16. GREAT OAKS

Se trata de un viaje, en su mayor parte, campo traviesa, y la noche era húmeda y sin luna, pero, aunque nosotros no conociéramos al doctor Martin Jasper de nombre, sin duda era alguien importante a los ojos del Si-Fan.

Smith atacó el asunto con una energía febril. Ordenó preparar un tren especial. Los funcionarios de la compañía ferroviaria dispusieron de treinta minutos para dejar libre la línea. Se realizaron gestiones para que un coche nos esperara al final del trayecto. Y, aproximadamente a la hora en que la muchedumbre que sale de los teatros congestiona los alrededores del West End, nos dirigimos a la estación con Fey al volante del enorme Rolls.

La asombrosa influencia de Nayland Smith, que le permitía ignorar las normas de tráfico, y la singular forma de conducir de Fey resultaron en una vertiginosa carrera por las abarrotadas calles de Londres que incluso yo, que estoy acostumbrado a las emociones fuertes, encontré excitante.

Smith apenas nos dirigió una palabra, ni a mí ni a Gallaho, hasta que llegamos a la terminal y un nervioso jefe de estación nos aseguró que el especial estaba preparado para salir. Una vez a bordo y mientras atravesábamos a toda velocidad la oscura noche, se volvió hacia el inspector y dijo:

—Bien, Gallaho, cuénteme la historia completa.

—Verá, señor —empezó Gallaho mientras se agarraba con firmeza al reposabrazos por los bandazos que daba el solitario vagón y sacaba su libreta—, tengo poco que añadir. Esto es lo que anoté durante la conversación telefónica.

—Entonces, ¿la policía local no está al mando? —preguntó Smith.

—No, señor, y me tomé la libertad de pedir que no se les informara.

—Bien.

—Un tal señor Bailey, el secretario personal del doctor, fue quien llamó al Yard.

—¿Cuándo?

—A las diez y diecisiete minutos; es decir, que no hemos perdido el tiempo. Según me dijo —continuó, consultando sus notas—, el comportamiento del doctor, que está enfrascado en experimentos de gran importancia en su laboratorio privado, ha sido muy extraño durante la última semana más o menos. El señor Bailey me explicó que el doctor parecía sentir un miedo atroz por algo o alguien, pero que, fuera lo que fuese lo que le preocupaba, no se lo había contado a nadie. Ese estado llegó a un punto crítico el miércoles pasado. Algo llevó al doctor Jasper a un estado de pánico absoluto que le hizo abandonar el trabajo y pasear, durante horas, de un lado a otro de su estudio. Hoy, la situación ha empeorado. De hecho, el señor Bailey me ha dicho que el doctor parecía realmente enfermo y que, aproximadamente a media tarde, y al parecer como resultado de una larga conversación telefónica…

—¿Con quién?

—El señor Bailey no lo sabía, pero, a continuación, el doctor reanudó su trabajo, aunque, por lo visto, al borde de una crisis nerviosa. Trabajó sin parar hasta la noche, negándose incluso a cenar. Su comportamiento alarmó de tal forma a su secretario que se tomó la libertad de registrar el estudio del doctor en busca de alguna pista que le diera la clave de aquel modo de actuar.

—Y encontró…

—El original del mensaje que le he enseñado.

—¿Ningún otro mensaje?

—Ninguno.

—¿Alguna otra cosa?

—Nada que pudiera relacionar, de algún modo, con el desusado comportamiento de su jefe. Después se dirigió al laboratorio, que está separado de la casa, pero el doctor Jasper se negó a abrir la puerta y le dio instrucciones de que no le molestaran bajo ningún concepto. Con gran acierto, el señor Bailey telefoneó a Scotland Yard y esto es todo lo que sé.

Seguimos cruzando la negra noche a toda velocidad y, en determinado punto, pasamos muy cerca del escenario de mi último encuentro con Ardatha. En mi interior, luché con desesperación para resolver el misterio de aquellos ojos enigmáticos. Incluso cuando me miraba con desdén, se reía de mí o luchaba contra mí, sus ojos parecían reflejar otra Ardatha; una Ardatha sumergida —quizás escondida, sólo, de ella misma—, un alma asustada que suplicaba ayuda y protección.

El silbato sonó con estridencia y atravesamos las estaciones a una velocidad de vértigo. En una ocasión pasamos, con un rugido, junto a un expreso que estaba parado. Tuve una fugaz visión de ventanillas iluminadas y ojos que miraban atentamente.

En la terminal nos esperaba un Daimler en buen estado y el jefe de estación nos recibió con ceremonia, pero Smith se deshizo con brusquedad de todas las preguntas y subió al coche seguido por Gallaho y yo mismo. A continuación, salimos en dirección a Great Oaks. Ya de camino, Smith miró su reloj.

