—He llamado al doctor Detmold —dijo Mark Hepburn— y le he dicho que traiga… —dudó un segundo— los medicamentos necesarios.
Moya lo abrazó de forma instintiva. Por primera vez en su extraña amistad, la tenía entre los brazos.
—¿Quiere eso decir… —le habló con una expresión que él nunca olvidaría—, que…?
—No te preocupes, Moya, querida. Se pondrá bien. Pero me alegro de haber venido.
—Mark —susurró ella—. Hasta ahora no me había dado cuenta de cuánto necesitaba… a alguien con quien poder contar.
Mark Hepburn le acarició el cabello como había anhelado hacer tantas veces.
—Ya sabes que puedes contar conmigo.
—Sí, lo sé.
Hepburn intentó controlar la aceleración de su corazón. Cuando habló, su voz era más inexpresiva de lo normal.
—No soy ninguna joya, cariño, pero cuando todas estas dificultades hayan pasado y puesto que no es correcto preguntártelo ahora…
Moya levantó los ojos hacia él; le brillaban con lágrimas contenidas, pero lo que Hepburn leyó en ellos hizo innecesarias más palabras. Toda la poesía que escondía su complejo carácter se expresó en aquel beso embriagador. Fue una declaración apasionada. Cuando se separaron, supo, desde lo más profundo de su corazón, que había encontrado a su media naranja.
—Moya, cariño.
Su cabeza reposaba en el hombro de Hepburn…
—Mark, las llamadas desde este piso están interceptadas —dijo—. Es bastante probable que informen de tu conversación con el doctor Detmold.
—No importa. Si tus jefes me descubren aquí, me daré a conocer y os arrestaré a todos.
Moya se liberó con suavidad del abrazo de Hepburn y se separó de él cuando el doctor Burnett se reunió con ellos.
—En ciertos aspectos —dijo Burnett—, debo admitir que el estado del paciente no es favorable. Estimada señora Adair —prosiguió mientras le daba unas palmaditas en el hombro—, su hijo está en buenas manos. ¿El doctor Detmold va a venir?
—Sí —contestó Hepburn.
—Estoy seguro de que ratificará mi opinión: El tratamiento que le he aplicado concuerda con los síntomas.
Mark Hepburn estuvo de acuerdo. La supervivencia de Robbie se debía a su constitución fuerte.
—Si me disculpan un momento —murmuró—, me gustaría dar una ojeada al paciente.
En el silencio de la habitación enfermiza, se inclinó sobre Robbie. En los ojos de la enfermera Goff había angustia. El niño había sufrido un ataque de tos y había estado a punto de asfixiarse. Estaba exhausto y su pulso irregular era alarmante. Hepburn se dirigió de puntillas a la ventana abierta e hizo señas a la enfermera Goff para que lo siguiera.
Allí, habló con ella en susurros. Después, la puerta se abrió y entraron Moya y el doctor Burnett. El tono seguro de su voz se desvaneció cuando entró en la habitación. Miró con sobresalto a su paciente.
Había empeorado de un modo tan evidente que incluso un hombre de la calle se habría dado cuenta. El doctor Burnett se dirigió a la cama. Se oyeron tres golpes sordos en la puerta exterior como si alguien la hubiera golpeado con los nudillos…
—¡El doctor Detmold! —susurró Moya con la voz quebrada y corrió hacia la puerta.
Los dos hombres se inclinaban con preocupación sobre el pequeño paciente cuando un grito ahogado y el ruido de un movimiento hicieron que Hepburn se incorporara. Se volvió en el mismo instante en que una alta figura entraba en la habitación, la de un hombre que llevaba un largo abrigo negro con cuello de astracán y un gorro de astracán de estilo ruso. ¡El corazón de Mark Hepburn dejó de latir cuando los ojos verdes del doctor Fu-Manchú lo atravesaron!
Por un instante estuvo tentado de sostener aquella mirada. Se había quedado sin habla. El doctor Fu-Manchú se quitó el gorro, lo echó en una silla y se volvió al doctor Burnett.
—¿Usted atiende al paciente?
Habló con una voz baja y sibilante pero imperativa.
—Así es. ¿Puedo saber quién es usted?
El doctor Burnett lanzó una ojeada al maletín de piel que el recién llegado había dejado en el suelo. El doctor Fu-Manchú hizo caso omiso de la pregunta y se inclinó sobre Robbie un momento. A continuación, se irguió y se volvió cuando Moya entró.
—¿Por qué no me lo han comunicado antes? —preguntó con aspereza.
Moya se llevó las manos a la garganta; estaba luchando por controlar la histeria.
—¿Cómo podía saber, presidente —musitó—, que…?
—Es cierto —asintió el doctor Fu-Manchú—. He estado muy ocupado. Quizás he sido injusto. Tendría que haber prohibido la última visita del chico porque sabía que había difteria en el vecindario.
