La luz gris del amanecer penetraba en la salita.
—La tentativa de esta noche —dijo Nayland Smith, que llevaba un batín encima del pijama— no es ajena a los métodos del doctor.
—Pobre consuelo es ése para mí —repuso Hepburn vestido de forma similar desde las profundidades de un sillón.
—No debemos preocuparnos inútilmente —prosiguió Nayland Smith—. Conozco a otros que han padecido la insidiosa influencia de Fu-Manchú; incluso yo mismo he sido víctima de ella. El miedo físico no tiene ningún significado para el doctor. Estoy seguro de que ha estado aquí en persona; aquí, en el cuartel general de su enemigo. Salió a pie ante las mismas narices de los oficiales de la policía que yo había enviado a interceptarle el paso. Es un hombre extraordinario, Hepburn.
—Lo es.
—No tenemos ninguna prueba de que ayer por la noche usted fuera drogado de algún modo, pero no podemos estar seguros, porque los métodos del doctor son sutiles. Lo que está más allá de toda duda es que influyó en su cerebro mientras dormía. El sueño del laberinto interminable, la convicción de que mi vida dependía de su salida de allí… todo fue provocado por la mente de Fu-Manchú.
Aunque aún ahora lo ponga en duda, ayer, cuando creía que se había despertado, estaba soñando. Fu-Manchú sólo cometió un error, Hepburn. ¡Dio por sentado que usted tenía una jeringuilla hipodérmica y no era así!
—Pero cargué una pluma estilográfica con unas drogas realmente letales que ahora son imposibles de identificar.
—Llevó a cabo las instrucciones hipnóticas lo mejor que pudo. El poder de la mente de Fu-Manchú es espantoso. Sin embargo, por un accidente, por un puro accidente o por un despiste, falló, ¡gracias a Dios! Revisemos la situación.
Mark Hepburn alargó el brazo en busca de un cigarrillo; tenía el rostro macilento y sin afeitar.
—Estamos empezando a acosar al enemigo. —Nayland Smith, con la pipa humeando sin cesar, recorría la alfombra de un lado a otro—. Es indudable que hay una escalera debajo del bar de Wu King con una salida a la calle que desconocemos. Espero que en cualquier momento me informen de que los hombres la han encontrado. Se ha construido desde lo que llamo la compuerta del río; de ahí que Finney no supiera nada de su existencia. Cuando la encontremos, y con el equipo de que disponemos, nos abriremos paso a través de ella. No importa cuántas puertas de hierro se interpongan en nuestro camino. No hemos conseguido encontrar la entrada que comunica con las alcantarillas, pero la localización de la base de Chinatown es sólo cuestión de tiempo.
Aspiró con fuerza, pero la pipa gastada por el uso se había apagado. La dejó en un cenicero y reemprendió su paseo. Mark Hepburn, debatiéndose bajo el peso de una culpabilidad inmerecida, lo miraba con fascinación.
—Es dudoso que lo que sabe la señora Adair pueda sernos de alguna utilidad. Según el informe del teniente Johnson, sería del todo factible apoderarse del muchacho, Robbie, durante una de sus visitas a Long Island.
—El propietario de la casa y su familia están en la costa —dijo Mark Hepburn de forma monótona—. Como sabrá, es el director, junto con el difunto Harvey Bragg, de la compañía de transportes Lotus.
—Lo sé —respondió Smith con sequedad—. Sin embargo, es posible que desconozca la existencia del doctor Fu-Manchú. Esto es lo diabólico de la cuestión, Hepburn. Los otros puntos que debemos tener en cuenta son si la señora Adair puede ofrecernos alguna ayuda material y si es seguro intentarlo.
—El chófer negro —replicó Hepburn— puede tener órdenes de disparar al chico en caso de que lo intentemos. Con franqueza, no creo que el riesgo esté justificado.
—Suponiendo que tuviéramos éxito…
—La complicidad de su madre sería evidente, y podría sufrir las consecuencias…
Nayland Smith interrumpió su paseo, se dio la vuelta y miró a Hepburn.
—A menos que la raptáramos a ella al mismo tiempo —soltó.
Mark Hepburn se puso en pie de repente y dejó el cigarrillo recién encendido en un cenicero.
—¡Por todos los santos, Smith —dijo acaloradamente—, ésa podría ser la solución!
