11. EN EL MONKS’ ARMS

Me encontré repasando mentalmente el mapa oficial que había visto en las oficinas de la policía mientras escuchaba las precisas instrucciones del siniestro pero bien informado agente Weldon.

«Después de dejar la cabaña donde se ahorcó la vieja mamá Abel —dijo mientras recorría el mapa con su dedo rechoncho—, encontrará un sendero que transcurre junto a un río. No tome ese sendero —recuerdo que dijo—; siga recto hacia delante. Este otro camino que gira a la izquierda le llevará al Monks’ Arms, una de las tabernas más antiguas de Essex. Desde que se construyó la vía de circunvalación, no sé qué hacen allí. La regenta un antiguo boxeador profesional; es de Jersey, o al menos eso dice, y se llama Jim Pallant. Un tipo fuerte y duro. Su nombre de guerra era “Marinero Pallant”. Los inspectores de Hacienda van detrás de él desde hace tiempo, pero es más listo que ellos. Hemos hecho comprobaciones, desde luego, pero parece que ha empezado una nueva vida con este negocio…»

Visualicé el mapa y decidí que el camino de vuelta a través del Monks’ Arms no era más largo que volver por donde había venido, además, quería levantar mis alicaídos ánimos antes de enfrentarme a Nayland Smith. El horario de bebidas alcohólicas no se aplicaba en mi caso porque era una auténtico «viajero de buena fe» en el sentido amplio de la expresión.

Emprendí el camino de regreso.

Hubo un momento en que creí que había vuelto a perderme, pero finalmente vislumbré en la penumbra un letrero que asomaba por encima de una cerca. Me encontré frente a uno de esos hostales de madera habituales en aquellos parajes pero de los que quedaban pocos. El Monks’ Arms estaba situado junto a un río.

Entré en el maloliente bar. Unas vigas, oscurecidas por el paso de los años, sostenían el bajo techo. De las paredes colgaban fotografías de perros y boxeadores profesionales, y dentro de una botella de cristal vi la maqueta de un barco con las velas desplegadas. Aquel lugar ya debía estar allí cuando el condado de Essex era todo bosques. La verdad es que, aun sin ser tan antigua, parte de la construcción se remontaba a la época de Enrique VII.

En el bar, que estaba escasamente iluminado por dos apliques con pantalla de papiro, no había nadie. Detrás de la barra vi unas estanterías repletas de botellas, unas hileras de vasos y unos surtidores de cerveza. Al fondo se veía el hueco de una puerta del que colgaba una cortina de juncos entrelazados. Como no aparecía nadie, golpeé sobre el mostrador. Se oyeron unos pasos, la cortina de juncos se abrió y Pallant, el dueño, salió.

Era un auténtico ejemplar de boxeador profesional retirado. Su nariz era chata y gruesa y estaba ligeramente torcida. Tenía los ojos hundidos y varias cicatrices de batalla. Las mangas arremangadas de la camisa revelaban unos antebrazos musculosos, y tenía todo el aspecto de ser, como había dicho el agente Weldon, un tipo duro.

Pedí un whisky doble con soda.

—¿De paso?

—Sí, a Londres.

Me observó con sus hundidos ojos marrones que, curiosamente, nunca parpadeaban y, a continuación, se volvió, vertió en un vaso dos medidas de una botella de whisky que colgaba boca abajo y un chorro de sifón y lo colocó delante de mí. Pagué y dejó, con un golpe, el cambio sobre el mostrador. Un cigarrillo le colgaba del grueso labio inferior mientras permanecía frente a la cortina de juncos con los brazos cruzados y me observaba con su mirada fija. Di un sorbo a mi bebida y comenté:

—Mal clima para el negocio.

Asintió con la cabeza, pero no respondió.

—He encontrado el lugar casi por accidente. Me había perdido. ¿Está muy lejos la estación?

—¿Qué estación?

La pregunta era bastante difícil.

—La más cercana, desde luego —respondí.

—Dos kilómetros y medio siguiendo el camino que pasa por la entrada.

—Gracias. —Eché una mirada a mi reloj—. ¿A qué hora sale él próximo tren?

