—Ha escapado gracias a los guardaespaldas —afirmó Nayland Smith.
El señor Bascombe, el inspector Leighton, Smith y yo estábamos de pie en la biblioteca cuando sir James Clare, que nos observaba desde una butaca, declaró:
—Ya entiendo, Smith, por qué el general Quinto vino en secreto desde África al domicilio de su viejo amigo y me pidió que le citara para entrevistarse con usted. Estamos ante un plan muy bien elaborado, y usted era la única persona que podía salvarle…
—Pero fallé. —Nayland Smith habló con amargura. Se volvió y me miró—. Por lo visto, Kerrigan, su encantadora conocida, que tan desafortunadamente para nosotros ha huido (y no estoy culpándole a usted) difiere en ciertos detalles de la descripción que el señor Bascombe hizo de la visitante del general.
»No obstante, está por comprobar si son la misma persona.
—Lo cierto es… —interrumpió la voz jurídica del ministro— que no podemos silenciar este asunto. Un examen post-mortem es inevitable y, aunque no sabemos qué revelará, el hecho de que un personaje eminente con ideas políticas totalmente distintas a las nuestras haya muerto aquí, en Londres, y en estas circunstancias, tendrá, sin lugar a dudas, repercusiones internacionales. Es espantoso… horrible. No veo qué camino seguir.
—Su camino ahora es regresar a su casa, sir James —soltó Nayland Smith—. Le telefonearé mañana temprano. —Se volvió y continuó—: Señor Bascombe, no informe de esto a la prensa.
—¿Y qué hacemos con el cadáver, señor? —intervino el inspector Leighton.
—Retiren el cuerpo cuando los curiosos se hayan dispersado. Infórmeme por la mañana, inspector.
Hasta bien pasada la medianoche no llegamos al domicilio de sir Denis, en la calle Whitehall. Hacía tiempo que no iba por allí. Desde donde me sentaba, observé un sofisticado equipo de radio y televisión situado al otro lado de la estancia.
—Personalmente, no dispongo de mucho tiempo libre —indicó Smith percatándose de la dirección de mi mirada—. Instalé el televisor sólo para entretenimiento de Fey. Él es, para mí, como una perla de valor incalculable, y por mi modo de vida con frecuencia pasa temporadas sin compañía alguna.
Me puse en pie y examiné los aparatos. En ese momento entró Fey.
—Discúlpeme, señor —me dijo—, técnico de casa comercial pide nadie toque hasta él vuelve a llamar, señor.
El habla telegráfica de Fey siempre me había divertido. Asentí con un movimiento de cabeza y me senté de nuevo, observándole mientras preparaba las bebidas. Cuando terminó, salió de la habitación.
—El viaje de regreso ha transcurrido sin incidentes —destaqué—, ¿por qué será?
—Muy sencillo, Kerrigan —respondió Smith mientras bebía un sorbo de su whisky con soda y empezaba a cargar su pipa—. Mi presencia aquí, esta noche, amenazaba con interferir en el complot, pero éste ha tenido éxito, así que ya no soy objeto de un interés inmediato.
—No entiendo nada, Smith. ¿Dispone ya de alguna teoría sobre lo que ha podido causar la muerte del general Quinto?
—Si he de serle sincero, por el momento no tengo ni la más remota idea. Aquel perfume indescriptible es, desde luego, una pista, pero, por ahora, no nos lleva a ninguna parte. Quizá la autopsia revele alguna cosa más. Espero los resultados con interés.
—Suponiendo que haya sido un asesinato, lo que me desconcierta es el móvil. El redoble de tambores que el general creía percibir sugiere el remordimiento por alguna acción o rencilla que debió realizar en África.
—Una teoría razonable —señaló Smith mientras encendía la pipa y sonreía sin entusiasmo—, pero equivocada.
—Acaso quiere decir —dije mirándole con fijeza— que, ¿aunque no sabe «cómo» sabe «por qué» fue asesinado el general Quinto?
Asintió dejando caer la cerilla en un cenicero.
—Como usted ya sabe, Kerrigan, Quinto era la mano derecha de Pietro Monaghani. Sus consejos podrían haber desencadenado un conflicto armado internacional.
—Estoy de acuerdo en que la paz pende de un hilo, y supongo que Quinto, como principal consejero de Monaghani, podría haber precipitado una guerra…
—Así es… Pero lo que usted no sabe, ni sabía yo hasta esta noche, es que el general Quinto se dirigía a España para cumplir una misión. ¡Si hubiera llegado a ese país, dudo mucho que ningún poder terrenal hubiera podido preservar la paz internacional! Pero un hombre intervino.
—¿A quién se refiere?
—Si puede imaginarse a la encarnación de Satán, a un espíritu perverso e inmortal viviendo en un cuerpo sin edad, a una inteligencia fría, dotada de unos conocimientos que la ciencia ni siquiera podría soñar, entonces tendrá una ligera imagen del doctor Fu-Manchú.
