta que es mi trabajo saberlo. El Si-Fan, señor, no puede tomarse a broma.
—¡Lo sé! ¡Lo sé!
De repente, el doctor se dejó caer en una silla que había junto a una de las mesas de trabajo y hundió su enmarañado pelo entre las manos.
—He estado jugando con fuego, pero Osaki, que era el que me instaba a hacerlo, ha sido quien ha sufrido las consecuencias.
Estaba claro que se encontraba al límite de sus fuerzas.
—Le aconsejaría —dijo Nayland Smith con voz queda—, que se retire a descansar, porque si alguna vez alguien ha necesitado descanso es usted. Pero, primero, me temo que el deber me exige que le formule unas preguntas.
El doctor Jasper, aparte de frotarse las manos con inquietud, no se movió.
—¿Cuáles eran las órdenes del Si-Fan?
—Que les entregara los planos finales y un prototipo del cargador neumático.
—Por lo que sé, este invento proporciona una gran ventaja a quien lo posee, ¿no es cierto?
—Así es. —Su voz era poco más que un susurro—. Aumenta el alcance real de un fusil en más de un cincuenta por ciento.
—¿A quién debía entregar los planos y el prototipo?
—A una mujer que estaría esperándome en un coche cerca de la cabina de teléfonos del cruce con la carretera de Londres.
—¡Una mujer!
—Sí. Me indicaron la hora a la que estaría allí. Como no acudí a la cita, me dijeron que recibiría una tercera y definitiva nota en la que me concederían doce horas, durante las cuales podía acudir a la cabina donde encontraría a alguien esperándome.
—Continúe —apremió Smith con amabilidad.
—Enseñé las notas a Osaki. —La voz era cada vez más débil.
—¿Dónde están ahora?
—Se las quedó. Me presionó, siempre me presionaba, para que no hiciera caso de ellas. Según mis cálculos, esta noche habría terminado los experimentos y, con ello, revolucionado este campo. Él iba a encontrarse conmigo aquí, y ambos estábamos convencidos de que el cargador sería, hoy, un hecho consumado.
—¿Tenía Osaki una llave del laboratorio?
—Así es.
Nayland Smith asintió con la cabeza volviéndose hacia mí.
—Justo antes de las once y media, el terror se apoderó de mí. Pensé que el dinero que iba a obtener por el invento no le serviría de nada a un muerto, así que antes de que Osaki llegara agarré los planos, el prototipo… todo; lo metí en los bolsillos de la gabardina, me la puse y salí corriendo (y no exagero) hacia el lugar de la cita.
—¿Qué encontró allí? ¿Quién le esperaba? —soltó Smith.
—En el margen norte de la carretera había un coche aparcado y una mujer entraba en el vehículo en ese preciso momento…
—Descríbala.
—Es hermosa: morena, y esbelta… se llama señora Milton. ¡Ahora sé que es una espía!
—Está bien. ¿Y qué ocurrió después?
—Al verme, pareció muy turbada. Abrió los ojos (tiene unos ojos preciosos) con horror.
—¿Qué hizo? ¿Qué dijo?
—Dijo: «Doctor Jasper, ¿ha venido a encontrarse conmigo?» Yo me había quedado sin habla. ¡En aquel terrible momento, me di cuenta de que había actuado como un loco, pero asentí!
—¿Qué dijo ella a continuación?
—Enumeró los objetos que me habían ordenado entregar, los tomó uno a uno… y regresó al coche. Al despedirse, me dijo: «Ha actuado sabiamente».
—¿Entonces, su invento, completo y efectivo, se encuentra ahora en manos del Si-Fan?
—¡Así es! —gimió el doctor Jasper.
—Algo realmente letal —señaló Smith con amargura— fue introducido en el laboratorio mientras su llave permanecía en la cerradura, porque, debido a su estado de nervios, se la dejó allí. Minutos más tarde, Osaki entró. Alguien que vigilaba la casa lo confundió con usted. Seguramente, los disparos que oyó el mayordomo eran una señal para la mujer de la cabina. ¡La llamada telefónica es la clave! Fue Osaki quien levantó el auricular…
El inspector Gallaho entró a toda prisa en el laboratorio.
—He localizado la llamada —dijo con voz ronca—. ¡Después de todo, la policía local ha sido de ayuda! Proviene de una cabina situada a ochocientos metros de aquí, en la carretera de Londres.
—Lo sé —replicó Smith con cansancio.
—¿Lo sabe, señor? —inquirió Gallaho con un gruñido. Entonces se percató de la presencia del doctor Jasper—. ¿A quién demonios tenemos aquí?
El doctor levantó la macilenta cara de entre las manos.
—Alguien que no tiene derecho a seguir con vida —le respondió.
Gallaho empezó a mascar el chicle invisible.
—He dicho que la policía local ha sido de ayuda —continuó con aspereza mientras volvía la vista hacia Nayland Smith—. Y con ello me refiero a que tienen a la mujer que realizó la llamada.
—¿Cómo dice?
Smith se enaltó. La expresión de su semblante cambió por completo.
—Desperté a todo el mundo e hice que interceptaran a todos los vehículos. Por fortuna, un joven agente vio el coche que buscábamos cerca de la cabina y nos lo describió. El comisario de Greystones lo identificó, y la mujer está ahora en sus dependencias. Sugiero que nos dirijamos allí sin perder tiempo.