—Supongo, Gallaho, que no sabe a qué hora se recibió el original de este mensaje…

—No; el señor Bailey no lo sabía.

Después de circular, durante bastante rato, junto a una hilera de árboles altos y mal cuidados, el coche pasó entre dos pilares de piedra gemelos y subió una cuesta que transcurría, en ligera pendiente, por un bosque de robles majestuosos. Al final del camino estaba la casa, una construcción irregular de tejados muy inclinados y, aunque poca cosa más pude distinguir, un edificio muy antiguo.

—¡Vaya! —murmuró Smith—, ¡qué tenemos aquí! ¿Ha ocurrido algo?

La luz del interior llegaba al porche a través de la puerta principal, que estaba abierta.

Mientras el coche giraba y aparcaba frente a la escalera de la entrada, dos hombres salieron de la casa a toda prisa. Era evidente que esperaban nuestra llegada.

Smith salió de un salto del coche y fue a su encuentro. Gallaho y yo le seguimos. Uno de ellos era, con toda claridad, un mayordomo; el otro era un joven de pelo oscuro con un bigotito de aire militar y, aunque me pareció que su semblante tendría, habitualmente, un color saludable, bajo el reflejo de aquella luz se le veía pálido. Avanzó hacia nosotros y se presentó.

—Me llamo Horace Bailey —dijo agitadamente—. ¿Son de Scotland Yard?

—Así es —respondió Gallaho—. Yo soy el inspector Gallaho y ellos son sir Denis Nayland Smith y el señor Kerrigan.

—¡Gracias a Dios que están aquí! —exclamó Bailey y miró de reojo al mayordomo, que sacudió la cabeza con pesar.

Según vi cuando entramos en Great Oaks, ambos tenían una expresión de horror en la cara.

—Tengo el presentimiento —dijo Smith mirando a su alrededor en el vestíbulo de la entrada—, de que hemos llegado demasiado tarde.

El señor Bailey inclinó despacio la cabeza y el mayordomo emitió algo parecido a un gemido.

—¡Santo cielo, Kerrigan! ¡Otro tanto para el enemigo!

Se dejó caer en un sofá de piel sobre el que colgaba el trofeo de una cornamenta. Durante un momento, su sorprendente vitalidad, su electrizante energía, pareció haberle abandonado, y vi a un hombre vencido por completo. Me acerqué a él y me miró con ojos extraviados.

—Los hechos, señor Bailey, si es tan amable. —Habló más despacio de lo que le había oído nunca—. ¿Cuándo ha ocurrido? ¿Dónde? ¿Cómo?

—He descubierto la tragedia hace menos de cinco minutos. —Bailey hablaba con gran turbación—. El doctor Jasper ha permanecido encerrado en su laboratorio desde mediodía, así que, al final, preferí afrontar cualquier desaire con tal de convencerlo para que descansara. Y ahora, caballeros, les ruego que me sigan al lugar de los hechos. El chófer, Hale, y Bordon, el mecánico del doctor, están intentando romper la cerradura de la puerta.

—¿Qué quiere decir? —pregunté.

El alterado hombre nos hizo una seña para que le siguiéramos y se dirigió a un pasillo que comunicaba con la parte trasera de la casa.

—Cuando llegué al laboratorio —se lamentó volviendo la cabeza hacia nosotros mientras aceleraba el paso— vi, por la rejilla de la puerta, al doctor tumbado boca abajo… Volví de inmediato en busca de ayuda, y cuando oí que su coche llegaba, salí a su encuentro.

Seguimos, algo rezagados, a la figura que avanzaba con rapidez por un oscuro jardín y a lo largo de un sendero en zigzag que subía, en ligera pendiente, hasta un bosquecillo de hayas. Él conocía el camino, pero nosotros no, así que el inspector Gallaho, tropezando y refunfuñando, sacó una linterna para iluminarnos.

El laboratorio estaba a unos doscientos metros de la casa, en un edificio de ladrillos de una planta con una serie de claraboyas enrejadas. La entrada estaba al otro lado del edificio y, mientras nos acercábamos, oí el ruido de unos martillazos. Corrimos por un camino de grava que rodeaba la nave y allí, bajo la luz que provenía de la rejilla de una pesada puerta, vi a dos hombres atareados con escoplos, martillos y palancas.

—¿Les falta mucho? —jadeó Bailey.

—Un par de minutos, señor.

—¡Tiene que haber más de una llave! —se impacientó Smith.

—Siento decirle que sólo hay una y que el doctor Jasper siempre la lleva encima.

Nos agolpamos para mirar por el grueso cristal de la rejilla.

