Lola Dumas estaba acurrucada en un diván cubierto de cojines. Vestía bata y zapatillas y no llevaba medias. En la habitación en penumbra, las curvas de sus piernas, esbeltas y de un color cremoso, resaltaban con demasiada intensidad sobre el terciopelo azul del diván para haber satisfecho a un pintor de retratos. Montones de periódicos desordenados yacían sobre la alfombra, a su lado. Tenía los codos hundidos en los cojines y descansaba la mandíbula en las palmas de las manos. La mirada de sus ojos era sombría y preocupada, casi amenazadora.
Una fotografía de Lola de gran tamaño figuraba en la portada del periódico que coronaba el montón del suelo.
Y también aparecía en casi todos los demás. Era la mujer de quien más se hablaba en los Estados Unidos. En las revistas de moda se publicaban bocetos de los vestidos que llevarían sus damas de honor. Sería una boda al estilo de Luis XIII; veinte pajes de corta edad irían vestidos de mosqueteros, y Lola llevaría el famoso broche de diamantes en cuya recuperación se basaba la famosa novela de aventuras de Dumas. Un arzobispo celebraría la ceremonia y no menos de dos obispos le asistirían. Un cardenal habría resultado más decorativo, pero como la Iglesia de Roma había negado esos ritos a Lola después de su primer divorcio, tuvo que abjurar necesariamente de esa fe.
En la casa de Park Avenue, Moya Adair, con la ayuda de mecanógrafos extra contratados para la ocasión, había remitido miles de amables negativas a personas más o menos importantes que pedían una reserva para los asientos de la iglesia. No quedaba ninguno libre.
Lola saldría para la ceremonia desde la casa de su padre en Park Avenue. Se habían enviado quinientas invitaciones a la recepción. Habían alquilado el salón Moonray del Regal-Athenian y los servicios de la orquesta más de moda de Nueva York.
El interés que el ascenso magnético de Paul Salvaletti había despertado en todo el mundo era tan vivo que, a pesar del estado lamentable en que se encontraba Europa, a pesar de la guerra y de los rumores de guerra, muchos periódicos europeos importantes enviaban corresponsales especiales a Nueva York para informar sobre la boda Salvaletti-Dumas. De hecho, la boda sería el golpe maestro del maestro de la conspiración, que supondría la bendición internacional al futuro presidente. El amor siempre es portada.
Pero en los melancólicos ojos de Lola Dumas no había felicidad. Vivía por lo que llamaba «amor» y moriría sin ser amada. De hecho, tras su segundo divorcio, cuyas circunstancias no le habían aportado honorabilidad, había manifestado su intención de renunciar a las vanidades mundanas y tomar los hábitos. Quizá por fortuna para ella, no encontró ningún convento adecuado que la aceptara como novicia.
Se oyó un leve golpeteo en la puerta.
—Adelante —dijo Lola con una voz que no resultaba dulce ni acariciadora.
Se incorporó en el asiento y sus dedos delgados y enjoyados apretaron los cojines mientras Marie, su asistenta, entraba.
—¿Y bien?
Marie apretó los labios, se encogió de hombros y sacudió la cabeza con energía.
—¿Estás segura?
—Sí, madame. ¡Está allí otra vez! Y esta noche he descubierto el número de la habitación. Es la 36.
Lola puso los pies, calzados con zapatillas, en el suelo, y mientras abría y cerraba las manos, empezó a caminar de un lado a otro de la habitación. En la semioscuridad, casi volcó una mesita sobre la que había una radio. Marie, que temía uno de los ataques de furia por los que Lola era conocida, se quedó mirando con temor desde el otro lado del vano de la puerta. Lola razonó que, desde luego, las misteriosas ausencias de Paul, que desde su llegada a Chicago eran más frecuentes, podían deberse a órdenes del presidente. Pero si era así, ¿por qué no se lo confiaba? De todos modos, era poco probable porque, en muchas ocasiones anteriores y también esa noche, se había desembarazado de sus guardaespaldas y había ido solo a aquel lugar. El hecho resultaba además mucho más extraño aquella noche, porque el abad Donegal iba a efectuar una transmisión y, casi con certeza, su discurso constituiría un ataque.
