Mark Hepburn se despertó y se incorporó. Estaba empapado en un sudor nervioso y frío, y el sueño que lo había provocado todavía estaba vivo en su mente. Éste había sido su sueño:
Se encontraba en un túnel que parecía no tener final —el cual debía de tener su origen en el relato de Nayland Smith sobre los túneles del East River— y, durante un período de tiempo que pareció abarcar muchas horas, lo recorrió. Su única iluminación era un trozo de vela parecida a las de los altares. El túnel giraba y viraba y, en el sueño, Hepburn deseaba en cada curva ver a lo lejos la luz del día, aunque siempre sufría una decepción.
Algo de gran interés para él lo hacía continuar. Debía alcanzar el extremo de aquel pasadizo subterráneo a toda costa. Estaba en juego una cuestión más importante que su vida. Después, aparecieron encrucijadas como bocas negras en el túnel y se convirtió en un laberinto. Los pasadizos que la parpadeante luz de la vela revelaba eran todos iguales. En medio de la desesperación, tomó uno que había a su derecha. Era interminable. Una abertura apareció a su izquierda y torció por allí. Otro túnel sin fin se extendía frente a él.
La vela era ya muy pequeña y Hepburn tenía los dedos cubiertos de cera caliente. A menos que consiguiera alcanzar la libertad antes de que el fragmento de cera y la mecha se acabaran y lo sumieran en la oscuridad, tendría que vagar para siempre, como un alma perdida, en aquel lugar muy por debajo del mundo de los vivos…
Un pánico ciego se apoderó de él. Se puso a correr a lo largo de los túneles torciendo a la derecha, a la izquierda y gritando como un loco. Sus esfuerzos redujeron el pedazo de vela hasta hacerla casi desaparecer. Continuó corriendo.
De algún modo, tuvo la sensación de que la vida de Nayland Smith estaba en juego. Debía alcanzar el aire de arriba o el desastre le sobrevendría no sólo a Nayland Smith, sino a toda la humanidad. La vela, que ahora no era más que un delgado disco, quedó aplastada entre sus temblorosos dedos…
En ese momento se despertó.
En la habitación reinaba el silencio. Salvo por la voz inmutable de la ciudad que nunca duerme, no se oía ningún ruido.
Hepburn buscó a tientas las zapatillas. No había cigarrillos en la habitación y decidió ir a la salita para fumar uno y tomar un trago. Aquel espantoso sueño de túneles interminables lo había conmocionado.
La noche era clara como el cristal; una luna casi llena derramaba su fría luminosidad en las habitaciones. Llegó hasta la salita sin encender ninguna luz, porque no quería despertar a Nayland Smith, quien tenía el sueño ligero. Sobre la mesa, al lado del teléfono, había cigarrillos. Sacó uno, pero no tenía con qué encenderlo.
Se detuvo un momento y miró a su alrededor. Entonces vio, a través de una puerta abierta, la habitación del otro lado, bañada por la luz de la luna. Era la que había acondicionado como laboratorio temporal. Desde la ventana se veía el tejado del hotel en el que se hospedaba Moya Adair.
Recordó que había dejado allí una caja de cerillas. Entró, cruzó la habitación y miró por la ventana.
Había olvidado su primer objetivo. Se quedó allí, en tensión, observando…
¡Desde una ventana de un ala del Regal-Athenian que sobresalía del edificio y a menos de veinte metros de distancia dos plantas por debajo de la suya, el doctor Fu-Manchú lo miraba!
Un instinto primitivo le advirtió que rechazara aquella ilusión, porque no estaba dispuesto a creer que aquel hombre en persona estuviera allí. Era una continuación, una parte de su misterioso sueño. No estaba despierto. Los ojos verdes y brillantes resplandecían a la luz de la luna como el jade pulido.
Los observó con fascinación.
Su impulso de despertar a Smith y hacer que registraran el edificio lo abandonó. Aquellos ojos maravillosos requerían toda su atención…
Se vio a sí mismo trabajando en el laboratorio —desde luego, seguía soñando—, preparando una extraña receta. Era fuera de lo común, algo nuevo para él. La preparó con un cuidado meticuloso, pues era indispensable para la vida de Nayland Smith…
Por fin, la terminó. Ahora debía cargar con ella una jeringuilla hipodérmica para una inyección intravenosa. Era vital que Smith no se despertara…
Con la jeringuilla en la mano, se deslizó por el pasillo hasta la segunda puerta. Escuchó. No se oía ningún ruido.
Abrió la puerta y entró en silencio.
Nayland Smith estaba tumbado en la cama e inmóvil, con las manos delgadas y bronceadas encima del cubrecamas.
A Mark Hepburn le pareció en el sueño que las condiciones eran ideales. Cruzó con sigilo la habitación. Con toda seguridad no podría inyectar todo el contenido de la jeringuilla sin despertar a Smith, pero al menos le inyectaría una parte.
Levantó con cuidado la manga de la camisa del pijama de Smith. Éste no se movió. Le clavó el extremo de la aguja en la piel…