6. LA ENCARNACIÓN DE SATÁN

Nunca podré olvidar los momentos de silencio que siguieron a la aparición en la pantalla de aquella cara fascinante y demoníaca.

La naturaleza absolutamente misteriosa de aquel suceso superaba cualquier cosa que pudiera haber imaginado y me había paralizado por completo. Estaba dispuesto a creer que Fu-Manchú era un mago, la reencarnación de algún antiguo brujo, Apolonio de Tiana redivivo con las llamas del infierno en sus ojos, pero aquello…

Sir Denis, si es tan amable de apagar las luces, le resultará más fácil verme. —La voz era sibilante e inexpresiva y los finos labios apenas se movían—. Cuando lo haya hecho, pulse el botón rojo que hay a la derecha de la pantalla y así sabré que las ha apagado.

Un aumento en la nitidez de la imagen del doctor chino fue lo único que me permitió deducir que Nayland Smith había apagado las luces, porque no era consciente de ningún movimiento ni de otra presencia que no fuera la del doctor Fu-Manchú.

La imagen se alejó y entonces pude ver que nuestro interlocutor estaba sentado en una silla labrada.

—Este interesante aparato —continuó la voz, clara y sibilante— todavía está en sus inicios. Y si he aparecido en un momento oportuno, considérenlo una coincidencia, porque no puedo oírles. Debemos esta pequeña aportación a una de las pocas mentes privilegiadas que Occidente ha producido en los últimos años.

Sentí el apretón de una mano en el hombro. Nayland Smith estaba a mi lado.

—Trabajaba en los fundamentos del ingenio cuando murió… Desde entonces, lo ha estado perfeccionando en mis laboratorios.

La presión de los dedos de Smith me permitió darme cuenta de que aquella afirmación, que me resultaba incomprensible, tenía un significado oculto que yo desconocía.

—Lo considero un medio útil para comunicarme con mis asociados, sir Denis, y espero mejorarlo. No pierda el tiempo intentando localizar al técnico que le instaló el aparato. El objeto de mi charla es el siguiente: acaba de conocer los tristes detalles de la muerte del general Quinto. Y probablemente ya sabe, también, que, justo antes del final, se quejó del redoble de unos tambores… un síntoma característico.

El misterioso locutor se interrumpió y se inclinó hacia delante. Perdí la conciencia de todo menos de sus ojos y su voz.

—Me temo, sir Denis, que mis tambores sonarán para otros hasta que los majaderos que ostentan el poder en la actualidad se convenzan de que yo, Fu-Manchú, y sólo yo puedo inclinar la balanza. Por eso le ofrezco que se una a mí, porque mis enemigos son sus enemigos. Considere mi proposición… considérela atentamente.

Smith no se movió, pero oí su acelerada respiración.

—Supongo que no le gustaría que las matanzas inútiles de España y China, llegaran a Inglaterra. ¡Piense en la sangrienta farsa que llaman la Gran Guerra! —Una nota gutural vibró en la difícilmente olvidable voz—. He tenido la oportunidad de verle en acción, sir Denis, y sé que conoce las reglas del boxeo. El objetivo es golpear el corazón y cierto punto de la mandíbula para interrumpir el riego sanguíneo y paralizar la mente. Así es como lucho yo. Golpeo a los que provocan, a los que dirigen y a los que apoyan la guerra: directamente al cerebro y al corazón, no a los brazos o los hombros, que son las masas engañadas que sufren y mueren para que esos locos arrogantes se sientan satisfechos y los desaprensivos se enriquezcan. Considere mi proposición…

El doctor Fu-Manchú tenía los ojos muy abiertos. Me atraían, me llamaban…

—Resista, Kerrigan.

Y, entonces, la oscuridad. La pantalla se apagó.

Pareció transcurrir mucho tiempo antes de que Nayland Smith hablara o realizara el más mínimo movimiento.

—¡He visto a ese hombre precipitarse al vacío en las cataratas del Niágara! —dijo con voz ronca en la oscuridad—. Rogué para que encontrara el destino que merecía. Más tarde, hallaron el cuerpo de su compañero, un esclavo de su voluntad.

—¡Pero no el de Fu-Manchú! ¿Cómo logró sobrevivir?

Smith encendió la luz. Me reconfortó comprobar hasta qué punto le había afectado, también a él, aquel incidente, porque el magnetismo de aquellos ojos y de aquella voz me habían hecho sentir como un pelele sin voluntad.

—Quizás algún día yo lo averigüe, Kerrigan.

Hizo sonar el timbre y Fey entró en la sala.

—El televisor no debe ser utilizado ni revisado por nadie, Fey.

Fey se retiró.

Levanté mi copa, que todavía estaba medio llena.

—Este suceso me ha trastornado —confesé—. Ese hombre es sobrehumano. Pero hay algo que debo saber: ¿a qué se refería cuando dijo que alguien, que creo saber quién es, había muerto recientemente y que, desde entonces, ha estado trabajando en sus laboratorios?

Smith volvió la cabeza hacia mí mientras se dirigía al aparador de las bebidas. Sus ojos brillaban como el acero.

—¿Ha estado alguna vez en Haití?

—No.

—Entonces, es posible que desconozca la escalofriante tradición de los zombis.

—En efecto.

—Esa tradición, Kerrigan, consiste en desenterrar a los cadáveres y, por medio de la brujería, hacerlos trabajar en los campos de caña de azúcar. Es posible que no sea más que una superstición de origen africano, pero el doctor Fu-Manchú la ha puesto en práctica.

—¿Cómo dice?

—¡He visto a hombres que llevaban mucho tiempo muertos y enterrados, trabajando en sus laboratorios! —Smith echó un chorro de sifón en un vaso—. Como es lógico, las palabras y los ademanes del hombre más extraordinario, intelectualmente hablando, del mundo le han perturbado. Pero olvide sus trucos, su voz y, sobre todo, sus ojos. El doctor Fu-Manchú es la encarnación de Satán.