—Es imprescindible para nuestro éxito, sobre todo en estos momentos —dijo el doctor Fu-Manchú—, y sin duda esencial para nuestra seguridad, que silenciemos al engorroso sacerdote.
La habitación en la que estaba sentado contenía todo el equipo que había caracterizado su anterior estudio en lo alto del Stratton Building. El exótico olor a incienso flotaba en el aire, pero las ventanas que se abrían a una galería ayudaban a refrescar el ambiente. Al final de una parcela de césped había unos invernaderos, y una barrera natural de bosques se recortaba de modo abrupto contra el cielo. A la llamada de la primavera, los árboles se adornaban con ropajes de color verde claro que más tarde se transformarían, como por arte de magia, en las alegres vestiduras del verano.
Los cambiantes cuarteles generales del doctor tenían la virtud de la variedad.
Desde el punto de vista de los efectivos que controlaba Nayland Smith, Fu-Manchú había desaparecido por completo después de la explosión en el Stratton Building. La cueva de la diosa de los siete ojos no reveló ninguno de sus secretos y Sam Pak, el muy buscado, continuaba invisible. La búsqueda efectuada por todos los estados no había aportado pruebas que demostraran que el doctor Fu-Manchú todavía se encontraba en el país.
Sólo sus hechos ponían de manifiesto su presencia.
Salvaletti era el ídolo de un público numerosísimo. Su próximo enlace con Lola Dumas prometía ser un evento social de relevancia internacional. Una campaña casi frenética iniciada por los sectores más sensatos, que no veían en la Liga de los Buenos Norteamericanos más que una burbuja dorada, fue frustrada en todos sus intentos. Los hombres que una vez estuvieron sin esperanza y sin hogar y que habían conseguido un empleo rentable, no estaban dispuestos a escuchar críticas sobre los que se lo habían proporcionado. Tras muchas reuniones acaloradas celebradas en Washington, se decidió adoptar una política de silencio. Se consideró poco razonable sacar a la luz la existencia de una conspiración asiática detrás de la Liga. Primero había que conseguir pruebas sólidas que respaldaran esos cargos, pero, a pesar de la frenética actividad de miles de agentes de todo el país, esas pruebas no se habían conseguido. Las finanzas de la Liga no podían cuestionarse: cumplían con todos los requisitos de Hacienda; no había evasión de impuestos. ¡Con todo, y según sir Denis había demostrado a un grupo de expertos financieros, la Liga de los Buenos Norteamericanos perdía, aproximadamente, dos millones de dólares a la semana!
¿Cómo podían asumir esas deudas?
Smith lo sabía, pero la explicación era tan fantástica que no se atrevió a transmitirla a los prácticos hombres de negocios cuya imaginación habían dejado de lado durante los años en que se habían concentrado en hechos palpables.
Entonces, inesperadamente, surgió la voz de Holy Thorn. Había turbado al país y elevado la tensión a un grado rayano en el histerismo como ninguna otra cosa podría haberlo hecho. Después de un largo período de tiempo, la esperada y respetada voz del abad por fin había hablado. Millones de personas que habían aguardado su discurso habían predicho que, a pesar de su conocida amistad hacia el antiguo régimen, abogaría por la aceptación del nuevo.
Salvaletti no se había molestado en ocultar que su programa se parecía de forma extraordinaria a una dictadura. Su política de reajuste de la riqueza, una política que ningún hombre honrado del país comprendía, contaba, sin embargo, con el respaldo de aquellos a quienes favorecía. Las zonas agrícolas estaban ocupadas, cada vez más, por granjas de la Liga. Su producción se recolectaba y los distribuidores de la Liga la administraban: había almacenes de la Liga en muchas ciudades. Y esto era sólo el esqueleto de una trama monumental que, a la larga, proporcionaría a la Liga el control de las industrias clave del país.
Salvaletti había puesto en práctica algunas de las promesas formuladas por Harvey Bragg, promesas que se habían considerado quiméricas…
Sam Pak se sentaba en un taburete junto a una ventana en busca de los rayos de sol, que acariciaban su intrincado y arrugado rostro. Su cara de momia tenía un aspecto grotesco en contraste con el fondo verde de los árboles.
