40. EL FRAGOR DE LAS AGUAS

—¡Están desembarcando! —gritó el hombre que estaba en la proa de la lancha de aduanas—. ¡En el viejo embarcadero indio!

—No sé por qué esos inútiles canadienses se han dejado ver —refunfuñó otra voz—. Si hubieran desembarcado donde tenían previsto, los habríamos atrapado.

Nayland Smith se puso de pie, miró a través de unos prismáticos de visión nocturna y vio a una figura alta y oscura en los peldaños excavados en la roca. Era inconfundible. ¡Se trataba de Fu-Manchú! Lo vio hacer señas al otro pasajero de la pequeña lancha y éste, cuyo pelo brillaba como la plata a la luz de la luna, se unió a él en los escalones. El tercer hombre permaneció en la barca junto al timón. El doctor Fu-Manchú se quedó unos instantes mirando a la otra orilla con los brazos cruzados. A Smith le pareció que no observaba la embarcación de aduanas que se le acercaba, sino la orilla norteamericana en sombras, la frontera de los Estados Unidos.

Mientras se acercaban, más y más, a la figura inmóvil, se le ocurrió que el doctor Fu-Manchú se despedía en silencio del imperio que estuvo tan cerca de dominar…

Justo cuando unas órdenes estaban a punto de salir de los labios de Smith, Fu-Manchú habló al ocupante de la barca, se volvió y empezó a subir los peldaños con su acompañante de pelo blanco. Los peldaños habían sido excavados por los pieles rojas antes de que ningún viajero blanco hubiera visto o escuchado el fragor de las aguas.

La barca se puso en marcha de repente y se dirigió río abajo.

—¡Detengan a ese hombre! —espetó Nayland Smith.

El doctor Fu-Manchú y su acompañante ya se habían perdido en las sombras.

—¡Deténgase por orden federal! —bramó una voz potente.

La lancha del granjero Clutterbuck continuó su camino.

—¿Lo dejamos ir?

—Sí, vamos a los escalones.

Se oyeron tres disparos efectuados casi al mismo tiempo. Nayland Smith volvió a mirar por los prismáticos y vislumbró una figura encogida sobre el timón. Entonces, un saliente que protegía el desembarcadero indio ocultó la barca a su vista. Se lanzaron a los escalones.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó alguien—. En cualquier caso, creo que se nos ha escapado.

Pero Nayland Smith corrió escaleras arriba hasta una estrecha garganta parcialmente cubierta de ramas entrelazadas. Dirigió la luz de su linterna hacia delante. Tres agentes federales subieron ruidosamente tras él.

—Me pregunto dónde está el capitán Hepburn —dijo uno de ellos.

Nayland Smith también se lo preguntaba. Hepburn, que iba en otra lancha, había desembarcado río arriba en la orilla canadiense con una tarjeta personal de Smith en la que éste había garabateado unas líneas…

El doctor Fu-Manchú y su compañero parecían haber desaparecido.

¡Entonces, precedido por el rugido de las hélices, el capitán Kingswell surgió de la noche con un descenso en picado y la primera bengala estalló justo sobre sus cabezas! Nayland Smith se detuvo, levantó los prismáticos y miró hacia arriba. Kingswell volaba muy bajo; efectuó unas pasadas en círculo, descendió todavía más y se dirigió río abajo.

—¡Los ha visto! —soltó Smith.

Se oyeron unos gritos lejanos… Hepburn avanzaba en dirección a ellos. Una segunda bengala estalló.

—¡Por todos los santos! —exclamó Nayland Smith con furia—. ¿Estamos todos ciegos? ¡Miren las señales de Kingswell! ¡Han vuelto a la barca en algún lugar río abajo!

Otros dos aviones del ejército aparecieron…

—¡Volvamos a la lancha! —vociferó Smith.

Pero cuando por fin la lancha arrancó de nuevo, las maniobras que, como murciélagos, realizaban los aviadores y los lugares en los que lanzaban las bengalas les indicaron que la astuta presa ya había desatracado hacía rato. A Nayland Smith, que iba acuclillado en proa y mirando al frente, le pareció que el tiempo, elástico, se estiraba hasta el infinito. Entonces divisó la barca motora. Kingswell volaba justo delante de ellos. Lanzó una bengala.

Mientras duró el resplandor, entrevieron una extraña escena. El hombre que gobernaba el timón y que probablemente era el mismo que había pilotado el avión, yacía sobre aquél, si no muerto, sí inconsciente. ¡Y el pasajero de pelo plateado estaba enzarzado en un salvaje forcejeo con el doctor Fu-Manchú!

¡Había llegado el momento del profesor Morgenstahl! Debido a la tensión de su última actuación en aras de la libertad, el doctor, sólo durante unos segundos, había relajado su vigilancia. Y, en esos segundos, Morgenstahl actuó…

—¡Aquí es donde nos apeamos! —alguien gritó— ¡Dale fuerte, Jim!

Absorto en el drama que se representaba delante de él, cuyo verdadero significado sólo podía suponer, Nayland Smith no había oído el fragor, cada vez más intenso, del río. De repente, la lancha se balanceó y viró.

—¿Qué sucede? —gritó mientras se volvía hacia popa.

—¡Cien metros más y llegaríamos a los rápidos!

¡Los rápidos!

Smith estiró el cuello en dirección a popa. En algún lugar a lo lejos, estalló una bengala. Tres aviones volaban bajo a lo largo del río… y entonces llegó a sus oídos el impresionante canto del Niágara: «El fragor de las aguas.»

Una mano helada pareció tocar el corazón de Nayland Smith…

Al doctor Fu-Manchú lo habían atrapado los rápidos. ¡Ningún poder humano ni su genio superior podían evitar que cayera por las enormes cataratas! El hombre que había osado remodelar las fuerzas de la naturaleza, había sido reclamado al fin por los dioses a los que había ultrajado.