Aquella noticia, unida a la revelación de la identidad del huésped, me sobresaltó de un modo indecible. ¡El general Quinto! ¡El jefe del Estado Mayor del signor Monaghani, una de las figuras más destacadas de la esfera política europea! ¡El hombre que estaría al mando del ejército de Monaghani en caso de declararse una guerra, el militar en jefe de su país y casi seguro sucesor del dictador! Yo estaba impresionado, pero el efecto que produjo la noticia en Nayland Smith fue como una descarga eléctrica: se levantó de un salto con los puños apretados y lanzó una mirada inquisitiva a sir James Clare.
—¡Por todos los santos, sir James! ¿No me estará diciendo que ha sido…?
El ministro del Interior sacudió la cabeza. Su calma de hombre de leyes permanecía imperturbable.
—Con respecto a esa pregunta, señor Smith, todavía no puedo contestarle. Pero ahora ya sabe por qué estoy aquí y por qué lo está el inspector Leighton. —Se puso de pie—. Les agradeceré, caballeros, que me sigan al estudio que se había dispuesto para el general y en el que ha muerto.
Abrió la puerta del otro extremo de la biblioteca y entramos en un pequeño estudio amueblado con un estilo acogedor. Había un escritorio, cerca de una ventana con cortinas, con indicios de haber sido utilizado recientemente. Pero lo que me llamó la atención de inmediato fue un sofá, en un rincón separado por un arco, sobre el que yacía el cuerpo de un hombre. Me bastó un vistazo para reconocerlo, porque lo había visto muchas veces en África.
Se trataba del general Quinto. Sin embargo, sus facciones aguileñas reflejaban espanto y su tez había adquirido un tinte cadavérico y verdoso. El mejor modo de describir su color sería compararlo con la tonalidad producida por un fluorescente verde.
Un hombre, cuyos rasgos no pude distinguir, se arrodillaba junto al cuerpo, al que parecía examinar con atención. Un segundo hombre le miraba, y cuando entramos el primero se levantó y se volvió.
Se trataba de lord Morton, el médico del rey.
Las presentaciones nos indicaron que el otro era el doctor Sims, el médico forense del distrito.
—Se trata de un asunto muy extraño —manifestó el renombrado médico quitándose los lentes y colocándolos en un bolsillo de su chaleco—. Lo cierto es que… —Nos miró uno a uno a la cara con una expresión de ingenua perplejidad— no tengo ni idea de la causa de la muerte de este hombre.
—La situación es realmente dramática —manifestó sir James Clare—. Consideraciones personales aparte, la muerte de este hombre aquí, en Londres, y bajo estas circunstancias, a buen seguro dará pie a rumores escandalosos. Según entiendo, lord Morton, usted no va a extender un certificado de defunción por causas naturales…
—Sinceramente —replicó el médico mirándolo fijamente—, no. En absoluto estoy convencido de que muriera por causas naturales.
—Yo estoy totalmente seguro de que no fue así —confirmó el médico forense.
Nayland Smith, que había estado examinando el cuerpo del militar difunto, empezó a olisquear el aire con suspicacia.
—Por lo que veo, sir Denis —dijo lord Morton—, ha detectado usted un ligero pero peculiar olor en el ambiente.
—Así es. ¿Usted también lo ha percibido?
—Nada más entrar en la habitación. No consigo identificarlo; es un olor totalmente desconocido para mí. Cada vez es menos perceptible… o bien me estoy acostumbrando a él.
También yo había advertido aquel extraño pero agradable olor.
Entonces, aparentemente guiado por su olfato, Nayland Smith se acercó al escritorio. Al llegar a él se detuvo, aspirando con energía. En ese momento, la puerta se abrió y entró el inspector Leighton.
—Por lo que veo, intenta usted rastrear el olor, señor. En mi opinión, es más intenso cerca del escritorio, pero no he encontrado nada que lo justifique.
—¿Ha buscado a fondo? —le soltó Smith con brusquedad.
—Muy a fondo, señor. Incluso añadiría que he inspeccionado hasta el último centímetro de la habitación.
Nayland Smith se quedó plantado junto al escritorio tirando del lóbulo de su oreja, una costumbre que, como yo ya sabía, denotaba confusión.
—¿Conocen estos dos caballeros la identidad de la víctima? —preguntó al ministro.
