¡Mark Hepburn sintió que unas manos invisibles lo agarraban, lo tiraban hacia atrás con violencia y lo echaban al suelo!
Cayó con pesadez golpeándose la cabeza en la alfombra. La jeringuilla se le cayó de los dedos y, mientras Nayland Smith se incorporaba de golpe, la idea que imperó en su mente fue que había fallado y que Smith tenía que morir. Se revolvió, se puso de rodillas… y miró el cañón del revólver que Fey sostenía.
—¡Hepburn! —exclamó con brusquedad la voz inimitable de Nayland Smith—. ¿Qué demonios pasa?
Saltó fuera de la cama.
Al resplandor de la lámpara que Nayland Smith encendió, Fey, descalzo y en pijama, ofrecía un aspecto algo desaliñado, aunque su espíritu permanecía tranquilo.
—Es un misterio, señor —contestó Fey mientras Hepburn se ponía de pie poco a poco y se sujetaba la cabeza intentando recuperar la compostura—. Me despertó el tintineo de los frascos.
—¿Los frascos?
Mark Hepburn se dejó caer en una silla.
—Estaba en el laboratorio —explicó con lentitud—. La verdad es que no sé lo que hacía allí.
Nayland Smith, sentado en el borde de la cama, lo miraba con atención.
—Me levanté y lo observé —prosiguió Fey— sin hacer el menor ruido. Vi al capitán Hepburn que dosificaba con cuidado ciertas drogas. Después lo vi buscar a su alrededor como si hubiera perdido algo y dirigirse a la ventana, donde miró hacia fuera. Estuvo allí mucho tiempo.
—¿En qué dirección miraba? —interrumpió Nayland Smith.
Hepburn gimió mientras seguía sujetándose la cabeza. El recuerdo de un episodio extraño y horrible empezaba a abrirse paso en su mente.
—Creo que a una ventana de abajo y a la derecha, señor. Como se quedó allí tanto rato, fui con sigilo a la salita y miré por la ventana. —Se interrumpió y se aclaró la garganta—. Seguía observando cuando oí que el capitán Hepburn salía de la habitación. No he debido actuar como lo he hecho, pero había visto los ojos del capitán Hepburn…
—¿Qué quiere decir?
—¡Bueno, señor, era como si caminara en sueños! Así que, cuando lo oí que venía hacia aquí, me escondí en un rincón y lo observé. Lo seguí hasta la puerta de la habitación. La abrió sin hacer ruido. Yo lo seguía de cerca cuando se dirigió hacia la cama…
De repente, se oyó una voz ahogada.
—¡La jeringuilla! —gritó Hepburn—. ¡La jeringuilla! ¡Dios mío! ¿Le he pinchado?
Se puso de pie de un salto mientras inspeccionaba el suelo a su alrededor.
—¿Se refiere a esto, Hepburn? —preguntó Nayland Smith mientras agarraba una pluma estilográfica y examinaba, al mismo tiempo, su brazo izquierdo—. ¡Tengo la impresión de que me ha clavado la plumilla!
Mark Hepburn miró la pluma con los puños crispados. Era nueva, la había comprado el día anterior porque la vieja se le había roto durante la redada en Chinatown. Por lo que recordaba, ni siquiera la había cargado. Los hechos, aquellos hechos increíbles, volvían a su mente… Había preparado una mezcla, aunque en aquel momento no tenía la menor idea de la composición, y había imaginado o soñado que cargaba con ella una jeringuilla hipodérmica. ¡Pero como no tenía ninguna, debió de cargar la pluma estilográfica!
La mirada penetrante de Nayland Smith… observaba atentamente el preocupado rostro de Hepburn.
—¿Soñaba —gruñó Hepburn—, o estaba hipnotizado? ¡Santo cielo! ¡Ahora recuerdo que me dirigí hacia la ventana y vi sus ojos! Me observaba.
—¿Quién lo observaba? —preguntó Smith con calma.
—No sé quién era, señor —interrumpió Fey con una tos de disculpa—, pero tenía una de las caras más espantosas que he visto en mi vida. La luz de la luna lo iluminaba y vi sus ojos verdes.
—¿Cómo?
Nayland Smith se puso en pie de un salto. De su vasta experiencia obtuvo una explicación al singular y fantasmagórico incidente. Clavó la mirada en Mark Hepburn.
—El doctor Fu-Manchú es el hipnotizador más competente que existe —dijo con brusquedad—. Durante los breves instantes en que lo miró a través de la ventana del piso de Wu King, debió de establecer un control parcial sobre usted. —Se puso un batín que había tendido a los pies de la cama—. ¡Rápido, Fey, llame a Wyatt! Está de servicio en el vestíbulo.
Fey salió a toda prisa.
Nayland Smith se volvió, abrió la ventana de golpe y se asomó.
—¿En qué dirección, Hepburn? —soltó por encima del hombro.
