1. EL MISTERIO LLEGA A BAYSWATER

—¡Maldita sea! ¡Alguien llama!

Me levanté de un salto, malhumorado; descorrí las cortinas de un tirón y miré hacia abajo, a Bayswater Road. El timbre de la calle tenía una placa con mi nombre, «Bart Kerrigan», y a veces los juerguistas trasnochadores lo hacían sonar por diversión. No funcionaba bien, y yo había intentado no hacer caso de su leve tintineo; sin embargo, al observar la calle, vi a alguien que me miraba mientras yo permanecía de pie en la habitación iluminada. Un hombre vestido con una gabardina y tocado con un sombrero, y me hacía señas apremiantes para que bajara.

De un golpe deslicé el pestillo para no quedarme fuera si la puerta se cerraba y bajé corriendo la escalera. La luz de la galería acristalada que conducía a la entrada no quiso encenderse. Recorrí el camino a tientas y abrí la puerta con brusquedad. El hombre de la gabardina casi me derribó al entrar precipitadamente.

—¿Quién demonios es usted?

La puerta se cerró con suavidad y el intruso habló, de espaldas a la entrada y vuelto hacia mí.

—Esto no es ningún atraco —soltó en tono frío y mordaz—. Tenía que entrar. Gracias, Kerrigan, aunque ha tardado mucho en bajar.

—¡Por todos los santos! —Avancé un paso en la oscuridad y extendí la mano—. ¡Nayland Smith! ¿Es usted?

—¡No lo dude! Estaba desesperado. ¿Acaso no funciona el timbre?

—No.

—Eso me ha parecido. No encienda la luz.

—No puedo encenderla: los plomos se han fundido.

—Perfecto. Supongo que le he interrumpido, pero tengo una excelente razón para hacerlo. ¡Vamos!

Mientras subíamos con rapidez la escalera en penumbra, me sentía desconcertado. Entramos en mi apartamento.

—No encienda las luces del salón —ordenó Nayland Smith—. Quiero observar desde la ventana.

Sin aliento, a causa tanto de la sorpresa como de la velocidad con que había subido las escaleras, permanecí tras él mientras inspeccionaba la calle desde la ventana del comedor. Dos hombres merodeaban cerca de la entrada y miraban de reojo hacia mi estudio iluminado.

—¡Justo a tiempo! —exclamó Nayland Smith—. Los había despistado, pero ya ve lo bien informados que están. Es evidente que conocen cualquier posible rincón en el que pudiera ocultarme. Inquietantemente cerca, Kerrigan.

A la luz del estudio, observé a mi visitante. Sin el sombrero, Nayland Smith mostraba cabello espeso y rizado, más canoso que negro. Se quitó la gabardina y se volvió hacia mí. Sus marcadas facciones, bronceadas por una reciente visita a los trópicos, le conferían un aspecto adusto, pero el fuego de sus ojos, la enérgica vitalidad de aquel hombre, despertarían sentimientos de camaradería o bien animosidad en cualquiera que tuviera sangre en las venas.

Me examinó de forma inquisitiva.

—Tiene buen aspecto, Kerrigan. Ya ha pasado de los veintisiete, pero tiene menos grasa que una liebre, una buena complexión y es evidente que está en forma. La última vez que nos vimos fue en Addis Abeba. Usted escribía artículos para el Orbit y yo enviaba informes al Foreign Office. Y bien, ¿en qué anda ahora?

Echó una ojeada al desordenado escritorio mientras yo me dirigía al comedor.

—¡Claro que quiero un trago! —soltó—. Pero tendrá que encontrar las botellas a oscuras.

Comprendo.

Al poco rato volví con una botella y un sifón.

—Realmente —dije—, nunca me había sentido tan feliz de ver a alguien, pero póngame al día: ¿qué significa todo esto?

Nayland Smith soltó una hoja que había estado leyendo y, pensativo, empezó a rellenar su pipa de brezo con picadura gruesa.

—Por lo que veo, está escribiendo un libro sobre Abisinia.

—En efecto.

—Pero ya no trabaja para el Orbit, ¿verdad?

—No, ahora tengo la fortuna de poder elegir mis trabajos. Escribí para ellos los reportajes sobre Abisinia porque conozco muy bien esa parte de África, y ahora estoy preparando un libro sobre la situación actual de ese país.

Empecé a servir las bebidas.

—Disculpe mi curiosidad —dijo Nayland Smith—, sólo quería comprobar ese hecho.

Entró en el oscuro comedor asegurándose de cerrar la puerta tras de sí. Cuando volvió, preguntó:

—¿Puedo utilizar su teléfono?

—Desde luego.

Le ofrecí una bebida de la que tomó un sorbo, y después descolgó el auricular y marcó un número con rapidez.

