El señor Schmidt, que representaba a los propietarios del Stratton Building, salió del ascensor en el piso más alto. Le seguían dos hombres. Uno representaba a la compañía Midtown Electric, vestía un mono de trabajo y llevaba un macuto de piel colgado del hombro izquierdo. El otro, un hombre alto y delgado que llevaba lentes y lucía un escueto bigote militar, trabajaba para la compañía de seguros Falcon Imperial, con la que el Stratton Building tenía contratado el seguro contra incendios.
Un hombre con el uniforme del departamento de bomberos estaba sentado junto a una puerta forrada con un tejido verde, y cuando el grupo salió del ascensor, se levantó.
—Era del todo innecesario, señor Englebert —dijo Schmidt dirigiéndose al hombre del bigote gris—, avisar al departamento de los bomberos. Antes, esta puerta estaba tapiada y, por lo tanto, no se veía. Los bomberos han derribado el muro de obra, supongo que conforme a sus instrucciones, y han considerado adecuado apostar un hombre junto a la puerta durante todo el día. ¡Totalmente innecesario!
El señor Englebert asintió con la cabeza.
—Mis directores tienen una gran responsabilidad respecto a este edificio, señor Schmidt —contestó— y después de las impresionantes tormentas eléctricas que han tenido lugar no hace mucho en el Medio Oeste, debemos asegurarnos de la eficacia de los pararrayos.
—Estoy absolutamente de acuerdo, señor Englebert. Tengo las llaves de la escalera que conduce al pararrayos, pero nos está ocasionando bastantes problemas, señor Englebert.
De los cientos de ventanas del elevado edificio, pocas despedían luz. Los oficinistas que trabajaban para las empresas ubicadas en el Stratton Building ya se habían ido a sus casas. Sólo unos pocos empleados laboriosos seguían en sus escritorios. En las tres calles que rodeaban la estructura de gran altura, nada indicaba que se hubiera tendido un cordón policial alrededor del edificio. El mismo señor Schmidt, quien, sin duda, era del todo inocente de cualquier complicidad salvo por su trabajo para la Liga de los Buenos Norteamericanos, desconocía que una de las oficinas del piso superior, cuyos empleados se habían ido a las seis, estaba abarrotada de policías.
—Todo despejado, señor —dijo el bombero.
El señor Schmidt sacó un manojo de llaves, las manipuló unos instantes y, por fin, eligió una con la que abrió, no sin dificultad, la puerta forrada de verde. Se volvió.
—Les diré, aquí y ahora —declaró—, que nunca he estado en la cúpula y que, por lo que sé, nadie ha entrado en ella desde que trabajo para los propietarios del Stratton Building. Sé que arriba hay algunas habitaciones que antiguamente fueron ocupadas por el difunto señor Jerome Stratton… —Se encogió de hombros—. Es evidente que se trataba de un hombre muy excéntrico. Como no había ninguna salida adecuada en caso de incendio, las habitaciones se clausuraron hace unos años. Les guiaré; tengo una linterna. Aquí no hay luces.
Cruzó el umbral e iluminó al frente. El hombre de la Midtown Electric lo siguió. El señor Englebert se detuvo en el vano de la puerta y se volvió hacia el bombero.
—Ya tiene sus órdenes —soltó.
—Así es, señor.
Nayland Smith, con el maquillaje que había utilizado para disfrazarse de oficial del Ejército de Salvación y con la ropa de un hombre de negocios, se sumergió, detrás de Mark Hepburn (que representaba a la Midtown Electric), en la oscuridad sólo quebrada por la linterna del señor Schmidt. Hepburn encendió la suya.
Estaban en una curiosa habitación octogonal en la que había tres ventanas orientadas hacia el sur. Vieron señales de que, en el pasado, hubo algunos muebles arrimados a las paredes. En aquel momento, la habitación estaba vacía.
—Subiremos hasta la cima —dijo Hepburn.
El señor Schmidt estudió el tosco plano que llevaba.
—Creo que la puerta está en este lado —dijo de modo vago—. Una de las excentricidades del difunto señor Stratton.
Se dirigió al lado opuesto a la ventana central, tanteó la pared durante un rato, y, al final, introdujo una llave en una cerradura que abrió una puerta hasta entonces invisible.
—Por aquí.
Subieron una escalera sin alfombrar en cuyo extremo superior se abría otra puerta. Entraron en otra habitación octogonal bastante más pequeña que la que acababan de dejar, pero carente, también, de cualquier pieza de mobiliario. En un lado había una alcoba vacía.