—Así es.
—En ese caso, ¿quién vio al general Quinto con vida por última vez?
—El señor Bascombe, el secretario personal de sir Malcolm.
—Bien. Tengo razones para desear que el señor Kerrigan esté presente en todas mis indagaciones en este caso. ¿Dónde se encontró el cadáver?
—En el mismo lugar en que se halla ahora.
—¿Quién lo descubrió?
—El señor Bascombe. Me telefoneó para comunicarme la noticia.
Smith observó con atención al inspector Leighton.
—¿Alguien ha movido el cadáver, inspector?
—En absoluto.
—Entonces, quisiera interrogar en privado al señor Bascombe. Usted, señor Kerrigan, puede quedarse. Lord Morton, doctor Sims, ¿serían tan amables de esperar en la biblioteca con sir James y el inspector?
El señor Bascombe, un hombre de mediana edad, alto y de aspecto agradable, caminaba algo encorvado aunque, según supe más tarde, había formado parte del equipo de remo en Cambridge.
Sus ademanes eran tan suaves que rayaban en la timidez. Cuando entró en el estudio, miró horrorizado el cuerpo que yacía en el sofá.
—Buenas noches, señor Bascombe —saludó Nayland Smith, que seguía de pie junto al escritorio—. He creído más oportuno interrogarle en privado. Según me ha informado el inspector Leighton, el general Quinto llegó ayer a las once de la mañana y se escondía en estos aposentos.
—Así es, sir Denis. La puerta que hay a sus espaldas conduce a un dormitorio y a un lavabo contiguo. Sir Malcolm, al cual le gusta trabajar hasta altas horas de la noche, a veces duerme aquí para no molestar a lady Locke.
—Y, desde su llegada, ¿el general no abandonó en ningún momento estas dependencias?
—No.
—¿Es cierto que era un viejo amigo de sir Malcolm?
—En efecto. Según creo, eran amigos de toda la vida. Sir Malcolm y lady Locke están ahora en el sur de Francia, pero los esperamos de vuelta mañana por la mañana.
—¿Ningún miembro del personal conoce la identidad del huésped?
—No. Desde que el señor Greaves, el mayordomo, trabaja aquí (es decir, en los últimos tres años) el general nunca había venido, y el resto del servicio tampoco le conocía.
—¿Con qué nombre se presentó?
—Con el de señor Víctor.
—¿Quién estaba encargado de atenderle?
—Greaves.
—¿Nadie más?
—Nadie del servicio, salvo Greaves y yo mismo, ha entrado en estas habitaciones.
—Según creo, el general me esperaba esta noche.
—Efectivamente. Se puso muy nervioso cuando vio que usted no llegaba.
—¿Y en qué ocupaba el tiempo?
—Escribía casi sin descanso, cuando no paseaba de un lado a otro de la biblioteca o contemplaba la plaza a través de la ventana.
—¿Qué escribía?
—No lo sé. Rompía hasta el último fragmento de sus escritos. Esta noche, ya tarde, encendió la chimenea de la biblioteca y quemó todos los papeles.
—¡Sorprendente! ¿Se mostraba muy receloso?
—Mucho. Si no hubiera conocido su reputación, habría dicho que le dominaba el pánico, un estado que pareció provocar la llegada de una carta que entregó un mensajero ayer al mediodía.
—¿Dónde está esa carta?
—Tengo motivos para creer que la guardó bajo llave en un portafolios que trajo consigo.
—¿Hizo algún comentario sobre la carta?
—No.
—¿A quién iba dirigida?
—Al «señor Víctor».
Nayland Smith empezó a pasear por la alfombra, y cada vez que pasaba frente al sofá sobre el que yacía el siniestro cuerpo —cuyo brazo derecho colgaba de modo que los dedos, medio cerrados, tocaban el suelo— su sombra se deslizaba sobre el semblante verdoso y cadavérico creando la impresión de que las facciones se movían y contraían para volver a aquietarse.
—¿Efectuó muchas llamadas telefónicas?
—Bastantes.
—¿Desde el aparato del escritorio?
—Sí… Se trata de un supletorio del que está en el vestíbulo.
—¿Tiene constancia de las personas a quienes telefoneó?
