8. EN LOS PANTANOS DE ESSEX

Una llovizna deprimente continuaba cayendo cuando, casi en la penumbra, nos apeamos del tren en una estación de esas líneas secundarias que cruzan la geografía de Essex. Al norte se elevaba la ladera de una colina densamente arbolada. Parecía gravitar, de un modo que resultaba opresivo, sobre la pequeña estación, como si en cualquier momento fuera a deslizarse y aplastarla.

—Me alegro de que el inspector Gallaho esté a cargo de la investigación —dijo Nayland Smith—. Es un sabueso para encontrar pistas y tenaz como el que más.

El inspector jefe nos estaba esperando. Era un hombre corpulento, bien afeitado, de mejillas coloradas y rasgos duros; llevaba un abrigo azul abotonado hasta el cuello y un bombín de ala ancha, muy mojado, encasquetado hasta las cejas. Un oficial de uniforme que nos fue presentado como el inspector Derbyshire, del cuerpo de policía de Essex, estaba junto a él. Una vez concluidas las presentaciones, Gallaho gruñó:

—Un asunto muy feo.

—Lo mismo opino yo —contestó Nayland Smith, apremiante—. Podemos hablar durante el trayecto. Si le parece bien, Kerrigan, puede ir delante con el conductor.

Gallaho asintió y, en unos instantes, estábamos de camino en un coche de la policía que nos aguardaba a la salida de la estación. El viaje fue largo y transcurrió, en su mayor parte, por caminos embarrados y estrechos. Finalmente, nos detuvimos a las afueras de un pueblo atravesado por un riachuelo. Un agente se apostaba a la entrada de una especie de granero, que estaba separado de una casa cercana por un pequeño prado. Su aspecto siniestro armonizaba con el entorno, y sus cejas negro azabache se unían formando una sola línea. Cuando nos apeamos del vehículo, efectuó un saludo, abrió la puerta del granero y nos condujo al interior. A pesar del mal tiempo, un grupo de curiosos deambulaba por el lugar contemplando el lúgubre edificio con mirada ociosa.

—No es una visión agradable, señores —nos advirtió el inspector Derbyshire mientras retiraba una sábana que cubría un bulto situado sobre una mesa de caballete.

Se trataba del cadáver de un hombre vestido con una chaqueta de mezclilla, camisa de esport, pantalones de franela y zapatos de suela gruesa: el equipo de un excursionista, pensé. Toda su ropa, además de chorrear agua, estaba profusamente manchada de sangre, y su semblante presentaba una palidez extraordinaria.

¡Contuve una exclamación de horror cuando me di cuenta de que había muerto a causa de una herida que casi le había separado la cabeza del cuerpo!

—¡Le han seccionado la yugular! —masculló Gallaho mirando con crispación a la víctima de aquella atrocidad.

Empezó a masticar con ímpetu, aunque luego supe que no tenía en la boca goma de mascar, sino que se trataba de un curioso hábito rumiante.

—¡Santo cielo! —murmuró Nayland Smith—. ¡Santo cielo! ¡En este caso no existe ninguna duda sobre la causa de la muerte! Gracias, inspector. Ya puede volver a cubrir a este pobre hombre. Supongo que el médico forense ya lo ha examinado.

—Así es. Según sus cálculos, lleva muerto seis o siete horas, pero lo dejamos así para que usted lo viera.

—¿Y dice que lo sacaron del río?

—En efecto, aproximadamente a medio kilómetro de aquí. Estaba atascado en las ramas sumergidas de un sauce.

—¿Quién lo encontró?

—Un gitano llamado Barnett que buscaba juncos. Confecciona cestos con su familia.

—¿Y cuándo fue eso?

—A las diez y media, señor —respondió el inspector Derbyshire—. Informé, de inmediato, al inspector Gallaho, quien llegó una hora más tarde, y el doctor Bridges examinó el cadáver a eso de las once.

—¿Por qué avisó a Scotland Yard?

—Porque reconocí al difunto de inmediato. Se presentó a mí ayer por la mañana…

—Como le he dicho antes, señor —interrumpió Gallaho con su voz grave— entró en Scotland Yard poco después de que usted abandonara el cuerpo. El detective sargento Hythe era uno de mis oficiales más prometedores. Trabajaba a mis órdenes y estaba buscando la estación emisora secreta. Los ingenieros de la BBC habían detectado interferencias ocasionales y, al final, delimitaron la zona a esta parte de Essex.

Salimos del granero y el agente cerró la puerta. Smith se volvió y miró a Gallaho.

—Por lo visto —continuó éste—, el pobre Hythe se acercó demasiado a la clave del misterio.

—¿Tiene la bondad de acompañarme a las dependencias policiales, señor? Me gustaría mostrarle los objetos personales que encontramos en el cuerpo del difunto —manifestó el inspector Derbyshire.

Recorrimos la estrecha calle del pueblo hasta la modesta jefatura de policía y el grupo de lugareños abandonó los alrededores del granero y nos siguió a una distancia discreta. Nayland Smith miró por encima del hombro.

—¡No parece que haya nadie de interés, Kerrigan! —me indicó.

Expuesto sobre una mesa en la sala de espera de la jefatura, había un revólver automático, una linterna y una llave.

—No llevaba nada más encima —señaló el inspector Derbyshire—. Aun así, sé a ciencia cierta que tenía una mochila y un bastón. También fumaba en pipa y me preguntó por algún lugar cercano y tranquilo donde pasar la noche.

Smith miraba los objetos expuestos.

—La llave-destacó, —es el objeto más interesante.

—Lo mismo creo yo —soltó Gallaho con voz ronca—. Sirve para utilizar los teléfonos de auxilio en carretera, y el más cercano está en el cruce de Woldham Forges, más o menos a un kilómetro de aquí.

—Buen trabajo —dijo Smith—. ¿Qué deduce de este hallazgo?

—Está bastante claro. El difunto llevaba merodeando por la zona toda la noche según el forense, fue asesinado entre las cuatro y las cinco de la madrugada cuando descubrió algo de gran importancia y se dirigió a uno de esos teléfonos para pedir ayuda.

—¿Alguna otra cosa?

—El teléfono más cercano es el de Woldham Forges. Seguramente dispondría de algún lugar que le servía de base, y allí estarán el resto de sus pertenencias.

—¿Qué medidas ha adoptado al respecto?

—Hemos efectuado un registro casa por casa, señor —respondió el inspector Derbyshire—. En esta zona no supone un gran trabajo, pero no hemos localizado el lugar donde pensaba pasar la noche.

Nayland Smith observó a través de la ventana. Algunos curiosos seguían por los alrededores, pero la llegada del agente, que había terminado su misión como vigilante del cadáver, los dispersó.

—Necesito un mapa a gran escala de la comarca —dijo Smith.

—¡A sus órdenes, señor!

Nos volvimos y vimos que el ofrecimiento provenía del agente de aspecto siniestro, aunque esta vez ya no me inquietó. Sus prominentes cejas se arqueaban en lo que interpreté como una expresión de entusiasmo. Abrió sin titubear el cajón de un armario.

—El agente Weldon —explicó el inspector Derbyshire—, es una autoridad en la materia…