Todos los hombres que la admiraban despertaban en ella un sentimiento de amistad, pero Paul Salvaletti había sido la única pasión verdadera en su vida. Muchos creían que había sido la amante de Harvey Bragg, pero no era cierto; aunque no había que culpar a Harvey Bragg por ello. Conociendo todos los hechos, su crítico más mordaz tendría que admitir que Harvey había hecho todo lo posible. Pero ella siempre quiso a Paul, desde el primer momento de conocerlo. Al verlo, percibió la verdad, supo el fin para el que estaba destinado. Todos los demás trabajos, muchos de ellos duros y tediosos, que el presidente le había asignado, los llevó a cabo con alegría porque tenía presente aquel objetivo.
La intrusión de la señora Adair, seguida de su traslado como enfermera —cosa para lo cual estaba preparada— a Chinatown, la había aterrorizado. Odiaba pensar que aquella belleza tenía alguna relación con Paul. Además, la señora Adair era culta, era la viuda de un oficial de la Marina, procedía de buena familia… y los planes del presidente siempre eran insondables.
De repente, se clavó las uñas largas y esmaltadas en las palmas de las manos y detuvo su caminar de gata salvaje justo enfrente de la radio.
—¿Qué hora es, Marie? —preguntó con aspereza.
—Las ocho pasadas, madame.
—¡Estúpida! ¿Por qué no me lo habías dicho?
Lola hincó una rodilla en el suelo y sintonizó el aparato. No se oyó nada salvo un zumbido lejano. Continuó en aquella posición manipulando el mando, pero no obtuvo ningún resultado. Levantó la vista.
—Si el aparato se ha estropeado —dijo con rabia—, asesinaré a alguien en este hotel.
De repente, se oyó una voz.
«Les habla la Emisora Nacional…—Siguieron las habituales formalidades—. Quisiera disculparme por el retraso, debido a un accidente sufrido por el equipo especial de emisión y que ya se ha solucionado. Están a punto de escuchar a Dom Patrick Donegal desde la torre de Holy Thorn.»
Lola Dumas volvió a tumbarse en el diván y reclinó su cuerpo esbelto y sinuoso sobre los cojines. Intentaba con todas sus fuerzas recobrar la serenidad. La armoniosa voz del sacerdote la ayudó a tranquilizarse. Lo odiaba profundamente porque en el fondo sabía que el abad de Holy Thorn era mejor orador que Paul Salvaletti. Entonces, el discurso atrajo su atención.
«Un proyectil de diseño poco habitual —decía el abad con frialdad— ha sido lanzado desde un aeroplano y ha destrozado mi estudio; ésta es la causa del retraso de esta retransmisión. Ahora voy a comunicarles, y les pido que escuchen con atención, quién ha lanzado ese proyectil sobre mi estudio.»
Con la sabiduría de un orador experto, después de aquella sensacional declaración, se interrumpió unos instantes. Lola había esperado un ataque para silenciar al abad en cualquier momento. ¡Se había producido, pero había fracasado! Escuchó con interés. ¡Aquel hombre, aquel condenado sacerdote arruinaría su buena suerte!
Cuando Patrick Donegal reemprendió el discurso con aquel arte infalible que había aprendido de Cicerón, causó otra sorpresa.
«Sé que muchos de vosotros, día tras cansado día, habéis regresado a vuestro hogar después de una búsqueda honrosa e infatigable de trabajo. Sé que allí os habéis encontrado con los ojos tristes de vuestras mujeres y que habríais deseado no oír el más espantoso de los gritos que puede salir de los labios de un niño: “Tengo hambre.” La Liga de los Buenos Norteamericanos, que antes se asociaba al nombre de Harvey Bragg, ha puesto remedio, no lo niego, a muchas de estas situaciones. Hay cientos de miles, quizá millones, de hombres, mujeres y niños en este país que hoy en día han conseguido esa felicidad que todo ser humano ansia gracias a las buenas acciones de la Liga. Pero voy a pediros que tengáis en cuenta unas cifras; las cifras son más elocuentes que las palabras.»