En mi ignorancia, creo recordar que me reí.
—Para mí, Fu-Manchú es sólo un nombre, un fantasma para asustar a los niños. Nunca he creído que existiera.
—Hubo un tiempo en que Scotland Yard fue también de esa opinión, Kerrigan. Recuerde, no obstante, el reciente suicidio de un distinguido diplomático japonés o el repentino fallecimiento de Erich Schaffer, el químico alemán más destacado de su país. Su muerte fue noticia de primera plana hace una semana; y ahora… el general Quinto.
—No querrá decir que…
—Efectivamente, Kerrigan. ¡Todo esto es obra de un solo hombre! Algunos pensaban que había muerto, pero tengo pruebas fehacientes de que sigue con vida, y aunque no las hubiera tenido antes, ahora sí las poseo. Como no encontramos la llave del portafolios del general, tuve que forzarlo. Sólo contenía tres hojas de papel. Aquí están —me pasó las hojas—. Léalas en el orden en que se las he entregado.
Observé en la primera. Tenía un jeroglífico en relieve y supuse que era chino. La nota, escrita a mano con trazos achatados y contundentes, no estaba fechada. Decía:
PRIMER AVISO
El Consejo de los Siete del Si-Fan ha decidido que debe evitarse, a toda costa, una guerra internacional. Sólo hay quince hombres en el mundo que podrían provocarla. Usted es uno de ellos. Éstas son, en consecuencia, las instrucciones del Consejo: No vaya a España, renuncie a su misión de inmediato y retírese a su villa de Capri.
EL PRESIDENTE DE LOS SIETE
Levanté la vista.
—¿Qué diantre significa esto?
—Por lo que deduzco —replicó Smith—, el general Quinto recibió la nota que usted acaba de leer mientras estaba en África. Yo le conocía, y él sabía, como sabe cualquier gobernante de África o Asia, que no se puede ignorar al Si-Fan. Las sociedades secretas chinas son muy poderosas, y la influencia que ejercen los jesuitas es bien conocida, pero el Si-Fan es la sociedad secreta más extendida del mundo, aun así, el general Quinto no renunció a su misión. Consiguió aplazarla y vino a Londres para consultarme. En algún momento del viaje recibió la segunda nota. Léala, Kerrigan.
Pasé a la segunda hoja, que presentaba el mismo jeroglífico y la misma caligrafía densa y rotunda.
SEGUNDO AVISO
El Consejo de los Siete del Si-Fan le advierte sobre el hecho de que no haya renunciado a la misión. Si persiste en su actitud, recibirá un tercer y definitivo aviso.
El PRESIDENTE DE LOS SIETE
Pasé a la última hoja. El encabezamiento decía:
TERCER AVISO
y el texto era el siguiente:
Dispone de veinticuatro horas.
EL PRESIDENTE DE LOS SIETE
—En mi opinión, Kerrigan —dijo Nayland Smith—, ésta es la nota que el general Quinto recibió a través de un mensajero mientras se encontraba en casa de sir Malcolm, y la que le produjo el estado de pánico al que se refirió el señor Bascombe. El Consejo de los Siete ha decidido evitar la guerra. Y aunque es evidente que ese objetivo atraería las simpatías de cualquier hombre en su sano juicio, hay catorce hombres, vivos todavía y quizá desinformados, cuyas vidas están en peligro. He confeccionado una lista con los nombres de algunas personas cuya muerte supondría, al menos temporalmente, la paz mundial. ¡Y en este momento mi misión es protegerlas!
—¿Tiene alguna idea sobre la identidad de los integrantes del Consejo de los Siete?
—Los miembros se renuevan de vez en cuando.
—¿Y el presidente?
—¡El presidente es el doctor Fu-Manchú! Daría lo que fuera por saber dónde se encuentra en estos momentos…
Antes, incluso, de que hubiera pronunciado la última sílaba, una voz afirmó:
—Estoy seguro de que le gustaría tener una charla conmigo, sir Denis…
Por primera vez en todos los años transcurridos desde que le conocía, el férreo autodominio de Smith se vino abajo. Se puso en pie de un salto como si, en lugar de una voz, hubiera oído un disparo. Sus mejillas empalidecieron, y con los puños apretados y sorprendido más allá de lo imaginable miró a su alrededor.
Yo también miraba… la pantalla del televisor.
Se había iluminado y proyectaba la imagen de una cara inmutable y maravillosa a la vez, una cara que podría haber servido como modelo para la de un ángel caído. Los ojos, grandes y rasgados, parecían observarme con atención y retenían mi mirada de un modo hipnótico.
La voz de Smith, en un tono susurrante totalmente inusual en él, llegó a mis oídos… Parecía provenir de muy lejos.
—¡Dios santo! ¡Es Fu-Manchú!