—Vale la pena meditarlo, pero sería necesario disponer de un plan muy cuidadoso. Por el momento, me siento más inclinado, sin poner en peligro las vidas de la señora Adair y su hijo, a concentrarme en el Stratton Building. Su experiencia allí ha sido del todo esclarecedora.
Se dirigió al gran escritorio frente al que estaban clavados los mapas y observó una serie de fragmentos de arcilla que había allí.
—Estoy dispuesto, Hepburn, a proseguir su búsqueda de la avería de los conductos del pararrayos y, si es necesario, con el apoyo del departamento de bomberos. Podríamos organizar una inspección después de las horas de oficina. Pero, en mi opinión, no sería aconsejable advertir de nuestras intenciones a ese tal señor Schmidt que usted ha mencionado. ¿Está de acuerdo conmigo?
—Sí —replicó Hepburn con lentitud—. Eso mismo había planeado yo, pero, Smith…
Smith se volvió y lo miró.
—¿Se da cuenta de cómo me siento? En primer lugar, ya sabe, puesto que no lo he ocultado, que me estoy enamorando de Moya Adair. Esto es, en sí mismo, bastante malo, dado que se trata de uno de nuestros enemigos. ¡En segundo lugar, por lo visto soy tan sumamente débil que el maléfico chino puede utilizarme para provocarle la muerte! ¿Cómo podrá volver a confiar en mí?
Nayland Smith se acercó a Hepburn, lo agarró por los hombros y lo miró con fijeza a los ojos.
—Confío en usted, Hepburn —le dijo despacio—, como confiaría en pocos hombres. Es humano, y yo también. No permita que el episodio de la hipnosis menoscabe su autoestima. Ningún ser humano vivo es inmune a este singular poder que posee el doctor Fu-Manchú. Sólo quiero decirle una cosa: si vuelve a encontrarse con él, evite mirarlo a los ojos.
—Gracias —dijo Mark Hepburn—. Es muy amable por tomárselo de esta forma.
Smith estrechó la mano extendida, dio unos golpecitos a Hepburn en el hombro y reemprendió su inacabable paseo.
—En pocas palabras —prosiguió—, estamos empezando a hacer progresos. Pero la campaña, con el paso del tiempo, es cada vez más frenética. En mi opinión, nada puede asegurar nuestras vidas. Y estoy muy preocupado por el abad de Holy Thorn.
—¿En qué sentido?
—¡Su vida no vale ni esto! —le dijo chasqueando los dedos.
—No —corroboró Mark Hepburn mientras tomaba un cigarrillo y miraba por la ventana con aspecto cansado los tejados de una Nueva York gris—, no es un hombre a quien se pueda hacer callar de forma indefinida. El doctor Fu-Manchú debe saberlo.
—Lo debe de saber —soltó Nayland Smith—, y temo que actúe al respecto. Si el caso me pareciera claro, estaría dispuesto a dar el primer paso, pero la trama se ha ideado con tanto ingenio que nuestras líneas de acción son limitadas. Si excluimos un grupo interno desconocido que rodea al mandarín, creo que nadie de los que trabajan para la Liga de los Buenos Norteamericanos tiene la más remota idea del objetivo último de la Liga ni del origen de sus fondos. Todos los informes, y he leído cientos de ellos, señalan en la misma dirección. Han dado trabajo a miles de desempleados. Eche una ojeada al mapa —dijo señalándolo—. ¡Todas las banderitas rojas indican un avance de Fu-Manchú! Quienes han obtenido un empleo trabajan con honradez en las tareas que les han asignado. Pero, llegada la hora, todos ellos gritarán con una sola voz. Cada uno, en el norte, el sur, el este y el oeste, constituyen una unidad del vasto ejército que, sin saberlo, está logrando que Fu-Manchú domine este país por medio de su candidato…
—¡Salvaletti!
—Salvaletti. Parece que por fin salta a la vista. Está claro que este hombre se ha estado preparando durante años para esta tarea. Incluso empiezo a adivinar por qué Lola Dumas se relaciona con él. Dentro de otros quince días, quizás una semana, los seguidores de Paul Salvaletti serán más numerosos que los que nunca tuvo Harvey Bragg. Nada puede detenerlo, Hepburn, nada salvo una revelación… no una declaración, sino una revelación de los hechos reales…
—¿Quién podría realizarla? ¿A quién escucharían?
Nayland Smith se detuvo cerca de la puerta, se volvió y miró a la sombría figura del sillón.
—Al abad de Holy Thorn —repuso—. Pero con riesgo de su vida…