—Como verá —dijo Schmidt alumbrando a su alrededor—, esta habitación tiene un balcón al que se accede por los ventanales de aquel lado…
—Ya veo —musitó Nayland Smith mientras miraba con interés a su alrededor.
—Es posible —intervino Mark Hepburn con su voz entonación uniforme— que desde ese balcón vea el conducto del pararrayos.
—Según parece —respondió Schmidt—, el ventanal sólo está cerrado con el pestillo. Creo que podrá acceder al exterior sin problemas.
Nayland Smith se volvió de repente a quien había hablado.
—¿Hay otro piso más arriba?
Mark Hepburn había descorrido el pestillo y abrió uno de los pesados ventanales.
—Sí, eso tengo entendido. Una habitación pequeña y abovedada justo debajo del pararrayos. Creo que la puerta —dijo titubeando— también está frente a las ventanas. Veré si puedo abrirla.
Cruzó la habitación mientras Hepburn salía al balcón, el mismo que el profesor Morgenstahl había recorrido tantas veces en la miseria de su cautividad…
—¡Lo he conseguido! —exclamó Schmidt con voz triunfante.
—Ya veo —respondió Nayland Smith mientras miraba la puerta que Schmidt acababa de abrir—. Le agradecería que, mientras realizamos la inspección, le dijera al bombero que está de guardia que no se vaya hasta que reciba mis órdenes.
—Desde luego, señor Englebert. Después, volveré a subir.
El señor Schmidt se volvió y oyeron cómo bajaba la escalera.
—¡Hepburn! —llamó Smith con apremio cuando Schmidt hubo desaparecido.
Hepburn entró en la habitación.
—¡Esta habitación ha sido vaciada a toda prisa, y hace sólo unas horas! ¡De todos modos, nuestra última esperanza está en el piso de arriba!
Emprendió el camino mientras iluminaba hacia delante con la linterna. La escalera era corta y la puerta de arriba estaba abierta. ¡Pero la habitación, pequeña, abovedada y rodeada de curiosas ventanas de estilo gótico con cristales de color ámbar que no parecían comunicar con el exterior, estaba totalmente vacía!
—Estamos justo debajo del pararrayos —dijo Hepburn con voz inexpresiva—. Ha sido más listo que nosotros. Me descubrieron durante la primera inspección.
Nayland Smith dejó caer las manos de modo que la luz de la linterna iluminó el suelo a sus pies.
—¡Ha vuelto a ganar! —dijo despacio—. La puerta forrada de tela ha estado vigilada todo el día. Tiene que haber otra entrada… y otra salida. ¡El muy ingenioso demonio! —Entonces su dicción cambió y su espíritu intrépido se recuperó—. ¡Vamos Hepburn, bajemos otra vez! —soltó con energía.
En el piso de abajo, con la pequeña alcoba y el diminuto lavabo que antes fueron las dependencias del excéntrico millonario que vivió allí en semirreclusión, Nayland Smith miró a su alrededor con cierta desesperación en el rostro.
—Hay señales evidentes —dijo— de que esta habitación estaba ocupada hace cuarenta y ocho horas. Todavía no estamos vencidos, Hepburn.
—Estoy deseando examinar la vista que se aprecia desde el balcón —repuso Hepburn.
—Ya sé por qué lo desea tanto.
Sin dejarse intimidar por el tono irónico que apreció en la voz de Nayland Smith, Mark Hepburn salió al balcón con barandilla de hierro. Smith lo siguió.
—¿Dónde vive el chico, Hepburn?
—Estoy intentando averiguarlo. Espere un momento. Desde nuestra suite vi estas ventanas iluminadas, así que localicemos primero el Regal-Athenian.
—Eso es fácil —soltó Nayland Smith mientras señalaba con el dedo—. Allí está la Regal Tower, un poco hacia la derecha.
—Entonces, el ático está un poco hacia el oeste de donde estamos. Lo sé porque no se ve desde nuestras ventanas.
—Es una lástima —dijo Nayland Smith con sequedad.
—No estoy pensando en lo que usted cree, Smith; en absoluto. Intento desarrollar una idea del todo distinta. Me parece que…
El ruido que interrumpió sus palabras fue muy leve, pero perfectamente audible desde donde estaban, pues allí arriba el rugido característico de Nueva York quedaba reducido a un canturreo susurrante, como el zumbido de millones de luciérnagas que revolotearan abajo, a lo lejos.
Nayland Smith se volvió como movido por un resorte.
