—Fue un buen lanzamiento —dijo el capitán Kingswell—, aunque, desde una distancia tan corta, la hilera de ventanas iluminadas constituía un objetivo fácil. Pero no es al artillero sino al piloto a quien me gustaría conocer. Su descenso en picado hasta la torre constituyó una maniobra impecable.
—Efectivamente —dijo Nayland Smith—. Como estaba en el interior de la torre, pude apreciar su perfección con todo detalle. Supongo que usted estaba persiguiéndolo.
El capitán Kingswell, uno de los múltiples aviadores de servicio aquella noche, asintió con la cabeza.
—¡Tendría que haberlo atrapado! Lo que me despistó fue la maniobra junto a la torre. La verdad es que no la esperaba.
El enorme coche blindado cruzaba la noche a toda velocidad y sus faros delanteros alumbraban con luz blanca las carreteras y los setos.
—¿Es cierto que los obligaron a descender?
—El teniente Olson, que cubría mi flanco izquierdo, me ha informado de que los hicieron tomar tierra cerca del río, en algún lugar más allá de Tonawanda.
—¿Hay alguna zona por allí donde puedan haber aterrizado? —preguntó Mark Hepburn despacio.
—Debo reconocer —declaró el piloto con una sonrisa— que no es un sector con el que esté familiarizado. Pero los aterrizajes nocturnos siempre son arriesgados, aunque se conozca el terreno. Y hacerlo en una pista adecuada sólo es medianamente seguro. ¡Vaya! ¡Allí está Gillingham!
Los faros iluminaron una figura distante que vestía el uniforme del Ejército del Aire y tenía los brazos extendidos. Aquel distrito era agrícola y sus habitantes se retiraban pronto a dormir; las carreteras comarcales estaban desiertas. Cuando el coche se detuvo, el aviador corrió hacia la puerta.
—¿Qué novedades hay, Gillingham? —gritó el capitán Kingswell.
—Somos pocos para rodear la zona en la que se han estrellado —repuso Gillingham, un joven de buen color y muy agitado—. Al menos es casi seguro que se han estrellado. De todas formas, estoy haciendo todo lo posible y los grupos de búsqueda están trabajando ahora mismo en la orilla del río.
—¿Qué distancia hay hasta el río? —soltó Nayland Smith.
—A vuelo de pájaro desde aquí, unos ochocientos metros.
Smith saltó del vehículo y Hepburn lo siguió. Una luna en cuarto creciente iluminaba el cielo estrellado. Justo sobre sus cabezas, junto al vehículo, las ramas de dos olmos que crecían a los lados del camino estrecho y recto, se entrelazaban y formaban una zona de sombra intensa.
—¿Ésta es la frontera?
—Sí: la otra orilla es Canadá.
Desde algún lugar lejano les llegó, a través del silencio, un sonido que parecía un gemido interminable; a veces, flotando en una brisa ligera, su tono aumentaba de un modo sobrenatural en la noche, como si los dioses de los pieles rojas fallecidos hacía largo tiempo hubieran regresado y se lamentaran de la conquista de los blancos.
Nayland Smith, cuyos ojos brillaban a la luz de los faros, se volvió a Hepburn con expresión inquisitiva.
—Son los rápidos —dijo Mark—. El viento viene de allí.
Cuando la brisa se apaciguó, el lamento se apagó de modo progresivo hasta convertirse en un susurro…
—¡Caramba! —murmuró Smith— ¿Qué son esas luces que se mueven por allí?
—Uno de nuestros grupos de búsqueda —repuso Gillingham—. Esperamos encontrar los restos muy pronto…
Sin embargo, transcurrió media hora antes de que localizaran el misterioso aeroplano. Estaba en un extremo de un largo campo arado. El tren de aterrizaje estaba roto, pero la hélice, las alas y el fuselaje seguían intactos. Una vez más quedó demostrada la pericia del piloto. No había ni rastro de los ocupantes.
—Es un avión japonés —dijo el capitán Kingswell con una nota de asombro en la voz—. No puede haber llegado hasta aquí por aire. Lo deben de haber montado en algún lugar. Por lo visto, viajaban cuatro personas a bordo, el piloto, el copiloto que debía hacer las veces de artillero, y otros dos.
Había subido al avión y estaba en su interior.
—Aquí está el equipo para el lanzamiento de los misiles —gritó—, con tres tubos de reserva. Es un avión de combate. —Inspeccionaba el interior con entusiasmo con una linterna en la mano—. Lo examinaremos palmo a palmo. Es posible que encontremos pruebas muy interesantes.