—¿Con qué destino?

—Londres.

—A las seis y diez.

No me di prisa en acabar la bebida; vacié la pipa con unos golpecitos y la volví a llenar. La mirada impertérrita de aquellos ojillos maliciosos me desconcertaba, y mientras embutía tabaco en la cazoleta aún caliente se me ocurrió una posible explicación: ¡quizá Pallant me había tomado por un inspector de Hacienda!

—¿La pesca es buena, por aquí? —pregunté.

—No.

—Entonces, ¿no vende comida a los pescadores?

—No.

Me lanzó una mirada penetrante y se volvió, luego apartó la cortina de juncos y desapareció. Oí cómo se alejaban sus pasos, que parecían extrañamente ligeros. Como ya había pagado la bebida era evidente que daba por sentado que no tardaría en irme; además, saltaba a la vista que no quería que le pidiera otra. Aun así, me senté un rato en un taburete, encendí la pipa y acabé el whisky con soda sin prisas. Con toda seguridad, acto seguido me habría marchado, pero un ligerísimo movimiento tras la cortina atrajo mi atención.

A través de las sartas de juncos, casi invisible salvo por la tenue luz del bar que se reflejaba en sus ojos, vi a una muchacha que me miraba. ¡Era humanamente imposible confundir aquellos ojos!

El impresionante Jim Pallant se desvaneció en mi memoria; todo se había desvanecido. Levanté la trampilla de un extremo del mostrador y pasé al otro lado. ¡Y justo cuando se volvía para huir por un estrecho pasillo, rodeé a Ardatha con mis brazos!

—¡Suélteme! —Se revolvía con violencia—. ¡Déjeme ir! Ya se lo he advertido antes. ¡Está loco, loco por venir aquí! ¡Por Dios santo, si aprecia su vida, o la mía, déjeme ir!

Pero la arrastré al interior del sórdido bar y la sujeté con firmeza.

—¡Ardatha! —exclamé con voz baja y cautelosa—. Sólo Dios sabe por qué no entiende lo que significa estar mezclado con esta gente, pero yo sí que lo sé, y no puedo soportarlo. ¡Escuche! No tiene nada, absolutamente nada que temer. ¡Venga conmigo! Mi amigo está a cargo del caso y le garantizará una seguridad total. ¡Pero, por favor, venga conmigo ahora!

Vestía una camisa de seda, pantalones de montar y las botas embarradas que ya había visto antes. Su grácil cuerpo se retorcía entre mis brazos con la agilidad de una anguila. Me lanzó una mirada rápida que recordaría durante mucho, mucho tiempo, tanto despierto como en sueños. ¡Entonces, con un movimiento inesperado y repentino hincó sus pequeños y malvados dientes en mi mano!

Dolorido y sobresaltado, la solté unos segundos y oí el estallido de la cortina de juncos cuando ella salió a toda prisa. La oí subir corriendo por una escalera sin enmoquetar.

Apreté los puños sin saber qué hacer hasta que recordé que un hombre sumamente peligroso con el que no podía competir estaba en algún lugar de la casa, así que, por una vez, decidí ser prudente.

Cruzaba el bar en dirección a la puerta, cuando, precedido sólo por el chasquido de la cortina y un ruido sordo, Pallant saltó por encima del mostrador y me retorció el brazo derecho en la espalda mientras me sujetaba el otro de tal manera que supe que no podría liberarme.

—¡Conozco a los de tu calaña! —me gruñó al oído—. ¡Todos los que se meten con mis huéspedes acaban mal! —¡No sea estúpido!— le grité enojado mientras me empujaba fuera del edificio. —La conozco de antes…

—¡Pues bien, ella no quiere verle nunca más y es bastante probable que así sea!

Sin soltarme, me hizo bajar a trompicones los tres escalones gastados de la entrada y me obligó a avanzar por el brumoso patio hasta la verja. Era más corpulento y fuerte que yo, y me empujaba de un modo que resultaba humillante.

—Por mucho menos les he partido el cuello a otros —subrayó Pallant.

No respondí: el tono era realmente amenazador.

