10. EL BONETE MANDARÍN

Miré por la rendija y me pregunté si la puerta abierta de la cabaña indicaría a quien se acercaba que había alguien en el interior. De todos modos, quizá no supiera que, normalmente, estaba ajustada. Los pasos se aproximaron más y más por el embarrado sendero hasta que oí roce de unos zapatos en la hierba húmeda y crecida, y supe que el intruso ya estaba junto a la puerta.

Lo que al principio me había parecido una oscuridad impenetrable, me permitía, sin embargo, cierta visión. Una figura inmóvil se perfiló en el umbral.

Había tal silencio en el pequeño recinto que temí que se oyera mi respiración. Volvió a llamar el avetoro, esta vez más cerca, y escuché con atención: quizá se trataba de una persona que imitaba el canto del pájaro, la señal de alguien que le cubría las espaldas a la figura enmarcada en la puerta.

Durante los segundos que transcurrieron en aquella situación, conseguí distinguir ciertos detalles. El recién llegado llevaba un impermeable largo y lo que parecía un sombrero negro, así como botas de agua o de montar. Entonces, el haz de luz de una linterna atravesó la oscuridad del interior de la choza e iluminó directamente el bonete mandarín.

—¡Oh! —oí.

Aquella exclamación reveló un hecho asombroso: ¡el intruso era una mujer!

Se dirigió hacia la repisa mientras mi corazón latía desbocado. La extraña mezcla de miedo y esperanza que se apoderó de mí cuando oí la voz, se convirtió en una emoción intensa e indescriptible cuando vi el perfil perfecto, los cabellos rizados que asomaban por debajo del sombrero negro y lo que en mi opinión era la silueta de una diosa griega.

Me deslicé sigilosamente hacia la puerta y me quedé, a su espalda, mirando a la muchacha. De repente se volvió, y me encontré frente a aquellos magníficos ojos que me habían perseguido desde nuestro primer y breve encuentro.

A la luz de la linterna, que temblaba, inestable, en sus manos, vi que sus ojos reflejaban una mezcla de temor y desafío. Respiraba deprisa y sus labios entreabiertos dejaban ver el brillo de sus blancos dientes.

Me pareció que me reconocía casi de inmediato, a pesar de que yo llevaba un sombrero de alas flexibles que escondía en parte mis facciones.

—¡Usted! —susurró—. ¡Otra vez usted!

—Sí —repliqué escuetamente. Aunque con esfuerzo, había conseguido controlarme de nuevo—. Otra vez yo. ¿Puedo preguntarle qué hace usted aquí?

Una expresión de dureza asomó a su semblante y sus labios se apretaron con firmeza. Dejó la linterna sobre la repisa mientras yo la miraba fijamente.

—Yo también podría hacerle la misma pregunta —le respondió, y su encantador acento hizo que sus palabras sonaran como música a mis oídos. Sonreí mientras tapaba con mi cuerpo el hueco de la puerta y la observé.

La niebla flotaba entre nosotros.

—Estoy aquí porque un hombre fue brutalmente asesinado anoche y aquí, en la repisa que hay a su lado, está la pista que señala a su asesino.

—¿De qué está hablando? —preguntó con calma.

—Simplemente de lo que sé.

—Suponiendo que lo que dice sea cierto, ¿qué tiene eso que ver con usted?

—Es obligación de todos perseguir a los asesinos.

Sus maravillosos ojos se abrieron todavía más y me miró como un niño desorientado: una actuación perfecta, me dije.

—Me refiero a qué es lo que le ha traído a este lugar. Usted no es policía.

—No, no soy policía. Mi nombre es Bart Kerrigan y soy periodista. Y ahora soy yo quien le pregunta a usted qué es lo que la ha traído a este lugar y cómo se llama.

Su expresión volvió a cambiar. Bajó la mirada con desdén.

—Nunca podría entenderlo, y además no tiene importancia. Mi nombre… mi nombre no significaría nada para usted. Es un nombre que no habrá oído nunca.

—Razón de más para oírlo ahora.

Sin quererlo, mis palabras sonaron con suavidad, porque mientras estaba allí de pie, arropada en aquel impermeable empapado y con los diminutos pies enfundados en unas botas llenas de barro, me pareció que no podía existir una mujer más atractiva en el mundo.

—Me llamo Ardatha —replicó en voz baja.

—¡Ardatha! Un nombre precioso, pero, como ha dicho, no lo había oído nunca. ¿De qué país es?

De repente, abrió desmesuradamente los ojos.

—¿Por qué me retiene aquí con su charla? —soltó, y apretó los puños—. No le diré nada. Tengo tanto derecho como usted a estar aquí. Por favor, apártese de la puerta y déjeme salir.

Formuló la petición en tono imperioso, pero, a menos que mi vanidad estuviera inventando una paradoja, me pareció que sus ojos negaban la exigencia que reflejaban sus palabras.