—Las pruebas que busco —soltó Nayland Smith con irritación— son las que nos indiquen en qué dirección han ido los ocupantes. Pero todas estas huellas —exclamó mientras iluminaba el suelo a su alrededor con la linterna— hacen imposible seguir el rastro.
Se volvió y miró hacia un resplandor rojo en el cielo que indicaba una ciudad lejana. Hacia el este, medio ocultas tras los árboles, se veían las construcciones de lo que debía de ser una granja.
—¡Aquí hay unas huellas, señor! —se oyó un grito que procedía del extremo norte del campo—. ¡Y no son de los grupos de búsqueda!
Nayland Smith, cuya reprimida excitación no escapaba a la percepción de Hepburn, salió corriendo.
El hombre que había hecho el descubrimiento dirigía una luz hacia el suelo. Era un hombre bajo pero corpulento y de rostro rojizo; llevaba un sombrero de ala estrecha y copa alta.
—Parecen las huellas de tres hombres —dijo—. Dos caminan delante y el otro los sigue.
—Tres hombres —musitó Nayland Smith—, déjeme ver…
Examinó las huellas.
—Debo felicitarlo —dijo dirigiéndose al descubridor—. Sus poderes de observación son excelentes.
—Gracias, señor. En estos tiempos de peligro, hay que tener los ojos bien abiertos. Sobre todo yo; soy el sheriff de esta zona. Jabez Siskin, pero me llaman sheriff Siskin.
—Me alegro de tenerlo con nosotros, sheriff. Mi nombre es Smith. Soy agente federal.
Había dos grupos de huellas que, ciertamente, transcurrían en paralelo. La distancia entre los pasos indicaba grandes zancadas, y la profundidad de las huellas, un peso considerable. El tercer rastro, aunque correspondía a un pie de gran tamaño, era más ligero. Nada demostraba que quien lo había dejado había cruzado el campo al mismo tiempo que los otros dos individuos.
—¡Andando! —espetó Nayland Smith—. Sigamos el rastro pero sin borrarlo.
Durante todo el trayecto se reprodujeron las condiciones que les permitieron deducir, como lo había hecho el oficial local, que el tercer viajero seguía a los otros dos; sus huellas, que eran más ligeras, estaban impresas encima de las otras; sin embargo, las huellas más pesadas nunca se superponían. Dos hombres caminaban uno al lado del otro y un tercero los seguía, aunque era imposible determinar a qué distancia.
Las huellas conducían a una cancela de cinco barrotes. Una vez allí, el sheriff Siskin se detuvo y les indicó con aire de triunfo que la puerta estaba abierta.
Nayland Smith la cruzó y se encontró en un camino estrecho con rodadas.
—¿Adónde conduce este camino? —preguntó.
—A la granja de Clutterbuck —respondió el sheriff Siskin—. Todo esto forma parte de su finca. La Liga consiguió que se la devolvieran. La granja está a la derecha, y el río al frente.
—¡Vamos!
El camino era largo, pesado y sinuoso, pero al final llegaron a la granja. Ésta era un ejemplo de las edificaciones de antaño, cuando los hombres podían construir sus propias granjas sin verse limitados por las normas arquitectónicas y lo hacían bien y a conciencia. Se trataba de una construcción de distribución irregular en la que una enredadera, a punto de florecer en cualquier momento, trepaba grácilmente por un porche que sobresalía de la fachada occidental.
Su llegada no había pasado desapercibida. Por una ventana situada a la derecha del porche, asomaba un rostro feroz de pelo rojizo precedida por el cañón de una escopeta.
—¿Qué demonios ocurre ahora? —preguntó una voz con brusquedad.
—Soy yo, Clutterbuck —respondió el sheriff Siskin—. ¡He venido con los federales y el ejército y todo!
Cuando el granjero Clutterbuck abrió la puerta principal, vieron que llevaba puestas unas botas de goma. Vestía un abrigo que parecía hecho de piel de conejo y, debajo, una camisa de dormir de lana. Su temperamento coincidía con su pelo encendido. Era de gran tamaño, llevaba barba y tenía un carácter colérico.
—¡Escuche! —gritó— ¡Me dirijo a usted, sheriff! Ya he tenido bastante de este asunto por una noche. El dinero no lo es todo cuando hay que comprar una barca nueva.
—Pero, escuche, Clutterbuck…
Nayland Smith avanzó unos pasos.