—Por un penique sería capaz de ahogarte en el río —continuó.

Sin embargo, cuando llegamos a la verja me soltó el brazo y me dio un empujón en los hombros que me hizo avanzar tres o cuatro metros dando traspiés.

—¡Vete al infierno! —soltó con un rugido.

Después de aquel recorrido tambaleante, recobré el equilibrio. No sé lo que despertó mi locura, como no fuera que a un jugador de rugby no le gusta que lo echen a empellones del partido. ¡Salvé la distancia hasta la verja de un salto y lo plaqué!

Se trató, a todas luces, de una insensatez, pero él no se lo esperaba. Cayó en redondo y yo casi sobre él, pero fui el primero en levantarme. Me quedé ahí, resoplando, mientras calculaba mis posibilidades. Entonces, al observar el cuello de toro y las espaldas de aquel hombre, tuve la desagradable convicción de que, si el Marinero Pallant decidía devolverme el golpe, tenía todas las de perder. Sin embargo, no se movió.

Lo contemplé mientras transcurrían los segundos pero permanecí en posición de ataque con los puños apretados: pensé que era un truco. Pero continuaba sin moverse. Con mucho cuidado, porque sabía que era un veterano del cuadrilátero, me acerqué y me incliné sobre él. Entonces, comprendí por qué no se movía.

¡Un charco de sangre se estaba formando bajo su cabeza! ¡Se había golpeado la cabeza contra el borde dentado del pilar de la verja y había perdido el sentido!

Durante un largo minuto intenté averiguar si le había matado accidentalmente, pero, una vez satisfecho de ver que sólo estaba inconsciente, seguí dejándome llevar por esa locura que considero hereditaria y que es la responsable de algunas de las situaciones más arriesgadas en las que me he encontrado.

El peligroso guardaespaldas de Ardatha estaba fuera de combate, así que decidí aprovechar la situación. Me volví y entré a toda prisa en el bar, levanté la trampilla del mostrador, aparté con suavidad la cortina y me encontré en el estrecho pasillo. Al fondo, a mi derecha, había una puerta cerrada; a mi izquierda, iluminada por otro aplique con pantalla de papiro, había una escalera sin moqueta. Había oído a Ardatha subir por esa escalera, así que la subí con sigilo.

El olor a vino rancio y tabaco del bar también se percibía en la escalera. En la primera planta se abrían dos puertas. Supuse que la de la izquierda comunicaba con una habitación que daba a la fachada principal de la taberna, y recordé que, al volver de mi encuentro con Pallant, no había visto ninguna luz en las ventanas de ese lado. Por lo tanto, avancé de puntillas e intenté hacer girar el pomo de la otra puerta.

Abrí la puerta y vi una tenue luz en el interior. La habitación estaba escasamente amueblada: enfrente había una antigua cómoda de caoba y varias sillas de la misma madera tapizadas con crin de caballo. Una lámpara, sobre una mesa oval, despedía la única luz y, en el otro lado, bajo el techo inclinado, junto a una ventana tapada con cortinas, había un diván o sofá sobre el que descansaba un hombre que se apoyaba en un codo y me miraba.

Vestía un abrigo largo y negro con cuello de astracán y se cubría la cabeza con un gorro ruso, también de astracán. Una mano delgada, con uñas extremadamente largas, reposaba sobre una de sus piernas, que tenía estirada, y en su otra mano apoyaba la barbilla. Cuando entré, no movió ni un solo músculo; se limitó a observarme, impasible.

Un escalofrío peculiar, similar a los que, a veces, preceden a un ataque de malaria, me recorrió la columna. Me quedé paralizado. Aquel rostro majestuoso y demoníaco me fascinaba de un modo que no puedo explicar. Aquellos ojos estrechos y rasgados, de un verde esmeralda, me atraían, me dominaban, me absorbían. Nunca había experimentado una sensación parecida a la que me mantenía clavado en el suelo mientras contemplaba al hombre en el diván.

¡Se trataba de la presencia real de aquel horrible reflejo que había visto en la televisión de Nayland Smith…! ¡Era el doctor Fu-Manchú!