Continué inmóvil y con la vista fija en el hombre más peligroso del mundo.
Curiosamente, cuando lo reconocí, en ningún momento pasó por mi mente la idea de atacarle o arrestarle. Su presencia, del todo inesperada; la danza macabra que, incluso en aquella sórdida habitación, parecía desarrollarse tras él como la coreografía diabólica de un artista enloquecido, me había sumido en el estupor.
Las ventanas estaban cerradas y, durante un rato que no puedo determinar, no se oyó ningún ruido. Creo que, en ese lapso, mis sensaciones fueron similares a las de un hombre que se está ahogando: de algún modo, había aceptado que iba a morir.
Me pareció ver y oír a Nayland Smith buscándome y gritando mi nombre. Al desfile de imágenes de mi pasado se unió un ejército fantasmal, invisible pero amenazador, formado por el aura del doctor Fu-Manchú. Y, dominándolo todo, estaba la provocativa cara de Ardatha, con un atractivo indescriptible en los labios y mi convencimiento, como una puñalada en el alma, de que, sin duda alguna, era la mujer relacionada con el asesinato del general Quinto, cómplice voluntaria del monstruo chino y cómplice también de la muerte del sargento Hythe.
El doctor Fu-Manchú continuó impertérrito; sus ojos, de un verde sobrenatural, no se apartaban de los míos. Aquella mano huesuda, de largas y bien cuidadas uñas, permanecía tan quieta sobre la piel del abrigo negro que bien podría haber sido una talla de marfil.
Entonces, tras esos momentos de estupefacción, se rompió el hechizo. Mi deber estaba claro, mi deber hacia Nayland Smith y hacia toda la humanidad. Mientras mi mente me exigía una determinación, el doctor Fu-Manchú habló:
—Es inútil, señor Kerrigan —sus labios apenas se movieron—. Estoy bien protegido. De hecho, le esperaba.
Estaba fanfarroneando sin recato, me dije, y metí la mano en el bolsillo en busca de mi automática.
—¡No se mueva! —siseó—. ¡Estese quieto, insensato!
La autoridad que emanaba de aquella voz siseante y aquellos ojos magnéticos y ligeramente entornados, era tan descomunal que incluso cuando mi mano se cerró sobre el arma, dudé.
—Ahora, despacio, muy despacio, le ruego, señor Kerrigan, que vuelva la cabeza hacia la izquierda y ¡vea de lo que le he librado!
Aunque parezca extraño (todavía hoy me resulta extraño a mí mismo), le obedecí y giré la cabeza centímetro a centímetro. Entonces, con el rabillo del ojo vi algo que me dejó, una vez más, paralizado.
¡Detrás de mí, y a un centímetro escaso de mi cuello, alguien sostenía con firmeza la hoja de un enorme puñal curvado parecido a una hoz! Vi el pulgar y otros dos dedos de una mano musculosa y de piel oscura sujetando la empuñadura. Una simple acometida de aquella hoja podía separar la cabeza de un hombre de su cuerpo. En ese instante supe cómo había muerto el sargento Hythe.
—Efectivamente —la voz del doctor Fu-Manchú volvió a sonar en tono suave. Despacio, centímetro a centímetro, me volví mientras él hablaba—, es así como murió, señor Kerrigan, ahora ya puede dejar de preguntárselo.
Antes de que yo me percatara del extraordinario hecho de que había respondido a una pregunta aún no formulada, continuó:
—Siento lo sucedido. Ha trastornado por completo mis planes: fue un acto innecesario y torpe debido a un exceso de celo de uno de mis guardaespaldas. Estos sujetos son difíciles de manejar. Son esbirros, miembros de una hermandad religiosa especializada en el asesinato, desarticulada por las autoridades británicas hace ya mucho tiempo, como podrá comprobar en cualquier hemeroteca. Pero a mí me resultan útiles.
Yo respiraba con dificultad y estaba tan tenso que todos los músculos de mi cuerpo vibraban. El doctor Fu-Manchú seguía sin moverse y tenía los ojos entornados, pero su mirada impasible era aterradora.
—Lo único que se me ocurre —El apagado sonido de mi propia voz en aquella pequeña habitación me sobresaltó—, es que un exceso de conocimientos le ha vuelto loco. ¿Qué puede usted (o su causa, si es que dispone de alguna) ganar con estos asesinatos indiscriminados? Permítame que le señale que en China, país del que según creo procede, hay espacio de sobra para sus peculiares actividades.
Aquella declaración me permitió en cierto modo recuperar el control de mí mismo, pero durante el silencio que sobrevino a continuación me pregunté cómo la recibiría.
—Mis peculiares actividades, señor Kerrigan, están encaminadas por el momento a corregir ciertas amenazas indeseables contra China. Usted estará pensando en los ejércitos que se enfrentan y luchan en vano por todo el país. Le aseguro que el verdadero peligro para China no está en el interior de sus fronteras, sino fuera de ellas. El cirujano busca bajo la superficie. Los músculos son inútiles sin los nervios y el cerebro, y mi objetivo son los nervios y el cerebro. No obstante, estos detalles no son de su incumbencia, porque me temo que no podrá compartirlos con sir Denis Nayland Smith. Si sus aptitudes fueran sobresalientes, contrataría sus servicios, pero no lo son, de modo que no me sirve para nada.
Después de estas palabras musitadas de forma apacible, emitió una orden en voz alta y grave. Antes de que me diera cuenta de lo que sucedía, me taparon la boca con un pañuelo y lo ataron con firmeza. ¡En menos tiempo del que se tarda en escribirlo, un experto invisible que estaba a mis espaldas me ató las muñecas y los tobillos! Con el rabillo del ojo izquierdo, veía la hoja curvada del puñal. El doctor Fu-Manchú en ningún momento movió un solo músculo. Quise gritar, pero no pude. Oí otra orden gutural y la hoja desapareció. El individuo del puñal avanzó un paso y vi a un hombre corpulento de piel amarilla vestido con un traje azul que le quedaba pequeño. Inmediatamente lo reconocí como uno de los hombres que me habían atacado la noche que vi a Ardatha por primera vez. Era bajo de estatura, pero muy fuerte y, sin ceremonias, se inclinó, me levantó, me cargó sobre su hombro y me sacó de la habitación como si fuera un saco.
Lo último que vi fue la inmóvil y aterradora figura del sofá…
Fui transportado escaleras abajo, impotente como una gallina sujeta por las patas. Teniendo en cuenta mi peso, se trataba de una hazaña sorprendente. Pasamos a través de la cortina del bar y seguimos por un corredor. El temor a una muerte inminente casi se veía superado por la repugnancia que me producía aquella criatura sedienta de sangre. Otro de los malcarados esbirros del doctor Fu-Manchú abrió una puerta, y el olor a humedad, junto con el sonido de los pasos sobre un suelo de piedra, me indicaron que bajábamos a las bodegas. Ahogué algo parecido a un grito de pánico porque, aunque no se trataba de la primera vez desde que conocí al doctor chino, sentí la mano helada del terror absoluto: de aquellas bodegas no saldría nunca con vida.