—Señor Clutterbuck —dijo—, supongo que éste es su nombre, somos agentes del gobierno. Siento molestarlo, pero tenemos un deber que cumplir.
—Una barca es una barca, y el dinero no lo es todo.
—Eso ya lo ha dicho antes. Explíquenos qué quiere decir.
El granjero Clutterbuck se sintió dominado de una forma extraña por la voz fría y autoritaria de quien le había hablado.
—Bien, la cuestión es ésta —empezó. En el piso de arriba dos ventanas se abrieron y aparecieron dos cabezas—. Yo soy un hombre de la Liga, ¿entiende? Esta granja es de la Liga, y eso no lo puedo cambiar, ¿no es cierto? Y esta noche, cuando estaba profundamente dormido, me han despertado. Sólo esto ya es suficiente para irritar a cualquiera, ¿está de acuerdo? Según creo, la guerra ha empezado. En esta zona todos lo consideramos así. De modo que tomé la escopeta y miré por la ventana. Y, ¿qué vi? Escúcheme, sheriff, ¿qué vi?
—Olvídese del sheriff —dijo Nayland Smith con impaciencia—. Diríjame a mí sus comentarios. ¿Qué vio?
—¡Ah, bueno! De acuerdo. Vi a tres hombres de pie aquí fuera, exactamente donde estamos ahora. Uno era viejo, con barba blanca y pelo blanco; el otro, era como de color y no pude verlo con claridad; pero el tercero, que era el que miraba hacia mi ventana —se interrumpió—, bueno…
—¿Bueno? —soltó Nayland Smith.
—Era muy alto, ¿sabe? Diría que tan alto como yo y llevaba un abrigo con el cuello de piel. Y sus ojos, escuche esto, sheriff, sus ojos no eran marrones ni azules, ni tampoco grises, ¡eran verdes!
—¡Deprisa, hombre! —exclamó Nayland Smith—. ¿Qué ocurrió? ¿Qué querían?
—Querían mi lancha.
—¿Se la entregó?
—¡Escuche! Ya le he dicho que soy un hombre de la Liga, ¿no es así? Pues bien, era un oficial de la Liga, ¿comprende? Me mostró la insignia y me compró la lancha. En cualquier caso, no tuve elección, pero no me negué a aceptar el precio por los pelos. ¡La cuestión es que ahora no tengo barca y el dinero no lo es todo cuando un hombre pierde su embarcación!
—Fu-Manchú sabe que el juego ha terminado. ¡Había una radio en el avión! —dijo Smith a Hepburn en un tono bajo que vibraba de excitación.
—¡Entonces, Dios ayude a Salvaletti!
—Así sea. Sabemos que Fu-Manchú tiene agentes en Chicago. ¡Pero por todos los santos, Hepburn, tenemos que movernos! ¡El doctor huye a Canadá!
Más o menos a aquella hora, los que habían escuchado a Patrick Donegal y que ahora escuchaban las emisiones habituales, recibieron otra impresión…
«Nos acaban de llegar trágicas noticias desde Chicago —oyeron—. Una mujer que responde al nombre de señora Valetti ocupaba la habitación 36 del edificio Doric, en Lakeside. Era una mujer morena y muy hermosa y, prácticamente, sólo recibía las visitas de un hombre que lo hacía con frecuencia y que, según se cree, era su esposo. Esta noche, sobre las ocho treinta, la señorita Lola Dumas, que iba a contraer matrimonio con Paul Salvaletti el mes próximo, se presentó en aquella habitación. Nunca había estado allí antes. No obtuvo ninguna respuesta a sus llamadas, pero la aterrorizó el grito de una mujer. En vista de su urgente petición, el gerente abrió la puerta y lo que descubrieron fue horrible.
»La señora Valetti y el hombre yacían, uno junto al otro, sobre un diván de la salita. En los brazos de la mujer y en el cuello del hombre había una serie de manchas de color escarlata. Ambos estaban muertos. Una de las ventanas estaba abierta de par en par. La señorita Dumas se desmayó cuando vio que el hombre era su prometido, Paul Salvaletti. Según hemos sabido, musitó las palabras “La novia escarlata”. La policía encargada del caso cree que se refería a la difunta. No obstante, la señorita Dumas, quien cuenta con la solidaridad de todo el país en esta hora de dolor inimaginable, está muy enferma y no hemos podido entrevistarla.
»Sería imposible exagerar la crisis que esta tragedia provocará en los círculos políticos…»