31. EL PROFESOR MORGENSTAHL

El Hombre Memoria trabajaba con laboriosidad en su modelo de arcilla. Clavada en un marco de madera había una ampliación fotográfica del sello de tres centavos bordeado con el papel blanco. Estaba enfrascado en su tarea. El busto de arcilla iba adquiriendo un parecido grotesco con las facciones del doctor Fu-Manchú, una horrible caricatura de aquella cabeza espléndida y perversa.

Los mensajes recibidos indicaban un cambio drástico en los planes referidos al área de Nueva York. Los nombres de Nayland Smith y del capitán Hepburn aparecían con frecuencia. Por lo visto, esos dos agentes estaban al mando de las contraoperaciones. Los informes de los agentes del sur, identificables sólo por el número, hablaban del avance triunfal de Salvaletti. Los informes ocasionales de la zona más lejana de Alaska señalaban que allí el movimiento avanzaba sin problemas. La única nota discordante procedía del Medio Oeste, donde el abad Donegal, nada más que un nombre para el Hombre Memoria, parecía acaparar la atención de muchos agentes.

Todo aquello no significaba nada para el prisionero que había memorizado todos los mensajes recibidos desde el primer momento de su cautividad. Algunas veces, en la miseria de su esclavitud impuesta, recordaba días más felices en Alemania; recordaba cómo sus compañeros del club lo habían retado a leer una página del Tageblatt de Berlín y repetirla de memoria; recordaba cómo, sin dificultad, lo había hecho y había ganado la apuesta. Pero ésos eran los días anteriores a su exilio. Ahora se daba cuenta de lo felices que habían sido. En el intervalo, había muerto. Era un muerto viviente… Con dedicación y dedos delicados, modelaba la arcilla. Su fe en un Dios justo permanecía inquebrantable.

Sin previo aviso, la puerta que daba acceso a aquellas dependencias se abrió. Un hombre alto que vestía un abrigo oscuro con el cuello de astracán y un gorro de astracán sobre la cabeza, entró. ¡El escultor dejó de trabajar y permaneció sentado e inmóvil mientras miraba el rostro en vivo del doctor Fu-Manchú que tantas veces había intentado reproducir en arcilla!

—¡Buenos días, profesor Morgenstahl!

El doctor Fu-Manchú le habló en alemán. Hablaba ese idioma a la perfección salvo por el hecho de que alargaba los sonidos guturales. El profesor Morgenstahl, el genio matemático que había revolucionado todos los conocimientos previos sobre la distancia relativa entre los planetas, el hombre que había trazado un mapa del espacio y que había probado que los eclipses lunares no se debían a la sombra de la tierra, el hombre que ahora estaba sometido a la horrible tarea de telefonista, no se movió. Su enorme cerebro era un archivo, el único, de los mensajes recibidos en el centro de operaciones secreto de todos los Estados Unidos. Sin moverse, continuó mirando al hombre del gorro de astracán.

¡La hora con la que había soñado por fin había llegado! Estaba, cara a cara, frente a su opresor…

Las últimas escenas de su vida anterior aparecieron, de forma vivida, ante sus ojos: su expulsión de Alemania casi con los bolsillos vacíos, pues su gran intelecto, que le había aportado el reconocimiento mundial, le había supuesto pocas ganancias, y el viaje a los Estados Unidos, donde nadie lo había identificado como el famoso autor de Los ciclos interestelares sin que él hiciera nada por remediarlo. Incluso recordaba su muerte, porque sin duda había muerto, en una pensión barata de Brooklyn, y su despertar en la habitación de abajo con aquel hombre, la encarnación del demonio, que estaba de pie junto a él y, después, su esclavitud, su miseria.

Sí, vivo o muerto (pues a veces creía que era un espíritu descarnado) al menos tenía que llevar a cabo aquella buena obra: ¡aquel terrible chino debía morir!

—Sin duda, debe de estar cansado de su labor, profesor —dijo la voz gutural—. Pero cosas mejores se acercan. Es necesario efectuar un cambio de planes. Hemos encontrado otro alojamiento para usted en unas instalaciones parecidas a éstas.

El profesor Morgenstahl, sentado detrás de la pesada mesa con el complicado mecanismo, se dio cuenta de que debía ganar tiempo.

—Mis libros —dijo—, mis aparatos…

—Ya han sido trasladados. Sus nuevas dependencias ya están preparadas. Haga el favor de seguirme.

El profesor Morgenstahl se puso de pie sin prisas mientras observaba los impávidos ojos verdes. Rodeó la mesa por el extremo donde se hallaba la escultura casi terminada. Calculó el peso de aquel hombre alto y lúgubre y su cálculo se aproximó hasta los gramos. Pero justo en el momento en que, sin el obstáculo de la pesada mesa, iba a estrangular con sus propias manos la horrible figura de cara amarilla que lo había rescatado de la muerte para arrojarlo a un infierno en vida, los ojos que lo miraban parecieron aumentar de tamaño. Centímetro a centímetro, se dilataron, se unieron y se convirtieron en un lago verde. El profesor Morgenstahl olvidó sus intenciones asesinas y perdió su identidad.