—De algunas. El inspector Leighton ya me ha formulado esta pregunta. Mantuvo dos conversaciones largas con Roma, realizó varias llamadas a sir James Clare y otras a su embajada.
—Pero ¿efectuó alguna que usted no haya podido comprobar?
—Según creo, el inspector está trabajando en ello en estos momentos, sir Denis. Había… ejem… una dama.
—¿De veras? ¿Y recibió alguna llamada?
—Muy pocas.
—Ahora que recuerdo… es cierto: el inspector me ha dicho que estaba intentando localizarlas. ¿Alguna visita?
—Sir James Clare, ayer por la mañana; el conde Bruzzi, hoy al mediodía y… ¡ah, sí! una dama, ayer por la noche.
—¿Cómo? ¿Una dama, aquí?
—En efecto.
—¿Cómo se llamaba?
—No tengo ni idea, sir Denis. Llegó nada más anochecer en un coche que la esperó fuera y le hizo llegar al general Quinto una nota lacrada por medio de Greaves. Debo aclarar que, a petición del general, yo me mantenía ocupado de continuo en la biblioteca para que nadie pudiera acceder a él sin mi permiso. Esa nota pasó por mis manos.
—¿Había alguna cosa escrita en el sobre?
—Sí: «Personal. Para el señor Víctor.» Se la entregué a él. En aquel momento estaba en el escritorio, tomando notas. Pareció encantado. Reconoció la caligrafía, sin duda. Después de leer el mensaje me dio instrucciones para que hiciera pasar a la visitante.
—Descríbamela —apremió Nayland Smith.
—Alta, delgada, de ojos bellos, alargados y estrechos… definitivamente, no era inglesa. Hacía gala de ademanes elegantes y lánguidos y una serenidad extraordinaria. Su cabello era muy oscuro, peinado en ondas y pegado a la cabeza. Llevaba pendientes de jade y un abrigo de pieles con aspecto de ser muy caro.
—¡Hum! —murmuró Nayland Smith—, no logro identificarla, a menos que… —Una expresión de sobresalto cruzó momentáneamente su bronceado semblante—. ¡Los muertos hayan resucitado!
—Permaneció en el estudio con el general durante algo más de una hora. El tono de las voces era animado, aunque, desde luego, no oí nada de lo que decían. Después, la puerta se abrió y ambos salieron. Tiré del llamador para que viniera Greaves. El general acompañó a su visitante hasta el otro extremo de la biblioteca, y Greaves la escoltó hasta el coche.
—¿Qué ocurrió entonces? ¿El general parecía trastornado de algún modo? ¿Más feliz o más triste de lo normal?
—Cuando volvió al estudio, cosa que hizo de inmediato, y cerró la puerta tras él, sonreía.
—¿Y hoy ha venido el conde Bruzzi?
—El conde Bruzzi ha comido con él a mediodía. Y ya no ha habido más visitas.
—¿Alguna llamada telefónica?
—Una, a las siete y media. Inmediatamente después, el general Quinto ha salido del estudio y me ha informado de que le esperaba a usted, sir Denis, entre las diez y las once, y que debía hacerle pasar sin demora.
—En efecto. Me han hecho volver desde Berlín para esta entrevista, pero no podrá celebrarse. Esto nos lleva, señor Bascombe, al desgraciado asunto de esta noche.
—El general y yo hemos cenado solos en la biblioteca. Greaves nos atendía.
—¿Ambos han tomado los mismos platos y el mismo vino?
—Así es. Sus sospechas son lógicas, sir Denis, pero es imposible que esta sea la solución del misterio. Ha sido una cena simple y típicamente inglesa: espalda de cordero con salsa de menta, guisantes y patatas. Greaves ha cortado la carne y la ha servido. Después, los dos hemos comido de la misma tarta de manzana con nata. También hemos tomado queso y rabanitos, y hemos compartido una botella de clarete. Una cena sencilla.
Nayland Smith empezó, de nuevo, a pasear de un lado a otro. El señor Bascombe continuó:
—Después de la cena, he salido durante una hora. En mi ausencia, el general Quinto recibió una llamada telefónica y, a continuación, se quejó a Greaves de que algo iba mal con el supletorio del estudio. Según dijo, no se le oía bien al otro lado de la línea. Greaves le informó de que la compañía de teléfonos conocía el problema y que un técnico venía ya de camino para solucionarlo. De hecho, el técnico ya estaba aquí cuando yo regresé.