—Es deber de todo cristiano honrado —repuse esforzándome, aunque sin ganas, por enfrentarme a los hechos—, detener a cualquier hombre o mujer que pertenezca a la oscura organización de la que usted es miembro.

—¡Todo cristiano! —replicó a su vez—. Yo soy cristiana. Me crié en El Cairo.

—¿Copta?

—Sí, copta.

—¡Pero no es originaria de Egipto!

—¿Acaso he dicho que lo fuera?

—Pertenece al Si-Fan.

—No sabe de lo que habla. Pero, si así fuera, ¿qué tiene que objetar al respecto?

De nuevo estaba perdiendo el control de la situación y era consciente de ello. Mis palabras salieron casi en contra de mi voluntad:

—¿Sabe lo que pretende esa sociedad? ¿Sabe que contratan a estranguladores, envenenadores y degolladores? ¿Sabe que comercian con el asesinato?

—¿De verdad? —Me miraba con atención, y dijo con voz suave—: ¿Y sus gobernantes cristianos, los gobernantes de Occidente? ¿Qué es lo que hacen? Cuando el Si-Fan mata a un hombre, es porque ese hombre es un enemigo activo de la organización, pero cuando los asesinos occidentales matan, matan a hombres, mujeres y niños; a cientos, a miles de personas que nunca les han hecho ningún daño, que nunca han perjudicado a nadie. Toda mi familia, ¿me oye?, toda mi familia murió en un bombardeo. Sólo yo logré escapar. El general Quinto ordenó aquel ataque, y ya sabe lo que le ha ocurrido…

Sentí que la base de mi razonamiento se desmoronaba. ¡Aquello constituía uno de los sofismas del doctor Fu-Manchú! Aun así, no fui capaz de contestarle. Imaginé el severo semblante de Nayland Smith y percibí un reproche en sus ojos grises.

—Creo que ya hemos hablado bastante —dije—. Camine delante de mí y discutiremos esta cuestión con quienes han de tomar las decisiones.

Permaneció unos instantes en silencio, como si examinara mi considerable volumen que se interponía con firmeza entre ella y la libertad.

—Está bien. —Vi el brillo de sus dientecitos blancos mientras se mordía el labio—. No tengo miedo. Estoy orgullosa de lo que he hecho. En cualquier caso, yo no importo, pero llévese la libreta de notas: podría serme útil si van a arrestarme.

—¿La libreta de notas?

Señaló al armario abierto del que yo había salido. Me volví y, en la tenue luz y entre los otros objetos que había visto antes, entreví algo que parecía realmente una libreta de notas. Di tres pasos para alcanzarla. Fueron tres pasos fatales.

Oí un ruido a mis espaldas que sólo puedo definir como el de un movimiento rápido. Me volví y me precipité hacia la puerta, pero ella ya había pasado de un salto. Cerró en mi cara, asestándome un golpe en la frente que me hizo tambalear. Di un paso atrás para abrir de un empujón, pero entonces oí el chasquido del cerrojo al cerrarse.

Sin dejarme abatir, me abalancé con todo mi peso contra la puerta, pero, aunque vieja, era sólida, y el cerrojo resistió la acometida.

¡No intente seguirme! —oí—. ¡Si lo hace, le matarán!

Me quedé quieto, escuchando, pero a mis oídos no llegó ni el más leve ruido que me indicara en qué dirección había huido Ardatha. Encendí mi linterna y examiné la cabaña.

Efectivamente, ¡se había llevado el bonete mandarín! ¡Y yo había hecho gala de menos recursos que un párvulo! Se había burlado de mí; me había dejado engañar por una muchacha que, según me pareció, apenas tenía veinte años. Me sonrojé debido a la humillación. ¿Cómo iba a contárselo a Nayland Smith?

Por fin, mi indignación se apaciguó. Volví a tranquilizarme y empecé a buscar la manera de salir de allí. Miré de reojo la libreta de notas y la guardé en mi bolsillo. No creía que la muchacha hubiera llamado mi atención hacia aquel objeto por la razón que dijo. Seguramente, no tenía más idea que yo sobre lo que contenía, pero su existencia le había servido para sus fines.

No encontré nada más que pudiera tener algún valor, así que me concentré en los postigos de la pequeña ventana que había junto a la repisa con los restos de comida. No tardé en abrirlos y, como esperaba, no había cristales. Me encaramé a la ventana y salté a un entarimado desvencijado desde donde rodeé la casa hasta el sendero. Allí permanecí a la escucha.

El lúgubre canto de aquella ave solitaria y el murmullo de las cañas agitándose por una suave brisa rompieron el opresivo silencio.

No recuerdo haberme encontrado nunca en un entorno más desolador.

La niebla se estaba espesando con rapidez.