Todos los accesos a la torre de Holy Thorn habrían hecho pensar a un veterano de guerra en una ciudad sitiada. En cada uno de ellos había cuatro puestos de guardias armados…
Cuando, por fin, los faros del enorme vehículo que los había esperado en la bien iluminada pista de aterrizaje alumbraron la puerta de bronce y la figura de la cabeza con la corona de espinas pareció salir a recibirlos en la oscuridad, Nayland Smith se apeó de un salto del coche.
—¿Está Garstin aquí? —gritó Hepburn.
Un hombre se acercó.
—¿Capitán Hepburn?
—Así es. ¿Alguna novedad?
—Todo está despejado, capitán. ¡Se necesitaría un regimiento con ametralladoras para entrar!
Mark Hepburn miró hacia arriba. La torre estaba completamente a oscuras hasta cerca de la cima. Los empleados que se hacían cargo del copioso correo del abad ya se habían marchado. Pero en la parte más alta, como si de un faro se tratara brillaba una luz.
Mientras Mark Hepburn miraba hacia la torre, Nayland Smith entró en el estudio de Dom Patrick Donegal.
—¡Gracias a Dios que está a salvo! —dijo mientras le alargaba una mano nerviosa y bronceada.
Patrick Donegal la estrechó y durante unos instantes miró a los ojos del hombre que había entrado con precipitación en su estudio.
—Gracias a Dios, desde luego. Tiene delante a un hombre escarmentado, sir Denis. —Las facciones ascéticas del abad y su rico acento irlandés indicaban que hablaba de corazón—. En cierta ocasión me resistí a sus autoritarias órdenes, pero he cambiado de opinión. Ahora sé que sus objetivos eran protegerme y el bien de mi país. Como verá —dijo señalando con el dedo—, la sociedad radiofónica me ha proporcionado un equipo de emisión. Esta noche hablaré desde la seguridad de mi propio estudio.
—¿Y a seguido mis instrucciones al pie de la letra?
Nayland Smith observaba al sacerdote con una atención casi febril.
—Al pie de la letra. Puede estar seguro —dijo sonriendo— de que nadie me ha envenenado ni me han chantajeado de ningún modo. El discurso de esta noche lo he escrito de mi propia mano en este escritorio. Nadie más lo ha tocado.
—¿Ha incluido los hechos y las cifras que le facilité?
—¡Todo! Y me alegro de que esté aquí conmigo, sir Denis. Me proporciona una mayor sensación de seguridad. El locutor de la radio llegará en cualquier momento. Confío en que usted se quedará.
Nayland Smith no respondió. Estaba escuchando, escuchando con ansiedad un sonido distante. Sin ser apenas consciente de ello, su mirada descansaba sobre una reproducción del San Jerónimo de Carpaccio que colgaba de la pared enyesada encima de una abarrotada librería.
El abad también se puso a escuchar. Se oyeron unos gritos apagados que procedían de abajo y unas órdenes dictadas a gritos…
El zumbido de las hélices de un aeroplano se acercaba con rapidez. Smith se dirigió a la ventana. Un reflector barría el cielo. Observó el exterior durante un momento y, a continuación, se volvió y actuó, y su actuación fue extraordinaria.
¡Agarró al abad y lo empujó hacia la puerta! A continuación, de un salto, extendió un brazo musculoso, la abrió de golpe y lo arrastró afuera. En el rellano, Dom Patríele se tambaleó; Smith lo agarró del hombro.
—¡Vaya abajo! —gritó—. ¡Por la escalera!
En ese instante, el sacerdote ya se había dado cuenta de la emergencia del caso. El peligro repentino lo había aturdido por unos momentos, pero era un hombre de valor y se recuperó con rapidez. Bajaron al otro piso.
—¡Al suelo! —gritó Smith— ¡Debemos confiar en la suerte!
El ruido del motor del aeroplano aumentó de volumen con tanta intensidad que sólo se podía deducir que el piloto se dirigía a la torre deliberadamente. Se oyó una ráfaga de disparos…
Estaban echados boca abajo en el suelo de mármol cuando una explosión ensordecedora hizo que la torre de Holy Thorn se tambaleara como habría ocurrido durante un terremoto. A continuación se oyeron gritos y el estrépito de unos escombros al derrumbarse y percibieron un olor acre. El zumbido de los motores se apagó en la distancia.
El abad Donegal se puso de rodillas.
—¡Espere! —gritó Smith sin aliento—. ¡Todavía no!
El aire estaba impregnado de un olor que recordaba al yodo. Lo olió con desconfianza y miró hacia el rellano superior. La parte superior del hueco del ascensor que se hallaba frente a la puerta del estudio del abad estaba en ruinas. No había señales de fuego. El abad, con la cabeza inclinada, daba gracias en silencio.
—¡Smith! —se oyó una voz ronca—. ¡Smith!
Desde la escalera de abajo se oyó el estrépito de unos pasos y, al final, Mark Hepburn, pálido y sin aliento, apareció.
—¡Estamos bien, Hepburn! —dijo Nayland Smith—. ¡No hay víctimas!
Hepburn se apoyó pesadamente en la barandilla; los había adelantado a todos.
—¡Gracias a Dios! —dijo jadeando—. ¡Ha sido un proyectil aéreo; los vimos lanzarlo!
—¿Y el aeroplano?
—Es probable que lo hayan obligado a aterrizar.
—¿Qué opina de este extraño olor?
Mark Hepburn aspiró con recelo.
—Oxígeno —contestó—. Seguramente, ozono líquido sin carga eléctrica. Por alguna razón —seguía respirando con dificultad—, el doctor quería evitar un incendio…
Subieron con cuidado la escalera y observaron las oscuras ruinas de lo que había sido el estudio de Dom Patrick. En el techo había grandes agujeros por los que se veían las estrellas, y dos de las paredes de la habitación habían desaparecido. Las luces estaban apagadas. Nayland Smith se volvió cuando una mano lo tocó en el hombro.
El abad Donegal estaba a su lado y señalaba hacia el estudio.
—¡Mire! —exclamó.
Una esquina de la habitación permanecía inalterada por la explosión. Allí estaba el equipo de transmisión que habían instalado ese mismo día y, encima, desde la pared enyesada, san Jerónimo miraba hacia abajo impasible…
—¡Es una señal, sir Denis! ¡Dios en su sabiduría ha dispuesto que yo hable esta noche!