7. EL INFORME DEL INSPECTOR GALLAHO

Después de aquel suceso, pensé a menudo en las palabras de Fu-Manchú e incluso una noche soñé con el redoble de unos tambores y me desperté presa de un pánico indescriptible. Por la mañana, el cielo amaneció encapotado y gris. Bajo la fina lluvia, Londres ofrecía un aspecto desolador.

Cuando me levanté y miré por la ventana hacia Hyde Park, me di cuenta de que el día acompañaba a mis pensamientos. Había estado repasando las extrañas circunstancias que rodearon la muerte del general Quinto e intentando redactar, de modo creíble, lo que sucedió más tarde en el domicilio de Nayland Smith. Todo lo que había oído o imaginado del doctor Fu-Manchú constituía el centro de mi atención. Algunas veces me había reído ante la idea germánica de un superhombre, pero ahora sabía que tal semidiós, un semidiós perverso, existía realmente.

Releí lo que había escrito. Desde un punto de vista crítico, me pareció que había concedido un interés excesivo a la subyugante muchacha de ojos color amatista. Pero siempre que pensaba, y lo hacía a menudo, en los episodios de aquella noche, esos maravillosos ojos, de algún modo, se situaban en un primer plano.

La policía rastreaba Londres y los distritos adyacentes en busca de la misteriosa estación transmisora controlada por el doctor Fu-Manchú. El examen post mortem del cuerpo del general añadió poco a lo que ya sabíamos sobre la causa de la muerte y las pesquisas realizadas tampoco habían permitido determinar la identidad de la amiga del general que lo había visitado el día anterior a su muerte.

La imagen de aquella desconocida me perturbaba. ¿Podía ser… había alguna posibilidad de que fuera la misma muchacha con quien había hablado en la plaza?

Llamé para que me trajeran café, pero, cuando llegó, me sentía demasiado inquieto para sentarme y tomármelo. Empecé a pasear por la habitación con la taza en la mano cuando sonó el timbre de la puerta y la señora Merton, mi asistenta, bajó para ver quién era. Dos minutos más tarde, Nayland Smith entraba en la sala. Sus enjutas facciones reflejaban la vehemencia que le caracterizaba cuando seguía de cerca una pista y sus ojos grises brillaban. Me saludó con un movimiento de cabeza y, antes de que yo pudiera decir nada, exclamó:

—¡Sí, gracias! Una taza de café es justo lo que necesitaba.

Se quitó el impermeable mojado y lo dejó caer en el suelo, echando encima el sombrero. Después se dirigió a mi escritorio y se puso a leer mi manuscrito. La señora Merton trajo otra taza, le serví el café y lo dejé sobre el escritorio. Entonces levantó la mirada.

—Diría… que, quizá, concede una importancia excesiva a los ojos color amatista —manifestó con malicia.

Me ruboricé.

—Puede que tenga razón, Smith —admití—. De hecho, yo había llegado a la misma conclusión. Aunque usted no la conoce… y yo sí. De todos modos, si he de serle sincero, ¡sí que me causó una gran impresión!

—Sólo estaba bromeando, Kerrigan. Yo también he experimentado esos síntomas. —Pronunció estas palabras con melancolía—. ¡Pero lo suyo ha sido tan repentino!

—¡Estoy de acuerdo! —Me eché a reír—. Sé lo que piensa, pero lo cierto es que poseía un atractivo irresistible.

—Si, como sospecho, es una adepta de Fu-Manchú, así debe ser. Fu-Manchú rara vez se equivoca.

Me acerqué a la ventana.

—Por alguna razón, no puedo creerle.

—¿No querrá decir que no quiere? —Me volví y le vi dejar el manuscrito sobre la mesa—. De todos modos, Kerrigan, si algo me ha enseñado la vida, es a no interferir en estas cuestiones. Deberá resolverlo a su manera.

—¿Hay alguna novedad?

Chasqueó los dedos decepcionado.

—Ninguna. El técnico que se presentó en la casa de sir Malcolm Locke para arreglar el teléfono no trabaja para la compañía de teléfonos, y, por desgracia, no hemos podido localizarle. El individuo que fue a mi casa para revisar el televisor no era de la compañía que me lo vendió, pero tampoco he podido seguirle el rastro. O sea que, ya ve…

Se interrumpió de repente cuando el teléfono sonó. Descolgué el auricular.

—¿Diga? Sí… Aquí está. —Me volví en dirección a Smith—. El inspector Gallaho quiere hablar con usted.

Se acercó impaciente.

—¿Hola? ¿Gallaho? Sí, di instrucciones a Fey para que le dijera que venía hacia aquí. ¿Qué novedades hay? ¿Cómo? —El tono de su voz se elevó con excitación—. ¡Por Dios santo! ¿Qué me dice? Sí, los detalles cuando nos veamos. ¿A qué hora sale el tren? ¡Estupendo! Voy para allá.

Colgó el auricular y se volvió. Su expresión era sombría. Su humor había experimentado un cambio brusco.

—¿Qué ocurre?

—Fu-Manchú ha atacado de nuevo. Sólo disponemos de veinte minutos para tomar el tren. ¡Vamos!

—Pero ¿adonde?

—Al rincón más apartado de los pantanos de Essex.