Mark Hepburn, que recuperaba, poco a poco, el control de sí mismo, se apoyó en el alféizar y señaló hacia abajo.
—El ala de la derecha, la tercera ventana desde el extremo, dos pisos más abajo.
—Allí no hay nadie, y la habitación está a oscuras. —La sirena que indica que los bomberos salen de servicio, un solo que en raras ocasiones falta en la sinfonía de ruidos de Nueva York, llegó hasta ellos, de modo fantasmal, a través de la noche—. He escapado por los pelos. No hay ninguna duda de que ha actuado bajo hipnosis. El testimonio de Fey lo confirma. ¡Un acto temerario! El doctor debe de estar desesperado. —Dirigió la vista hacia la pluma, que estaba sobre una mesita—. Me pregunto con qué la ha cargado —musitó de modo pensativo—. El doctor Fu-Manchú ha dado por supuestas demasiadas cosas al creer que usted disponía de jeringuillas hipodérmicas. Usted obedeció sus instrucciones, pero en lugar de la jeringuilla, cargó la pluma estilográfica. Es probable que esto me haya salvado la vida.
Sólo unos minutos más tarde, Wyatt, el agente del gobierno que estaba al mando en la planta baja, se reunió con el gerente de noche y dos detectives que lo acompañaron al piso treinta y ocho del ala en la que se encontraba la habitación sospechosa.
—Le digo que aquí no hay nadie, señor Wyatt —dijo el gerente dando vueltas a una llave de gran tamaño—. La ha dejado esta mañana un tal señor Eckstein, un hombre moreno, posiblemente judío. Sólo hay un hecho curioso respecto a su partida…
—¿De qué se trata? —preguntó Wyatt.
—Se llevó la llave de la puerta… —El señor Dougherty sonrió con frialdad. Su acento irlandés era muy marcado—. Por desgracia, sucede a menudo, aunque en este caso quizás hubiera una razón escondida para ello.
Cuando entraron la habitación estaba desierta. Las dos camas estaban preparadas para los siguientes inquilinos. Nada, en el dormitorio ni en el baño, indicaba la presencia de un ocupante reciente…
Los detectives todavía inspeccionaban el lugar y Nayland Smith daba instrucciones por teléfono en la planta cuarenta, cuando un hombre alto enfundado en un abrigo de piel, un hombre que llevaba gafas y un sombrero negro de ala ancha, entró en un ascensor en la planta treinta y bajó hasta la calle…
—Nadie debe salir del edificio —espetó Nayland Smith— hasta que yo baje. No se centre sólo en la torre, aposte hombres en todos los ascensores y salidas.
Wyatt, el gerente de noche y los dos detectives salieron del ascensor en el extremo del enorme vestíbulo principal. El hombre alto envuelto en el abrigo de piel caminaba dando zancadas por el alfombrado pasillo central. A aquellas horas tan avanzadas de la noche, la pieza estaba sólo parcialmente iluminada. Se oía el zumbido de unas aspiradoras. Descendió los peldaños de mármol hasta el vestíbulo inferior. Un conserje de noche levantó la vista hacia él con curiosidad cuando pasó frente a su escritorio.
Un hombre corría por una galería flanqueada por floristerías, joyerías y otras tiendas típicas de un centro comercial de lujo pero situadas, en este caso, en el interior del gran hotel, y apareció frente al ascensor por el que acababan de bajar Wyatt y su grupo. Los vio y pasó delante de ellos a toda prisa.
—¡Nadie debe salir del edificio! —gritó—. ¡Agentes en todos los ascensores y salidas!
El alto visitante pasó por las puertas giratorias y descendió los peldaños hasta la acera. Un taxi Lotus que había esperado en las cercanías, se paró, la puerta se abrió y el hombre de elevada estatura entró. El taxi se puso en marcha y ya estaba girando por la esquina de Park Avenue cuando unos agentes llegaron corriendo desde el extremo oeste del edificio y subieron con estrépito la escalera de la entrada principal. Uno, que parecía estar al mando, corrió hacia el conserje de noche. El agente federal Wyatt se dirigía a toda prisa hacia ellos a lo largo del amplio vestíbulo.
—¿Quién ha salido en los últimos cinco minutos? —le preguntó el detective—. ¿Ha salido alguien?
Pero mientras el conserje, sobresaltado, empezaba a responder, el taxi Lotus ya recorría a toda velocidad las calles casi desiertas y el doctor Fu-Manchú, recostado en la esquina, se relajaba después de un esfuerzo mental intenso y peligroso que, con toda probabilidad, daría como resultado la muerte del Enemigo Número Uno. Las actividades de Nayland Smith habían empezado a interferir seriamente en las suyas. El abandono de la base de Chinatown había constituido un grave contratiempo, y los informes de los responsables de la vigilancia del Stratton Building indicaban que podía esperarse una nueva intrusión…