En menos de tres minutos, el abad demostró, con los datos que le había proporcionado Nayland Smith, que durante un período de tiempo determinado, la Liga había gastado en sus actividades en el país cerca de veinte millones de dólares, los cuales, incluso aceptando la posibilidad de donaciones anónimas de partidarios adinerados, no podían provenir de los fondos nacionales.
«Podéis decir, y con razón, que esto es bueno, porque significa que una riqueza regalada está entrando en los Estados Unidos. Pero os pido que os paréis a reflexionar… ¿Puede existe tal riqueza? Incluso las herencias conllevan responsabilidades. ¿En qué responsabilidades estáis incurriendo al aceptar esos misteriosos beneficios? Os lo diré: ¡Os están comprando con dinero extranjero! —gritó el abad—. ¡Os estáis convirtiendo en los esclavos de un amo cruel! ¡Os están callando con oro! La Liga y todas sus pretensiones son una quimera, una burla vacía, una parodia de administración. Estáis vendiendo vuestro país. Están explotando vuestro infortunio en interés de un genio financiero extranjero que planea dominar los Estados Unidos. ¿Y sabéis la nacionalidad de ese hombre? ¡Es un chino!»
Los dedos enjoyados de Lola retorcían los cojines y sus grandes ojos estaban muy abiertos. Marie, por iniciativa propia, se había sentado en una silla junto al vano de la puerta. Aquél era el ataque más demoledor que nadie les había lanzado nunca; sus horribles consecuencias superaban lo imaginable…
«¿Quién es ese hombre que ha intentado asesinarme en mi propio estudio? ¿Quién es ese asesino despiadado, ese violador de la libertad de una nación? Por la gracia de Dios, he sobrevivido para poder hablar y contároslo. Se trata de un criminal internacional buscado por toda la policía del mundo civilizado; un criminal cuyas malvadas acciones empequeñecen las de cualquier chantajista local. Su nombre resultará familiar para muchos de los que me están oyendo: es el doctor Fu-Manchú. ¡Amigos míos, el doctor Fu-Manchú está en Norteamérica, el doctor Fu-Manchú ha intentado asesinarme esta noche, el doctor Fu-Manchú es el genio que preside la Liga de los Buenos Norteamericanos!»
Se detuvo un momento.
«¡Éste es el presidente invisible que os está sobornando para llegar a la Casa Blanca! —dijo con voz tensa y baja—. ¡No en persona, sino a través de su sirviente, su creación, su esclavo: Paul Salvaletti! Paul Salvaletti, que está de pie sobre el cadáver ensangrentado de Harvey Bragg… porque voy a deciros otra cosa que no sabéis: ¡Harvey Bragg fue asesinado para abrir el camino a Paul Salvaletti!»
Incluso en el silencio de la habitación en la que Lola Dumas se acurrucaba entre los cojines, era posible imaginarse la sensación que aquellas palabras habrían causado en toda la nación.
«La boda de Salvaletti promete ser un evento internacional, un suceso que reunirá a personas distinguidas. ¡Pero os digo que permitir esta boda sacrílega constituiría una ofensa que nunca se perdonaría a este país! —exclamó con voz de trueno—. Y digo esto por tres razones: ¡la primera es que Paul Salvaletti no es más que la sombra de su amo chino, la segunda es que Paul Salvaletti es un sacerdote que fue obligado a colgar los hábitos, y la tercera es que ya está casado!»
Lola Dumas saltó al suelo y se quedó erguida y rígida.
«El 25 de marzo de 1929 se casó con Marianna Savini, una muchacha italiana que sólo tenía dieciséis años, en un registro civil de Londres. Ella lo acompañó en secreto cuando vino a los Estados Unidos y ha estado con él desde entonces. En estos mismos momentos están juntos…»