Alguna cosa en su mirada impasible pareció serenar a Moya.
—Su único delito es que es una mujer —dijo el doctor Fu-Manchú con suavidad—. Hasta el último momento ha cumplido con su deber hacia mí. Yo debo cumplir con el mío. Le garanticé la seguridad de su hijo y nunca falto a mi palabra. Los pequeños errores dan lugar a grandes catástrofes.
—Debo protestar —intervino el doctor Burnett en voz baja pero con indignación—. Esperamos al doctor Detmold en cualquier momento.
—Detmold es un aficionado —dijo el doctor Fu-Manchú con desdén. Se dirigió a la cama y se sentó en una silla mientras miraba con fijeza a Robbie—. Fíe cancelado esas instrucciones.
—Esto es ridículo —exclamó Burnett—. Le ordeno que deje a mi paciente.
El doctor Fu-Manchú realizó un movimiento de abanico con su mano amarilla y esquelética sobre la frente de Robbie. A continuación, se inclinó, le separó los labios con el dedo índice y el pulgar de la mano izquierda y se inclinó aún más.
—¿Cuándo le ha administrado la antitoxina? —preguntó.
El doctor Burnett apretó los dientes pero no respondió.
—Le he formulado una pregunta.
Los ojos verdes se clavaron de repente en el doctor Burnett y éste contestó:
—Ayer por la noche a las once.
—Con ocho horas de retraso. La membrana diftérica ha invadido la laringe.
—Lo estoy resolviendo.
Las manos de Moya se aferraron de modo convulsivo en el brazo de Mark Hepburn.
—¡Que Dios me ayude! —susurró—. ¿Qué puedo hacer?
El doctor Fu-Manchú oyó sus palabras.
—Tiene que ser valiente —replicó— y esperar en la salita con Mary Goff hasta que la llame. Por favor, vaya.
Durante un instante, Moya miró a Hepburn. A continuación, la enfermera Goff, pálida por la ansiedad, la rodeó con el brazo y ambas salieron. El doctor Fu-Manchú se puso de pie.
—Es inevitable realizar una intervención quirúrgica —dijo.
—¡No estoy de acuerdo! —Presa de la indignación, Burnett perdió el control y levantó la voz más de lo debido—. Hasta que haya consultado con el doctor Detmold le prohíbo que interfiera de ningún modo en el tratamiento del paciente. Aunque esté cualificado para ello, cosa que dudo, me niego a permitírselo.
Una mirada atravesó al doctor Burnett hasta el mismo subconsciente. Se dio cuenta de su abismal incompetencia, que había ocultado con éxito incluso a sí mismo durante su próspera carrera. No había experimentado una sensación como aquélla en toda su vida.
—Déjenos —dijo la voz gutural—. El capitán Hepburn me ayudará en la operación.
Mientras el doctor Burnett salía, como un autómata, de la habitación, Hepburn se dio cuenta de repente de que el doctor Fu-Manchú se había referido a él con su nombre y rango.
Fu-Manchú pareció leerle el pensamiento.
—Mi presencia aquí esta noche —dijo— se debe a su llamada telefónica a sir Denis Nayland Smith. La interceptaron y me la retransmitieron durante mi viaje. A ella debo también el haber evitado una serie de controles policiales cuya posición usted especificó. Sírvase abrir el maletín que hay en la alfombra, a sus pies. Desconecte la lámpara de la mesilla y enchufe el rollo de cable blanco.
Mark Hepburn obedeció la orden de un modo automático. El doctor Fu-Manchú tomó una mascarilla que tenía un foco incorporado.
—Operaremos a través del cartílago cricoides —dijo.
—Pero…
—Le pido que acepte mis decisiones. Podría obligarle, pero prefiero apelar a su inteligencia.
Volvió a pasar las manos por encima del rostro del niño y, con lentitud, los ojos brillantes y enfebrecidos se abrieron.
Una sonrisa parecida a una mueca de dolor asomó a los labios de Robbie.
—Hola… tío amarillo —dijo con un susurro tenue y entrecortado—. Contento… has venido…
Empezó a toser y se retorció, pero sus ojos continuaron abiertos y fijos en aquellos otros, extraños, que lo miraban. Poco a poco, la convulsión remitió.
—Tienes sueño. —La voz de Fu-Manchú sonó como un canturreo tenue y las largas pestañas del niño empezaron a bajar—. Tienes sueño… —Los párpados se le caían—. Tienes mucho sueño… —Los ojos de Robbie estaban casi cerrados—. Estás profundamente dormido.
—¿Anestesia general? —preguntó Hepburn con voz ronca.
—Nunca utilizo anestésicos en las operaciones —replicó la voz gutural—. Disminuyen la resistencia natural del paciente.