Observé una sala larga y estrecha bien iluminada. Más que un laboratorio, parecía un taller, pero vi instrumentos químicos que, en su mayoría, no me resultaron familiares. Lo que atrajo mi atención fue la figura de un hombre grueso y bajo que llevaba puesta una bata blanca. Yacía, boca abajo y con los brazos extendidos, a unos dos pasos de la puerta. Tal y como estaba, era imposible vislumbrar algo más que su nuca, pero había algo macabro en la posición del cuerpo.

Los dos hombres trabajaban sin descanso. Pensé que pocas veces había oído unos ruidos tan tétricos como los que producían aquel martillo y aquellas astillas arrancadas de la sólida puerta mientras los trabajadores se afanaban por entrar en el laboratorio.

—Esto es espantoso —murmuró Smith—, espantoso. Quizá no esté muerto. ¿Han avisado a un médico?

—Yo soy médico —contestó Bailey—; además, siguiendo las indicaciones del inspector Gallaho, no he informado a la policía local.

—Bien —dijo Gallaho.

—Todavía no comprendo del todo las circunstancias de este caso —exclamó Nayland Smith crispado por la frustración—. ¿Dice usted que el doctor Jasper ha estado todo el día encerrado en su laboratorio?

—En efecto. Últimamente, su comportamiento ha sido cada vez más extraño. Hace diez o quince días, algo, aunque no estoy seguro de qué, le produjo una gran tensión nerviosa. Después, el miércoles para ser exactos, pareció empeorar. He llegado a la conclusión, sir Denis, de que recibió dos de esas notas. La tercera, que leí al inspector por teléfono, debe haber llegado hoy con el segundo correo de la mañana.

—¿Está usted seguro?

—Todo su correo pasa por mis manos y recuerdo que había una carta que indicaba: «Privado y personal» (la cual, como es lógico, no abrí) que se recibió a las once cuarenta y cinco.

—¿A las once cuarenta y cinco?

—Así es.

Smith levantó el brazo para mirar su reloj a la luz que provenía de la rejilla.

—Son las doce menos dos minutos —murmuró—. El mensaje le daba doce horas, o sea que llegamos trece minutos tarde.

—Pero ¿se da cuenta, sir Denis —exclamó el secretario— de que está solo y bajo llave? Esta puerta es de teca de dos pulgadas y está encajada en un marco de hierro. Derribarla sería imposible, ¡de ahí este lamentable retraso! ¿Usted cree que se ha cometido un acto criminal?

—Me temo que sí —respondió Smith en tono afligido—. Por lo que usted me ha contado, deduzco que el objetivo último de esas amenazas era inducir al doctor Jasper a terminar sus experimentos en el plazo que le habían fijado.

—¡Cielo santo! —exclamé—. ¡Está en lo cierto, Smith!

El chófer y el mecánico trabajaban febrilmente en la puerta, y los martillazos y el ruido de las astillas al saltar puntuaban nuestra conversación.

—No se mueve —musitó Gallaho observando por la rejilla.

—¿Puedo preguntarle, señor Bailey —le dijo Smith—, si ayudaba al doctor Jasper en sus experimentos?

—Algunas veces sí, sir Denis; en determinadas fases.

—¿En qué consistía el experimento actual?

Hubo una pausa apreciable antes de que el secretario respondiera.

—Según creo, porque no me informó con detalle, se trataba de un nuevo método para recargar fusiles…

—¿Y también, supongo, ametralladoras?

—También ametralladoras. Un concepto totalmente nuevo al que llamaba el cargador neumático…

—¿Y que aumentaba la velocidad de las balas?

—Sí, en gran medida.

—¿Y, en consecuencia, su alcance?

—En efecto. Mi jefe es doctor en físicas, no médico.

—Comprendo —indicó Smith con sequedad—. Y sus experimentos, ¿están subvencionados por el gobierno británico?

—No, no trabaja para el gobierno, sino por su cuenta.

—¿Para quién?

—Me temo que, en estas circunstancias, la pregunta es bastante embarazosa.

—Aun así, debo exigirle una respuesta.

—Pues bien: para un caballero que responde al nombre de señor Osaki.

—¿Osaki?

—Así es.

—Fíjese, Kerrigan —dijo Smith volviéndose hacia mí—, de nuevo aparece el elemento asiático. No es preciso que me dé una descripción del señor Osaki, nombre que, con toda seguridad, debe ser falso. Las descripciones de todos los compatriotas del tal señor Osaki me parecen iguales. ¿Era este caballero un visitante asiduo, señor Bailey?

—Oh, sí.

—¿Tenía conocimientos técnicos?

—Sin duda. A veces, almorzaba con el doctor y pasaba muchas horas con él en el laboratorio. Pero tengo la certeza de que, en otras ocasiones, acudía al laboratorio sin pasar por la casa.

—¿Qué quiere decir exactamente?

