II

Nayland Smith estaba sentado en un coche blindado con un fajo de formularios y otros papeles sobre su regazo. Miró a Johnson, que estaba de pie junto a la puerta abierta del vehículo.

—¿Qué vamos a hacer con esto, Johnson? ¡Estamos en un callejón sin salida! Según el misterioso mensaje recibido por Fey media hora después de mi salida, Hepburn nos pide que en ningún caso debemos registrar el piso que ha visitado porque hay allí alguien enfermo y en estado crítico. No nos da ninguna pista sobre lo que está haciendo a excepción del enigmático mensaje de que nos mantengamos en contacto con Fey, que no temamos por su seguridad ¡y que se hace responsable del doctor Fu-Manchú!

—Fey está convencido de que era Hepburn quien llamó —dijo Johnson.

—¡Pero esto ha sido esta noche temprano —soltó Smith—, y ahora son las tres y cuarto de la madrugada! Y salvo por el hecho de que conforme a los últimos informes recibidos, hemos acordonado una zona de Manhattan, ¿dónde estamos? Casi con toda seguridad, el doctor Fu-Manchú está dentro de la zona acordonada, pero como no podemos acordonar el área más de moda de Nueva York, ¿cómo vamos a encontrarlo?

—Sin duda estamos en un punto muerto —confirmó Johnson—. Una cosa es cierta: desde que entró, Hepburn no ha vuelto a salir. Ni siquiera un ratón podría haber abandonado el edificio. Y hay luces en el piso superior…

Mientras estas palabras se pronunciaban, Mark Hepburn, en una habitación en penumbra, observaba a la mayor amenaza al orden social que el mundo ha conocido desde que Atila, rey de los hunos, invadió Europa, y se preguntaba si Nayland Smith respetaría su petición.

Había presenciado una proeza de la cirugía única en su vida. Los dedos largos y amarillos parecían tener magia en los extremos. La afirmación de Smith ahora le parecía limitada. El doctor Fu-Manchú, el médico supremo, también era un cirujano magistral. En su opinión —pues el cálculo de Nayland Smith le resultaba inaceptable— tenía cerca de setenta años de edad y aunque había realizado la operación sin que le fallara el pulso y con una destreza exquisita, la había llevado a cabo de un modo que, debido a su formación, Hepburn consideró erróneo. Pero había demostrado ser el acertado. ¡El doctor Fu-Manchú había realizado un milagro quirúrgico… utilizando la hipnosis!

De todos modos, el pequeño paciente había quedado en un estado de debilidad muy peligroso.

La noche siguió avanzando y, con cada hora de ansiedad, Moya se acercaba más y más a una crisis. Salvo por el rumor incesante de Nueva York, la estancia estaba en silencio.

Hepburn nunca olvidaría el gesto extraño y presuntuoso de Fu-Manchú antes de iniciar la operación; tenía una especie de grandeza irónica.

—Llame a su centro de operaciones en la Regal Tower —le indicó el doctor chino—. Asegúrese de que nadie nos moleste. Apacigüe cualquier preocupación respecto a su seguridad personal: lo necesito aquí. No informe de mi presencia pero asuma la responsabilidad de entregarme a la justicia. Le doy, personalmente, mi palabra. Informe a la central telefónica de que no nos pasen ninguna llamada esta noche…

La enfermera Goff estaba otra vez dispuesta para el trabajo, aunque resultaba sorprendente que, a pesar del cansancio, se mantuviera despierta. Estaba sentada cerca de la ventana abierta, con las manos juntas sobre el regazo y los ojos clavados, no en el rostro macilento de Robbie, sino en el sombrío perfil del hombre que se inclinaba sobre él. Moya había agotado sus lágrimas; estaba junto al vano de la puerta abierta sostenida por Hepburn.

Durante cinco horas, el doctor Fu-Manchú estuvo sentado junto a la cama. Algunas de las medidas que había adoptado para el restablecimiento del enfermo eran las que habría utilizado cualquier cirujano; otras eran desconocidas para Hepburn, que no podía adivinar el contenido de los frascos que le alargaba. Una vez, durante la primera crisis, le había ordenado con aspereza que cargara una jeringuilla hipodérmica. A continuación se había inclinado sobre el muchacho, y tras colocar las manos en su cabeza hizo una seña a Hepburn para que se alejara. Los conocimientos de este le indicaban que una segunda y grave crisis se aproximaba.

Moya no había pronunciado ni una palabra en más de una hora. Sus labios estaban agrietados y sus ojos ardían; podía sentirla temblar mientras la apretaba contra su pecho.

El nuevo día se acercaba, y Hepburn vio, como un presagio, unas gotas de sudor en la ancha y amarilla frente del doctor Fu-Manchú. A las cuatro de la madrugada, la hora fatídica en la que tantas almas asustadas han cruzado el umbral de la muerte para dar los primeros pasos vacilantes en el camino del otro lado, Robbie abrió los ojos e intentó sonreír al rostro atento que estaba tan cerca del suyo y los volvió a cerrar.

Mark Hepburn tuvo el convencimiento de que el pequeño y solitario espíritu había estado en el otro lado pese a los intentos del médico más formidable del mundo, que permanecía inmóvil junto a su cama…