III

—¿Cómo está, doctor Burnett?

La voz entrecortada de Moya traslucía una gran ansiedad y sus ojos tenían una expresión trágica. El doctor Burnett, un joven de encantadores modales y clientela elegante sacudió la cabeza y frunció el ceño pensativamente.

—En realidad, no hay nada que temer, señora Adair —contestó—. Sin embargo, no estoy del todo satisfecho.

Cuando Mark Hepburn entró en la salita, Moya se volvió. Su pelo rebelde estaba más despeinado que de costumbre. Se daba perfecta cuenta del peligro de la situación porque ahora sabía que los misteriosos observadores a los que nada escapaba, informarían de su presencia. De todos modos, había elaborado un plan. Si Moya corría peligro, revelaría que era agente federal y diría que había entrado allí a la fuerza para interrogarla.

—Doctor Burnett —dijo Moya— éste es… —durante una fracción de segundo, titubeó—, el doctor Purcell, un viejo amigo. Espero que no le moleste que examine a Robbie.

El doctor Burnett se inclinó con cierta rigidez.

—En absoluto —repuso—. De hecho, iba a sugerirle que consultara otra opinión para su propia tranquilidad, señora Adair. Había pensado en el doctor Detmold.

El doctor Detmold tenía fama de ser el mejor médico de Nueva York, y Mark Hepburn, tan honesto consigo mismo como con los demás, sintió vergüenza durante unos momentos.

—El niño duerme —dijo el doctor Burnett— y no quiero despertarlo. Pero si pasa por aquí, doctor… Purcell, me encantará conocer su opinión.

En el dormitorio, alumbrado con una luz tenue, la enfermera Goff estaba sentada junto al dormido Robbie. Su aspecto indicaba que no había dormido en las últimas veinticuatro horas. Cuando Hepburn entró, levantó la vista con un brillo de bienvenida en sus ojos cansados.

Él le indicó con una seña que se acercara a la ventana abierta y allí le susurró:

—Está muy pálido, enfermera. ¿Cómo tiene el pulso?

—¡Muy débil, señor! El pobre niño se muere delante de mis ojos. ¡Se ahoga; no puede tragar nada! ¿Cómo podemos mantenerlo con vida?

Mark Hepburn se dirigió a la cama. Palpó, con suavidad, debajo de la mandíbula del chico. Las glándulas estaban muy inflamadas. Aunque lo palpó con mucho cuidado, Robbie se despertó. Sus grandes ojos estaban vidriosos. No lo reconoció.

—Agua —musitó—. ¡El cuello… duele!

—Pobre muchacho —murmuró Mary Goff—. Pide agua, y cuando intenta tragarla, parece que se va a ahogar. ¡Oh, qué vamos a hacer! ¡Se va a morir!

Hepburn, que había recogido apresuradamente del Regal los instrumentos indispensables de su profesión: un estetoscopio, un termómetro y un espejo para la laringe, empezó a examinar al pequeño paciente. Fue arduo, pero al final lo terminó…

Aunque era dolorosamente consciente del peligro que ella corría, no tuvo fuerzas para detener a Moya cuando, con un rostro que era todo tristeza, se dirigió a la cama del niño. Hizo señas al doctor Burnett y salió con él a la salita.

—Me temo que la laringe está afectada —dijo—. En vista de ello, no dispongo del equipo adecuado para realizar un examen correcto. ¿Cuál es su opinión?

—Mi opinión es, doctor Purcell, que la señora Goff, aunque es una enfermera competente, siente cariño hacia el paciente y alarma de forma indebida a la señora Adair. Reconozco que la acción de la antitoxina no ha surtido los efectos rápidos que esperaba, pero si se siguen las medidas habituales al pie de la letra, no veo razón para alarmarnos.

Mark Hepburn se pasó los dedos por su enmarañado cabello.

—Ojalá pudiera compartir su optimismo —dijo—. ¿Sabe el número de teléfono del doctor Detmold? Me gustaría hablar con él.