2. EL HUÉSPED DE SIR MALCOLM

Fey, el chófer y asistente de Nayland Smith, de ademanes fríos y cara de pocos amigos, estaba de pie junto al Rolls, con una manta de viaje colgándole del brazo, como si nada extraño hubiera sucedido. Durante el trayecto hasta la casa de sir Malcolm, Smith, que fumaba con ansiedad, cayó en un silencio que no me atreví a romper.

Como parte de mi ascendencia celta, considero que tengo un sexto sentido. Aun así, en aquel corto viaje nada me indicó (aunque como corresponsal del Orbit mi vida no había carecido de incidentes) que iba a verme envuelto en un suceso cuyo resultado podía significar nada más y nada menos que la destrucción de lo que con orgullo denominamos «Civilización». Y que, a fin de evitar un Armagedón, iba a tener que enfrentarme por una extraña paradoja, al único hombre que podía salvar a Europa de la catástrofe.

Conforme nos acercábamos, vimos que la casa de sir Malcolm Locke ofrecía un inesperado aspecto festivo. Casi todas las ventanas del enorme edificio estaban iluminadas; había una hilera de coches aparcados en el exterior y un considerable grupo de personas se congregaba frente a la puerta de entrada.

—¡Vaya! —murmuró Nayland Smith. Vació su pipa en el cenicero con unos golpecitos y la introdujo en un bolsillo de su gabardina—. Esto es muy extraño.

Antes de que Fey hubiera detenido por completo el vehículo, Smith ya había saltado y corría escaleras arriba. Le seguí y le alcancé justo en el momento en que un mayordomo abría la puerta. La expresión de su cara fue de alarma: un agente de policía subía a la carrera detrás de nosotros.

Sir Malcolm no se encuentra en casa en estos momentos, señor.

—No he venido a visitar a sir Malcolm, sino a su huésped. Mi nombre es Nayland Smith y estoy aquí por un asunto oficial.

—Discúlpeme, señor —contestó el mayordomo, cambiando rápidamente de actitud—. No le había reconocido.

La puerta comunicaba directamente con un vestíbulo de techo elevado, desde cuyo extremo más alejado arrancaba una escalera que conducía a los pisos superiores. Cuando el mayordomo cerró la puerta, percibí en el ambiente, una extraña vibración, que ya había experimentado con anterioridad en lugares que estaban siendo atacados o bombardeados. En mi opinión, se debe a las vibraciones de las mentes atemorizadas. Varios criados atisbaban desde un oscuro rellano superior, pero el vestíbulo estaba profusamente iluminado. En ese instante se abrió una puerta a nuestra derecha y salió un hombre de complexión robusta, de pelo muy corto y negro como el azabache y bien rasurado. Echó un vistazo en nuestra dirección.

—Buenas noches, inspector —saludó Nayland Smith—. ¿Qué ocurre? ¿Qué está usted haciendo aquí?

—¡Gracias a Dios que ya ha llegado! —El inspector se detuvo en seco—. Empezaba a temer que le hubiera ocurrido algo.

—Le presento al señor Bart Kerrigan. Kerrigan, el inspector jefe Leighton, de la brigada especial.

El tono de voz alto y algo brusco de Nayland Smith había llegado, sin lugar a dudas, a la otra habitación, porque la puerta se abrió de nuevo y, con sorpresa, vi salir a sir James Clare, el ministro del Interior.

—Por fin ha llegado, Smith —le saludó—. He oído su voz. —Sir James hablaba de un modo claro pero casi inexpresivo que revelaba su formación jurídica—. No tengo el gusto de conocer a su amigo —indicó observándome a través de los gruesos cristales de sus lentes—. Este desafortunado asunto, desde luego, es absolutamente confidencial.

Nayland Smith realizó una presentación rápida.

—El señor Kerrigan no actúa en representación de ningún periódico o agencia. Puede estar seguro de su discreción. ¿Ha dicho este desafortunado asunto, sir James? ¿Puedo preguntar…?

Sir James Clare levantó la mano para interrumpir a su interlocutor. Se volvió hacia el inspector Leighton.

—Compruebe si hay alguna novedad acerca de la llamada telefónica, inspector —ordenó, y mientras el inspector se alejaba presuroso nos indicó—: Caballeros, hagan el favor de acompañarme.

Le seguimos al interior de la habitación de la que había salido. Se trataba de una biblioteca enorme, de techo alto; todo el espacio disponible de las paredes estaba ocupado por estanterías. Se sentó en una butaca junto a una mesa de caoba sobre la que también había numerosos libros y varios documentos, y nos indicó que hiciéramos lo mismo. Smith estaba demasiado inquieto para permanecer inactivo, pero, a regañadientes, se dejó caer en una de las butacas acolchadas.

—El inspector jefe Leighton de la brigada especial —empezó sir James— conoce, desde luego, la identidad del huésped de sir Malcolm. Pero nadie más de la casa ha sido informado, exceptuando al señor Bascombe, el secretario personal de sir Malcolm. En tales circunstancias, creo que es más oportuno que hablemos en esta estancia. ¿Debo entender que desconocen lo que ha ocurrido aquí esta noche?

—Siguiendo sus instrucciones —contestó Smith con indignación contenida—, he volado desde Berlín esta tarde. Cuando me dirigía hacia aquí, y lo único que puedo deducir es que el propósito de mi vuelta era conocido, el conductor de un camión ha intentado, deliberadamente, colisionar con mi vehículo a nuestro paso por Bond Street. Sólo la habilidad de Fey y el hecho de que, por ser tan tarde, no había peatones en la calle han evitado una catástrofe: ha tenido que circular por la acera durante cierta distancia.

—¿Ha podido detener al camionero?

—No me he parado a intentarlo, pero saltaba a la vista que se trataba de un ataque premeditado. Después, cuando pasábamos por Marble Arch, me he percatado de que dos hombres nos seguían en un Daimler. Con la ayuda del señor Kerrigan he conseguido despistarlos, y aquí estoy. Pero ¿qué ha ocurrido?

—¡El general Quinto ha muerto!