—Hay un sendero que conduce aquí desde una entrada situada a unos veinte metros. Algunas veces, Osaki visitaba al doctor mientras estaba trabajando y venía por ese sendero. Le he visto en el laboratorio, o sea que estoy seguro de esto.

—¿Cuándo estuvo aquí por última vez?

—Por lo que sé, ayer por la tarde. Pasó casi dos horas con el doctor Jasper.

—Intentando, sin duda, tranquilizar al doctor respecto al segundo aviso del Si-Fan. Y esta mañana ha llegado la tercera y última nota y a mediodía ha telefoneado el señor Osaki ávido de resultados.

—Sí. Binns, el mayordomo, cree que la llamada de esta mañana era del señor Osaki…

—Sin duda, presionando al doctor para que realizara mayores esfuerzos —terció Smith—. ¿Comprende, Kerrigan?

—Por todos los santos, ¿les falta mucho? —apremió Bailey a los trabajadores.

—Ya casi hemos terminado, señor. ¡No es un trabajo fácil! —replicó el chófer, a lo que siguió una nueva serie de martillazos y forcejeos.

—Hay otros dos puntos —dijo Bailey con un temblor nervioso en la voz— que debería mencionar porque podrían estar relacionados con la tragedia. El primero es que, aproximadamente a las once y media, Binns, que estaba en la despensa situada en la parte trasera de la casa, me informó de que había oído tres disparos que, al parecer, provenían del sendero. En aquel momento di poca importancia a este hecho porque estaba preocupado por el doctor; además, me imaginé que se trataría de cazadores furtivos. El segundo incidente, que corrobora el hecho de que el doctor Jasper estaba con vida después de las once y media, es que Binns respondió a una llamada de teléfono. El interlocutor era una mujer.

—¡Ajá! —murmuró Smith.

—No quiso dejar su nombre, pero dijo que se trataba de un asunto urgente y pidió que pasaran la llamada al laboratorio. Binns llamó al doctor y le preguntó si quería atender. La respuesta fue afirmativa. Poco después, decidido a convencer al doctor a toda costa para que volviera a la casa, vine aquí y lo encontré tal como está ahora.

El ruido de la madera al resquebrajarse nos anunció que se acercaba el final de los intentos para abrir la puerta.

—¿El doctor tenía otros visitantes asiduos? —inquirió Smith en tono cortante.

—Ninguno. Hay una mujer, que debe de ser amiga suya aunque nunca me había hablado antes de ella: la señora Milton. Almorzó con él hace tres días y lo acompañó al laboratorio.

—Descríbamela.

—No es fácil, sir Denis. Se trata de una mujer muy bella y exótica, alta y delgada, con el pelo negro como el azabache…

—Piel de marfil —continuó Smith sin titubear—, y manos finas y muy largas. Con unos ojos inconfundibles de un color fuera de lo común que podría describirse como verde jade…

—¡Santo cielo! —exclamó Bailey—. ¿La conoce?

—Empiezo a pensar —respondió Nayland Smith con un curioso cambio en el tono de su voz—, que así es. Kerrigan —continuó volviendo la cabeza hacia mí—, ¿no le suena haber oído hablar antes de ella?

—¿Quiere decir que es la misma mujer que visitó al general Quinto?

—¡No le quepa la menor duda! Y Ardatha queda descartada. La mujer que nos ocupa es una zombi, ¡un cadáver que se mueve entre los vivos! Su presencia presagia la muerte y tenemos que encontrarla.

—No estará sugiriendo —objetó Bailey— que la señora Mil ton está relacionada de algún modo con…

—No sugiero nada —interrumpió Smith.

Un fuerte crujido y el ruido del metal al torcerse nos indicaron que la cerradura había cedido. Un momento después, la puerta se abrió.

Apreté los puños y me quedé paralizado unos instantes: un olor inolvidable e inconfundible, aunque indescriptible, trepó hasta mi nariz.

—¡Kerrigan! —exclamó Smith reprimiendo un grito mientras se precipitaba al interior del laboratorio—. ¿Lo huele? ¡Han acabado con él del mismo modo!

Bailey avanzó con rapidez y se inclinó sobre el cuerpo que yacía boca abajo. En la cargada atmósfera de la sala, mezcla de muchos olores extraños, predominaba de forma asombrosa aquel curioso hedor a muerte que siempre asociaré con el asesinato del general Quinto.

—¡Suban las persianas! ¡Abran las ventanas!

El chófer Hale entró a toda prisa y empezó a cumplir las órdenes mientras Smith y Bailey volvían el cuerpo cara arriba…

Entonces, Bailey se levantó de un salto y miró a su alrededor con ojos enloquecidos mientras afirmaba con un grito ahogado:

—¡No es el doctor Jasper, es Osaki!