Alguien había cerrado el ventanal del balcón y había corrido el pestillo. ¡Visible a la extraña luz de una luna tapada por las nubes, el doctor Fu-Manchú los miraba desde el interior!
Llevaba puesto un pesado abrigo con cuello de astracán y se cubría la cabeza con un gorro de la misma piel. Su única protección manifiesta era el cristal…
—¡Hepburn! —gritó Nayland Smith buscando su automática—. ¡No lo mire a los ojos!
Los extraños ojos brillaban como esmeraldas a través de los ventanales.
—¡Disparar es inútil, sir Denis! —Su voz fría y precisa llegó hasta ellos como si no hubiese cristal—. Los vidrios son a prueba de balas; una mejora personal del excelente invento de un inglés.
El dedo de Nayland Smith vaciló en el gatillo. Nunca había oído mentir al doctor Fu-Manchú, pero los asuntos del doctor se encontraban en una situación crítica. Dio un paso atrás y disparó en ángulo oblicuo.
¡La bala rebotó y salió silbando hacia el espacio! El doctor Fu-Manchú no movió ni un solo músculo.
—¡Dios mío! —exclamó Mark Hepburn como si exhalara un gemido.
—Pueden oírme con claridad a través de las rejillas de ventilación que hay en la parte superior de los ventanales —prosiguió la voz asiática—. Siento haberle dado razones para dudar de mi palabra, sir Denis.
Hepburn se volvió a un lado; intentaba desesperadamente pensar con frialdad. Miró hacia abajo desde la barandilla…
—Usted es uno de los pocos hombres que he encontrado en mi larga vida —continuó Fu-Manchú— con la fuerza de carácter suficiente para mirarme a los ojos. Por ello, lo respeto. Sé la constancia que ha necesitado para adquirir este autocontrol. Y lamento el acoso al que me ha sometido. Nuestra relación, aunque en ocasiones ha sido tediosa, nunca ha sido deshonrosa.
Se volvió a un lado y dejó una pequeña lámpara globular sobre el suelo desnudo de la habitación; en su interior se encendió una luz brillante. Dio un paso hacia el balcón.
—En esta hora crucial, no estoy dispuesto a permitir ningún estorbo humano. He elegido a Paul Salvaletti para que gobierne en la Casa Blanca. Estableceré mi imperio aquí, en los Estados Unidos. Una y otra vez me ha detenido, sir Denis, pero en esta ocasión ha llegado demasiado tarde. Tiene razón al suponer que hay otra entrada a estas dependencias que antes ocupamos el profesor Morgenstahl (cuyo nombre debe resultarle familiar) y yo mismo.
—Smith —susurró Hepburn—, tenemos una posibilidad…
Pero Nayland Smith no se volvió, miraba al doctor Fu-Manchú. El chino sobrehumano daba cuerda a algo parecido a un reloj. Lo depositó en el suelo al lado de la lámpara, se volvió y dijo:
—Me despido de usted, sir Denis, y con sinceridad le digo que lo lamento. Sus poderes de razonamiento puro son limitados; su capacidad de intuición es notable. En este sentido, lo sitúo entre las siete mentes más destacadas de su raza. El capitán Hepburn posee excelentes cualidades. Me placería tenerlo a mi servicio. Sin embargo, ha elegido el otro bando. El pequeño aparato que he dejado en el suelo (un pasatiempo del difunto lord Southery, un ingeniero de talento a quien creo que usted conocía) posee una potencia que se expande desde su diminuto centro y que, estoy convencido, le sorprenderá. Lo he programado para que explote en ciento veinte segundos. La explosión hará desaparecer por completo la cúpula del Stratton Building. Ahora debo dejarlos.
Se volvió y, a la luz de la lámpara globular que había en el suelo, se dirigió a la puerta y desapareció.
Nayland Smith, con los puños crispados, miró al interior de la habitación a través de los cristales antibalas.
—Hepburn —dijo—. He sido un loco y un ciego. Perdóneme.
—¡Smith! ¡Smith! —Hepburn lo asió del brazo—. He intentado decirle… ¿Sabe por qué se supone que estábamos aquí?
—Por el pararrayos. ¿Qué importancia tiene eso ahora?
—La tiene toda. ¡Mire!
Hepburn señaló hacia abajo y Nayland Smith miró en la misma dirección.
El cable del pararrayos, sujeto a la pared, bajaba, pegado al balcón, hasta un canalón situado más abajo…
—¡Dios nos asista! —susurró Smith—. ¿Aguantará el peso de un hombre?