—¿Hola? —Hablaba de forma extrañamente entrecortada—. Póngame con la oficina del inspector jefe Wessex. Al habla sir Denis Nayland Smith. ¡Rápido!

Hubo una pausa. Observé fascinado a mi visitante. En mi considerable experiencia con el género humano, nunca había conocido a alguien que viviera bajo tanta presión.

—¿Inspector Wessex?… Hola. Tengo un trabajo para usted. Dé instrucciones a la comisaría de Paddington para que envíen una patrulla de inmediato. Encontrarán a dos hombres, extranjeros, de piel oscura, merodeando por los alrededores de Porchester Terrace. Dé órdenes para que los arresten (no importa de qué los acusen) y los encierren. Más tarde me ocuparé de ellos. ¿Puedo dejar este asunto en sus manos?

Presumiblemente, el invisible inspector jefe aceptó hacerse cargo del asunto, porque Nayland Smith colgó el auricular.

—Le traigo la que será su mejor historia, Kerrigan, y tengo la certeza de que sabrá esperar mi visto bueno para publicarla. También añadiría —tamborileó las hojas sueltas del manuscrito— que no ha captado la situación real de Abisinia, aunque eso se puede arreglar.

Empezó a pasear de un extremo a otro de la alfombra con su vehemencia habitual.

—No mencionaré nombres, pero un destacado ministro del Gabinete ha dimitido recientemente, ¿lo recuerda?

—Desde luego.

—Se trata de un hombre sensato. ¿Sabe por qué ha dimitido?

—Circulan varias versiones sobre el particular.

—El exministro es un hombre brillante, y ha renunciado al cargo porque ha descubierto que hay en el mundo una mente realmente privilegiada. Se ha retirado para revisar sus ideas sobre el destino más inmediato de la civilización.

—¿Qué quiere decir?

—Lo que más desean en este mundo todas las mujeres y los hombres de bien es la paz. Las guerras las declaran unos pocos, pero son muchos los que combaten. La mente más dotada del mundo en la actualidad ha decidido que debe reinar la paz. Mi misión es, precisamente, intentar salvar las vidas de ciertas personalidades que están tan ciegas que creen que pueden iniciar una guerra en contra de esa voluntad. Me dirigía a la casa de sir Malcolm Locke, a menos de cinco minutos de aquí, cuando me percaté de que un pequeño Daimler me seguía. Por suerte, recordé que usted vivía aquí y confié en que estaría en casa. Utilicé un viejo truco: Fey, mi asistente, redujo la marcha al doblar una esquina, justo antes de que el coche que nos seguía también lo hiciera. Me bajé del vehículo y atajé por una callejuela. Fey siguió conduciendo, pero es obvio que mis dos perseguidores detectaron la estratagema: ¡les vi dar la vuelta justo antes de que usted abriera la puerta! Saben que me encuentro en uno de los dos edificios, pero lo que no quiero que averigüen es adonde me dirijo. ¡Un momento…!

El ruido de un coche conducido a toda velocidad y que, de repente, frenaba, nos llegó desde Bayswater Road.

—¡Al comedor!

Entré con precipitación siguiendo a Nayland Smith y vimos un coche de la policía en la calle. Transitaban unos pocos peatones y el tráfico era relativamente escaso. Era la calma de antes de las once, la que precede a la tormenta de la salida de los teatros y los cines. Una curiosa escena se representaba en la acera, casi bajo las ventanas de mi apartamento.

Dos hombres (no pude distinguir nada más desde mi punto de observación, salvo que tenían la piel oscura) forcejeaban y protestaban enérgicamente entre un grupo de agentes uniformados. Más lejos, junto a la acera que daba al parque, vi un coche pequeño aparcado; parecía un Daimler. Un agente que patrullaba a pie se unió al grupo y el conductor del vehículo policial señaló en dirección al Daimler. Los disconformes detenidos fueron empujados dentro del coche de la policía, y éste se alejó. El guardia, con la determinación pero también con la calma que les es característica, cruzó, inalterable, la calle.

—¡Vía libre! —exclamó Nayland Smith—. ¡Vamos! ¡Acompáñeme!

—Pero ¿de qué modo puede estar sir Malcolm Locke…?

—Es el primo del ministro del Interior. En realidad, está en el extranjero, pero no es con Locke con quien quiero entrevistarme, sino con un huésped que tiene alojado en su casa. ¡Debo verle sin dilación, Kerrigan!

—¿Un huésped?

—Digamos, mejor, alguien que se esconde allí.

—¿Qué se esconde?

—No puedo mencionar su nombre… todavía. Pero ha regresado de África en secreto. Es el «cerebro gris» de uno de los dictadores europeos. Con el consentimiento del Foreign Office británico, ha viajado, siempre en secreto, a Londres. ¿Adivina usted con qué objeto?

—No.

—¡Con el de entrevistarse conmigo!