III

—Ayer por la noche vi al hombre raro, Goofy —dijo Robbie Adair mientras dejaba la cuchara con gachas de avena y miraba, con los ojos abiertos de par en par, a la niñera Goff—. Al hombre raro que hace cabezas.

—Creo que sólo es un sueño, muchacho —declaró la niñera Goff—. Yo no lo he visto nunca.

Pero Robbie estaba muy decidido respecto a aquel punto y no aceptaba que lo pusieran en duda. Según su relato, el misterioso loco que arrojaba esculturas de cabezas humanas desde su elevado estudio apareció la noche anterior. Robbie se había despertado a una hora avanzada; sabía que era muy tarde «por cómo se veía el cielo». Fue hasta la ventana y vio al hombre tirar una cabeza de arcilla a lo lejos, sobre la cúpula.

—Nunca he oído una historia más absurda en mi vida —declaró la niñera Goff—. ¡Dios bendiga a este muchacho! ¡Estás soñando!

—No estoy soñando —afirmó Robbie con firmeza—. ¿Puedo comer más mermelada, por favor? ¿Mamá viene hoy?

—No lo sé, querido; eso espero.

—¿Vamos a ir al jardín?

—Si hace buen tiempo, sí, Robbie.

Robbie estuvo untando el pan con la mermelada durante un rato.

—¿Vendrá el tío Mark? —preguntó.

—Creo que no, querido.

—¿Por qué no? Me gusta el tío Mark, todo menos sus bigotes. También me gusta el tío amarillo, pero nunca viene.

La niñera Goff reprimió un escalofrío. El hombre a quien el niño había bautizado con el nombre de «tío amarillo» la aterrorizaba como nada había aterrorizado antes su dura naturaleza escocesa. Su presencia en la vida de la señora Adair, a quien ella respetaba y también apreciaba, era un misterio que no lograba comprender. Aunque sus visitas eran pocas, daba por descontado que era el protector de la señora Adair. Pero el modo en que la señora Adair, hermosa y de refinada educación, empezó su relación con aquel espantoso hombre chino escapaba a la comprensión de Mary Goff. El cariño que Robbie sentía por aquel ser siniestro presentaba a su entendimiento un problema todavía mayor.

—Me regaló un automóvil para mi cumpleaños —recordó Robbie—. Mi tío amarillo.

—Te «regaló» un coche, Robbie. ¡Dios bendito! No sé de dónde sacas esas palabras…

Cuando, una hora más tarde, el pequeño y solitario Robbie y la niñera Goff se dirigieron al jardín de Long Island con el automóvil del niño en el maletero del gran Rolls que conducía Joe, el alegre chófer de raza negra, les siguió un grupo de protección en un coche Z.

Bastante más atrás pero sin perder de vista al coche Z, un vehículo del gobierno a las órdenes del teniente Johnson cerraba la marcha de la curiosa procesión.