Una luz gris y sombría rozaba los edificios más altos de modo que parecían emerger de la dormida Nueva York como fantasmas de la perdida Nínive; después vendrían las lanzas blandidas en alto de los templos de Mamón. Como habría afirmado Blücher: «¡Vaya ciudad para saquear!»
Nayland Smith llamó al timbre de una puerta de cristal con estructura de hierro. Park Avenue nunca está desierta, ni de día ni de noche, pero a aquellas horas, su flamante vida social en su momento más bajo. De todos modos, se habían tomado todas las precauciones para evitar llamar la atención de los trasnochadores. Smith tuvo que llamar al timbre más de una vez antes de que la puerta se abriera.
Un portero de noche medio dormido y desgreñado apareció frente a ellos. Nayland Smith avanzó, pero el hombre le impidió el paso mientras un brillo de enojo asomaba a sus ojos. Era corpulento y de gran altura.
—¿Dónde cree que va? —preguntó.
—Al último piso —soltó Nayland Smith—. No discuta.
El hombre vislumbró una insignia de oro y vio, por encima del hombro de quien había hablado, el cañón de una automática que lo apuntaba y que sostenía el teniente Johnson.
—¿Qué es esta intromisión? —gruñó—. Y no estoy discutiendo…
Sin embargo, aunque sólo era una diminuta pieza del engranaje, sabía que los ocupantes del ático estaban bien protegidos. Había conseguido su puesto por medio de la Liga de los Buenos Norteamericanos y tenía órdenes de los dirigentes de la Liga, a los que identificaba por sus insignias, de anotar e informar con meticulosidad de todo el que visitara aquel piso.
Hizo funcionar el ascensor en silencio.
—Vuelva abajo —ordenó Nayland Smith cuando llegaron a la última planta— e informe al oficial de guardia que está en el vestíbulo.
Cuando el ascensor desapareció, Smith miró a su alrededor. Eran cuatro agentes. Su preocupación por la seguridad de Hepburn le había llevado a dar aquel paso. Aunque tarde, recordó la carta que Orwin Prescott remitió escrita de su puño y letra. También se acordó de que, no hacía mucho, Hepburn había sucumbido al misterioso control que el doctor Fu-Manchú sabía ejercer… ¡El mensaje que Hepburn había transmitido a Fey bien podía ser una emanación de aquella voluntad poderosa y maléfica!
—Estén preparados para cualquier cosa —advirtió con severidad—, pero no hagan nada sin mis órdenes.
Llamó al timbre.
A continuación siguieron unos instantes de completo silencio. Estaba preparado para esperar, e incluso para forzar la puerta. Iba a llamar por segunda vez, cuando la puerta se abrió.
¡Mark Hepburn estaba frente a él!
La sorpresa, el alivio y la duda dominaron de forma alternativa la mente de Nayland Smith. La situación estaba más allá de todo análisis. Clavó una mirada penetrante en el rostro ojeroso de Hepburn; tenía el pelo desgreñado y una expresión de furia. Habló en un tono extraño que casi reflejaba resentimiento.
—¡Smith! —exclamó.
Nayland Smith asintió y entró mientras indicaba al grupo que lo acompañaba que se quedara fuera.
Cruzó un vestíbulo pequeño y entró en una salita amueblada con encanto y con un estilo peculiar y esencialmente femenino. Estaba vacía.
—Lamento todo este halo de misterio —dijo Hepburn en voz baja— y comprendo su preocupación, pero, cuando conozca los hechos, creo que estará de acuerdo conmigo en que no tenía otro remedio.
—En el mensaje que ha transmitido a Fey —dijo Nayland Smith, inflexible—, asumía cierta responsabilidad…
—¡No hable tan alto, Smith! Y lo sostengo… Es difícil de explicar —dudó mientras miraba con sus ojos hundidos a Nayland Smith—, pero a pesar de todos sus crímenes, después de esta noche… lo siento. Moya, la señora Adair, se desmayó cuando supo la noticia…
—¿Cuál, que el niño ha fallecido?