—¿Qué sabe el sacerdote que otros no supieran antes, maestro? El doctor Orwin Prescott sabía que habíamos entrado en el país…
—Su fuente de información fue localizada, y eliminada… Orwin Prescott sirvió a nuestro propósito.
—Es cierto.
Nadie podría haber dicho si los ojos de Sam Pak estaban abiertos o cerrados cuando volvió su arrugada cabeza en dirección a la figura majestuosa que estaba sentada al otro lado de la mesa.
—El Enemigo Número Uno no ha conseguido pruebas que justifiquen que revele la verdad al país. —El doctor Fu-Manchú parecía pensar en voz alta—. Nos ha estorbado, nos ha acosado, pero nuestra gran labor ha seguido adelante y está cerca de su exitoso final. Si un desastre nos ocurriera ahora, sería el triunfo de sus dioses sobre los nuestros. Por eso temo al clérigo.
—El hombre sabio sólo teme lo que conoce —sentenció el viejo Sam Pak— porque no hay defensa frente a lo desconocido.
El doctor Fu-Manchú, con las manos largas y marfileñas inmóviles delante de él sobre la mesa, estudió el marchito rostro.
—El sacerdote tiene fuentes de información que no están al alcance de los servicios secretos —dijo con suavidad—. Sus seguidores ocupan el segundo lugar en número, sólo después de los nuestros. Salvaletti, a quien he cuidado como un jardinero cultiva una delicada azucena, debe ser vigilado día y noche.
—Así lo hacemos, marqués. Tiene un cuerpo de seguridad cinco veces más efectivo que el que rodeaba a Harvey Bragg.
Durante unos minutos reinó el silencio. Desde detrás de la mesa laqueada, el doctor Fu-Manchú parecía admirar el paisaje boscoso con los ojos entornados.
—Algunos informes indican que esquiva a sus guardias. —Fu-Manchú hablaba casi en un susurro—. Lola Dumas ha confirmado esos informes. Mis agentes de Chicago son torpes e ignorantes. Espero una explicación de esas escapadas clandestinas.
Sam Pak asintió con un lento movimiento de su arrugada cabeza.
—He tomado medidas drásticas respecto al número responsable, maestro. Era el médico japonés, Shoshima.
—¿Era?
—De forma honorable, se hizo el hara-kiri ayer por la noche…
El silencio cayó de nuevo entre aquellos tejedores invisibles que trazaban un extraño diseño en el tejido de la historia de Norteamérica. La pequeña granja en la que, de forma insospechada, el doctor Fu-Manchú llevaba a cabo sus extravagantes estudios y desde la que emitía sus trascendentales órdenes, estaba lejos de la carretera principal más cercana, en una finca que pertenecía a un ferviente partidario de la Liga de los Buenos Norteamericanos. Este desconocía la identidad de su invitado y, de buena fe, había puesto la vivienda a disposición de la Liga.
El doctor Fu-Manchú estaba sentado, inmóvil y en silencio, con la mirada clavada en los bosques distantes. Sam Pak parecía una estatua; nadie habría dicho que estaba vivo. Una ardilla subió corriendo hasta la rama de un árbol que casi alcanzaba la terraza, miró dentro de la habitación, saltó a una rama superior y desapareció. El canto de los pájaros anunciaba la llegada del crepúsculo. Nada más se movía.
—Me trasladaré a la base 6, en Chicago —dijo al final la voz gutural—. El profesor me acompañará. Su memoria contiene todos nuestros secretos. Es imprescindible que yo esté allí en persona el sábado por la noche.
—El avión está preparado, marqués, pero tendrá que trasladarse en coche hasta Nueva York para tomarlo.
—Saldré dentro de una hora, amigo mío. Durante mi viaje a la base 6 quizá presente mis respetos al abad Donegal. —El doctor Fu-Manchú habló en voz muy baja—. El discurso de Salvaletti del sábado significará la captación de los elementos del Medio Oeste que hasta ahora han permanecido fieles al viejo orden. Debemos silenciar al sacerdote…