II

—Me estoy haciendo viejo, Hepburn —dijo Nayland Smith—. Hace tiempo que tendría que haberme retirado.

Mark Hepburn observó el cabello rizado y entrecano, los atezados rasgos y los ojos claros de Smith y rió brevemente.

—Estoy seguro de que el doctor Fu-Manchú así lo desea —dijo.

—¡Sin embargo, me engañó con un simple truco, una ilusión que ya era vieja cuando el difunto Harry Houdini nació! Definitivamente, Hepburn, mis ideas se han estancado. No me acostumbro a que Nueva York sea la antigua guarida del hampa mejor organizado y pagado que la civilización occidental haya producido nunca. Ahora sabemos que aquel ático lo había ocupado Barney Flynn, el último de los peces gordos de los días del contrabando de alcohol. Aquella puerta ingeniosa en el interior del armario ropero era su salida personal. Comunicaba con otro piso, en el edificio de al lado, que también tenía alquilado.

—Moya no lo sabía —dijo Hepburn.

—Se lo garantizo. Tampoco ella había elegido el ático donde vivía su hijo. ¡Pero ahora recuerda (aunque en el estado de desolación en el que se encontraba entonces no le pareció extraño) que Fu-Manchú apareció en el vestíbulo y nadie le había abierto la puerta! Si hubiera sabido que le había dado su palabra, habría previsto que intentaría escapar.

—¿Por qué?

Nayland Smith se volvió hacia Hepburn; una ligera sonrisa cruzó sus adustas facciones.

—Insistió en que usted me lo entregara de un modo formal. ¡Y en cuanto lo hizo, desapareció de repente! El doctor Fu-Manchú es un hombre de palabra, Hepburn… —Permaneció en silencio unos instantes—. Lo siento por la señora Adair —añadió— y, dadas las circunstancias, creo que ha actuado bien. Espero que el niño esté fuera de peligro.

Hepburn se sentó, pensativo, y miró a través de la ventanilla del avión el oscuro panorama del Medio Oeste agrario.

—Según mis conocimientos —dijo por fin—, ese niño debería de estar muerto. Incluso ahora creo que ningún poder humano habría podido salvarlo. ¡Pero vive! Y todas las probabilidades apuntan a que se va a recuperar y que no volverá a recaer. Sabe, Smith —dijo mientras se volvía y fijaba sus ojos hundidos e ingenuos en su compañero—, ha sido un milagro… Le prometo que en aquella habitación vi realizar una operación quirúrgica que ningún otro ser humano podría haber realizado. Aquel majadero incompetente de Burnett había perdido a su paciente y el doctor Fu-Manchú lo hizo regresar del más allá…

Se detuvo mientras observaba el severo perfil de Nayland Smith.

El doctor Fu-Manchú se había escabullido con éxito de Nueva York, pero las órdenes urgentes de Washington habían lanzado a la policía y a los agentes federales a una actividad frenética y habían descubierto que se dirigía al oeste.

Aparte de los altos mandos de la policía y del servicio secreto, todos los que estuvieron en contacto con el intenso escrutinio de los viajeros que, por carretera o tren, se dirigían hacia el oeste, hablaron durante años del misterio de aquella operación policial. Los aviones comerciales recibieron órdenes federales de aterrizar en lugares no programados, y los aviones privados fueron obligados a tomar tierra para realizar las oportunas identificaciones. Por medio país se extendió el rumor de que una invasión extranjera era inminente.

A pesar de los esfuerzos de Nayland Smith, una versión desvirtuada de los hechos se había impuesto en ciertos sectores. Las palabras del abad Donegal habían animado aquellos rumores. Se produjeron disturbios en algunos barrios asiáticos y, en una ocasión, se consiguió abortar un linchamiento sólo por muy poco. El fantasma del peligro amarillo asomó su fea cabeza, pero, día a día, y casi hora a hora, más y más partidarios seguían el estandarte de Paul Salvaletti quien, sin que ni siquiera lo sospecharan, representaba al único y real peligro amarillo al que los Estados Unidos habían estado expuestos en toda su historia.

—Todavía creo —dijo Mark Hepburn— que tengo razón respecto al objeto del viaje del doctor. Se dirige a Chicago. El sábado por la noche, Salvaletti hablará en una asamblea cuyo resultado inclinará la balanza de una forma definitiva.

Nayland Smith se pellizcó el lóbulo de la oreja izquierda.

—¡La torre de Holy Thorn no está lejos de esa ruta —dijo—, y Dom Patrick se dirigirá a todo el país esa misma noche! La situación es lo bastante seria para justificar que el doctor se haga cargo en persona de las operaciones para acallar la voz del abad…

Era un hecho admitido que la multitudinaria audiencia del abad podía dividir a los seguidores de Salvaletti incluso en aquellos últimos momentos. Algunos creían que el antiguo director ejecutivo de Bragg se vería obligado a volver a su anterior empleo, pero la Liga lo pondría difícil.

—El magnífico espectáculo desarrollado por Salvaletti y la atracción sentimental de su próximo matrimonio son obra de un director magistral —dijo Smith—. ¡El último acto muestra a un brillante aventurero que asume el control de los Estados Unidos! No es imposible y tampoco carece de precedentes. Napoleón Bonaparte, Mussolini y Kemal han representado ese papel con anterioridad. ¡No, Hepburn! Dudo que el doctor Fu-Manchú permita, sin hacer nada, que el abad Donegal le usurpe el protagonismo…