—¿Dónde estaba el general?
—Leyendo en la biblioteca. El empleado de la compañía me aseguró que el aparato ya estaba arreglado y realizó una llamada de comprobación. Después, el general Quinto regresó al estudio y cerró la puerta. Yo me quedé en la biblioteca.
—¿Qué hora era?
—Por lo que puedo recordar, las diez menos cuarto.
—Bien, continúe.
—Me disponía a redactar unas cartas personales en el escritorio de la biblioteca, cuando oí a Greaves que, desde el vestíbulo, pasaba una llamada al general, que estaba en el estudio. Oí al general Quinto responder a la llamada. Al principio, el sonido me llegaba apagado; después, con más claridad: el general parecía gritar a través del auricular. A continuación, salió en un estado de gran excitación; era… debo decirlo, un hombre muy irascible. Dijo: «Ese imbécil ha dejado el aparato todavía peor. La dama con la que hablaba no oía ni una palabra.» Sabía que era demasiado tarde para que la compañía volviera a enviar a alguien, así que entré en el estudio y comprobé el aparato yo mismo.
—En ese momento —interrumpió Nayland Smith—, ¿percibió algo fuera de lo común en la atmósfera de la sala?
—Sí… un extraño olor que, de hecho, todavía flota en el ambiente.
—¡Perfecto! Continúe.
—Efectué una llamada a un amigo de Chelsea y no detecté ningún problema en la línea.
—¿El sonido era totalmente claro?
—Totalmente. Insinué al general que quizás el fallo se debiera al aparato de su amiga y no al nuestro. Después, volví a la biblioteca. El general se encontraba en un estado de suma excitación; miraba continuamente el reloj y no cesaba de preguntar por qué no llegaba usted. Unos diez minutos más tarde, abrió la puerta de golpe y volvió a salir. Me dijo: «¡Escuche!»
»Me puse en pie y permanecimos en completo silencio unos momentos.
»—¿Lo ha oído? —preguntó.
»—¿Oír el qué, general? —respondí.
»—¡Alguien golpeando un tambor!
—¡Un momento! —espetó Smith—. ¿Ésas fueron sus palabras exactas?
—Sus palabras fueron… «¿Seguro que no puede oírlo? Es un tambor árabe… lo llaman darabukkeh. Vuelva a escuchar.»
»Volví a prestar atención, pero le doy mi palabra de que no oí absolutamente nada y así se lo aseguré al general. Se le encendió el semblante y su nerviosismo continuó. Se retiró al estudio y cerró la puerta de un portazo, pero apenas había vuelto a sentarme cuando salió de nuevo.
»—¡Señor Bascombe —exclamó a voz en grito (como usted probablemente ya sabe, hablaba un perfecto inglés)—, alguien está intentando asustarme! ¡Pero por lo más sagrado que no lo conseguirán! Venga al estudio. ¡Quizá lo oiga desde allí!
»Le acompañé al interior del estudio, esta vez seriamente preocupado. Me agarró con fuerza del brazo; su mano temblaba.
»—¡Escuche! —me dijo—. El ruido se aproxima… alguien golpea un tambor…
»Una vez más, agucé el oído unos instantes. Al final tuve que insistir:
»—Lo siento, general, pero no oigo ningún tipo de ruido aparte del habitual del tráfico.
»Aquel incidente me preocupó mucho. No me gustaba el aspecto que tenía el general y aquella charla sobre tambores era inquietante. Preguntó, una vez más, qué demonios le había ocurrido a usted, sir Denis, y rechazó mi propuesta de una partida de cartas, así que lo dejé y volví a la biblioteca. Le oí andar de un lado a otro durante un rato. Y luego, sus pasos cesaron. Una vez le oí gritar: “¡Hagan callar a esos tambores!” Después no oí nada más.
—¿Comentó algo sobre el extraño olor?
—Dijo: «Alguien con un perfume infecto ha estado en esta habitación.» Hacia las once menos veinte, como no se oía ningún ruido, di unos golpes en la puerta, y entré en la sala. —Se volvió, con un estremecimiento, en dirección al sofá—. Lo encontré tal como está ahora.
—¿Estaba muerto?
—Por lo que pude deducir, sí, lo estaba.