17. EN EL LABORATORIO

—¡La muerte verde! ¡La muerte verde otra vez! —exclamó, atónito, Nayland Smith.

—Sea lo que sea —murmuré atemorizado—, ¡es espantoso! Por todos los santos, ¿de qué se trata?

Colocamos al difunto sobre un camastro que había en el laboratorio, y observamos cómo bajo la tonalidad cetrina de la piel empezaba a distinguirse el horrible matiz verdoso.

La habitación quedó en silencio. Aunque todas las ventanas estaban abiertas, aquel indescriptible olor dulzón con el que, por extraño que parezca, había soñado y que hasta el fin de mis días iba a asociar con la muerte del general Quinto, flotaba pesadamente en el aire. En la oscuridad del exterior, al otro lado de la desvencijada puerta, el chófer y el mecánico hablaban en voz baja.

El señor Bailey había vuelto a la casa con el inspector Gallaho, quien tenía esperanzas de poder localizar la llamada que había precedido a la muerte de Osaki.

Según pudimos comprobar, el supletorio del laboratorio funcionaba perfectamente, pero el mayordomo estaba en tal estado de nervios que Gallaho perdió la paciencia y decidió realizar las pesquisas desde el teléfono principal.

—Esto —dijo Smith dando un paso atrás y contemplando una serie de objetos colocados sobre una mesita— es, desde muchos puntos de vista, lo más intrigante.

Los objetos eran del difunto y consistían en una libretita con una serie de anotaciones codificadas que, seguramente, tardaríamos algún tiempo en descifrar, un fajo de billetes, una pitillera, un billete de tren, un reloj, un amuleto de marfil y un manojo de llaves ensartadas en una cadena.

Además, y era a esto a lo que se refería Nayland Smith, encontramos dos llaves sueltas en el bolsillo de la bata blanca que llevaba Osaki.

—Sabemos —señaló Smith—, que ambas abren la puerta del laboratorio, aunque el señor Bailey subrayó que el doctor Jasper sólo tenía una. ¿Qué deduce de todo esto, Kerrigan?

Aspiré el aire con recelo y respondí volviéndome hacia él:

—Deduzco que el difunto también tenía una llave del laboratorio.

—Exacto.

—En ese caso, ¿por qué están las dos en su bolsillo?

—Mi teoría es que el doctor Jasper, por alguna razón que todavía desconocemos, salió a toda prisa del laboratorio justo antes de que Osaki llegara y se dejó la llave en la puerta; hecho que, en mi opinión, denota gran nerviosismo. Osaki se acercó con el duplicado y la encontró. Como el laboratorio estaba vacío, se puso una bata, con la probable intención de ponerse a trabajar, y se metió la llave en el bolsillo con la idea de recriminar al doctor Jasper su descuido en cuanto le viera.

—¡Seguro que fue así como ocurrió, Smith!

—Posiblemente se pregunte, Kerrigan, por qué Osaki, cuando descubrió en sí mismo los síntomas de la muerte verde (entre ellos, creer que se oyen unos tambores) no se fue corriendo a la casa.

—Confieso que me lo he preguntado.

—Creo conocer la respuesta. Sabemos, por el caso del general Quinto, que la sensación de oír el redoble de tambores es muy real. Quizás Osaki, sabiendo, como sin duda sabía, que un peligro inminente se cernía sobre el doctor Jasper y él mismo, pensó que la amenaza provenía del exterior; quizá creyó que el ruido era real y decidió quedarse aquí.

—La teoría se ajusta perfectamente a los hechos, pero siempre llegamos al mismo punto…

—¿A cuál?

—Al misterio de cómo un hombre…

—De cómo un hombre, a solas y bajo llave —interrumpió Smith—, puede ser asesinado sin que haya ninguna pista sobre el método empleado. ¡Sí! —Esta última palabra sonó casi como un quejido—. El segundo misterio es, desde luego, el sorprendente comportamiento del doctor Jasper…

Smith hizo una pausa, y del exterior nos llegó el ruido de unos pasos apresurados, un murmullo repentino de voces y, por encima de ellas la de, según creo, Hale, el chófer, que decía:

—¡Gracias a Dios que está vivo, señor!

Un hombre entró con precipitación en el laboratorio. Era grueso y de baja estatura, con el negro cabello totalmente alborotado y signos evidentes de no haberse afeitado en algunos días. Tenía la mirada extraviada, un tic nervioso en los labios, y miró a su alrededor con los puños crispados hasta que, su mirada enloquecida se fijó en el cuerpo que yacía en el camastro y su desencajado semblante pareció empalidecer aún más…

—¡Santo cielo! —musitó, y se dirigió a Smith:

—¿Quién es usted? ¿Qué ha ocurrido aquí?

—El doctor Martin Jasper, supongo…

—¡Sí, sí!, pero ¿quién es usted? ¿Qué significa todo esto?

—Me llamo Nayland Smith y éste es el señor Bart Kerrigan. ¡Y todo esto significa, doctor Jasper, que su socio, el señor Osaki, ha muerto en su lugar!