—No, ¡qué sobrevivirá!
—Me alegra oírlo. Gracias, en gran medida, a su descubrimiento de la granja de Connecticut —dijo Nayland Smith mientras seguía mirando con fijeza a Hepburn—, hemos estrechado nuestra búsqueda a una zona alrededor de este edificio. Su larga e inexplicable ausencia después del mensaje que transmitió a Fey, nos ha contenido. Me alegraría que me comunicara dónde cree usted que está Fu-Manchú…
La puerta se abrió y el doctor Fu-Manchú entró en la sala.
La mano de Smith se aferró a su automática, pero Fu-Manchú frunció ligeramente el ceño y sacudió la cabeza. Sus ojos, que por lo común brillaban, estaban apagados. Llevaba puesto un traje negro y, debajo, un singular jersey negro de lana de cuello alto. De algún modo, parecía un sacerdote renegado que hubiera abandonado el cristianismo por la adoración satánica.
—No es necesario dramatizar, sir Denis —dijo sin que su voz gutural expresara emoción alguna—. No estamos en Hollywood. Estaré a su disposición en un segundo. —Se volvió hacia Hepburn—. Mis instrucciones escritas están sobre la mesita que hay junto a la cama. También encontrará allí el nombre del médico que he elegido para que se haga cargo del caso. Es un judío que tiene la consulta en el gueto; un hombre íntegro con un profundo conocimiento de su profesión. Con esto no quiero decir, sir Denis, que sea de la categoría de nuestro común amigo el doctor Petrie (a quien le agradeceré que transmita mis saludos), pero es el mejor médico de Nueva York. Es mi deseo, capitán Hepburn, que me arreste sir Denis Nayland Smith, quien tiene un derecho preferente. ¿Será tan amable de entregarme a él?
Hepburn habló con voz ronca.
—Sí… Smith, le entrego a su prisionero.
Fu-Manchú se inclinó ligeramente y tomó el maletín de piel que había dejado a sus pies, sobre la alfombra, cuando entró en la habitación.
—Quiero que usted, capitán Hepburn, llame al doctor Goldberg de inmediato —dijo— y que se quede con el paciente hasta que el doctor llegue…
Aunque había logrado llegar a ser casi imperturbable, Nayland Smith estuvo cerca de perder el contacto con la realidad en aquellos instantes. En el último momento y cuando la desesperación empezaba a hacer presa de él, el destino, más que su propio ingenio, había puesto en sus manos a aquel hombre. Lanzó una rápida mirada a Hepburn y leyó en su macilento rostro una mezcla de emociones que él mismo sentía. Nunca creyó que aquel triunfo, logrado después de años de lucha, fuera un fruto tan amargo.
Los apagados ojos verdes estaban fijos en él, pero no había nada hipnótico en la mirada; más bien parecían contener una pregunta irónica. Se hizo a un lado mientras señalaba con la mano el vestíbulo en el que esperaban los tres agentes.
—Después de usted, doctor Fu-Manchú.
Fu-Manchú entró en el vestíbulo con el maletín en la mano y con su andar felino. Tres miradas penetrantes se clavaron en él y tres pistolas cubrieron todos sus movimientos.
—Llamen al ascensor —soltó Nayland Smith.
Uno de los agentes salió por la puerta principal, que habían dejado abierta.
El doctor Fu-Manchú depositó el maletín en el suelo al lado de una silla.
—Supongo, sir Denis —dijo con un tono sibilante en la voz—, que permitirá que me ponga el abrigo y el gorro.
Abrió un armario con puertas de paneles y miró al interior. Durante unos segundos, mientras echaba el pesado abrigo negro con cuello de astracán en el respaldo de la silla, la puerta abierta lo ocultó a la vista. Después de un intervalo de no más de cinco segundos, Nayland Smith saltó hacia delante.
El maletín de piel estaba junto a la silla, el abrigo negro colgaba del respaldo, ¡pero el armario estaba vacío!
El doctor Fu-Manchú había desaparecido.