—¿A qué viene esto, Hepburn? —soltó Nayland Smith.
Cuando Hepburn entró en la salita, Smith se sentaba frente a un frugal desayuno y el New York Times, que había apoyado en la cafetera. Salvo por unas leves sombras debajo de sus ojos penetrantes, pocos signos en el rostro bronceado de Nayland Smith reflejaban el estado de tensión nerviosa continua a la que había estado sometido durante las cuarenta y ocho horas anteriores. Miró a Hepburn mientras cargaba la pipa de forma automática.
El bigote y la barba habían desaparecido. Mark Hepburn había recobrado su identidad de hombre bien rasurado. Sonrió en su forma habitual, casi como si se disculpara.
—¿No es su amigo Kipling quien dijo que las mujeres y los elefantes nunca olvidan? —preguntó—. En mi opinión, podría haber incluido al doctor Fu-Manchú. ¡Recuerde que ayer por la noche me tuvieron en el punto de mirados veces!
Nayland Smith asintió con un movimiento de la cabeza.
—Tiene razón —respondió con rapidez—. Por un momento había olvidado que le vio a través de la ventana. En efecto, el periodista con barba tiene que desaparecer.
Fey trajo de la pequeña cocina unos platos tapados en una bandeja; un olor apetitoso lo acompañaba. Se comportaba como un sirviente bien instruido en un apacible hogar inglés.
—Estoy haciendo café, señor —dijo, dirigiéndose a Hepburn—. Estará listo en un momento.
Destapó los platos y se retiró.
—Estoy llegando a la conclusión —dijo Nayland Smith mientras. Hepburn examinaba los platos—, de que llevamos aquí más tiempo del conveniente. Sólo es cuestión de tiempo que nos descubran a uno o a ambos entrando o saliendo del edificio.
Hepburn no respondió. Nayland Smith encendió la pipa con una cerilla.
—Hasta ahora, hemos tenido mucha suerte, aunque los dos hemos vivido situaciones de las que nos hemos librado por los pelos. Pero sabemos que este edificio está vigilado día y noche. En mi opinión, sería sensato que nos trasladáramos a otro lugar.
—Estoy de acuerdo con usted —dijo lentamente Mark Hepburn.
—Los periódicos —prosiguió Nayland Smith mientras señalaba una docena de hojas desperdigadas junto a él sobre la alfombra— no hablan mucho de nuestra redada fallida. ¡Ha sido un desastre, Hepburn! No podemos retener a ninguno de los detenidos: no tenemos pruebas contra ellos.
—Lo sé.
Fey entró con el café y se retiró a su diminuto santuario.
—Sólo es cuestión de tiempo —continuó Smith repitiendo, sin saberlo, las palabras del doctor Fu-Manchú— que encontremos la madriguera china. Esta mañana he asistido al interrogatorio, pero es una pérdida de tiempo intentar sacarle algo a un chino. Sin duda, esto explica la supervivencia de la tortura en su país. Wu King, como predije, recurrió a la historia de la guerra entre clanes. Centre Street empieza a considerarme un fanático molesto. Aun así —dijo mientras daba un golpe en la mesa con la palma de la mano—, tenía razón sobre la base de Chinatown. Está ahí, pero cuando la encontremos, ya estará desierta. Estamos en un callejón sin salida, Hepburn, y no sabemos cuál va a ser nuestro próximo paso.
Señaló al periódico que estaba apoyado en la cafetera.
—Empiezo a ver la mano de Fu-Manchú por todas partes. Aunque llevaba puestas unas gafas y mi disfraz de sacerdote (respecto al cual usted me ha felicitado), casi he sido víctima de un accidente esta mañana, justo en la esquina.
—¿Qué ha ocurrido?
—¡Un camión de gran tonelaje ha desobedecido las señales y se ha lanzado sobre mi coche como si lo llevara el diablo! Sólo nos ha salvado la habilidad de mi conductor. El camionero dijo que le habían fallado los frenos… El camión pertenecía a la compañía Lotus.
—Pero, Smith…
—Debemos estar preparados para esto. Nuestro enemigo es un genio. ¡Nuestros pequeños subterfugios probablemente le divierten! ¡Piense en lo que está en juego! Por ejemplo, ¿conoce la situación de Abisinia? Si el doctor Fu-Manchú triunfase aquí, significaría el fin de la ambición italiana.
—¿De verdad lo cree así?
Hepburn lo miró con expresión seria.
—Lo sé —replicó Nayland Smith—. El mapa del mundo va a cambiar, Hepburn, si no detenemos lo que se está fraguando en este país. ¿Se ha parado a pensar que, casi de la noche a la mañana, Paul Salvaletti se ha convertido en una figura nacional?
—Sí. Y no sé cómo encaja en el panorama.
—Hay un hecho muy curioso…
—¿A qué se refiere?
—A qué Lola Dumas está con Salvaletti. Aparece con él a menudo en la prensa.
—¿Y le resulta extraño? Siempre estuvo relacionada con la Liga de los Buenos Norteamericanos.
—La Liga de los Buenos Norteamericanos no es más que otro nombre para el doctor Fu-Manchú —le soltó Nayland Smith mientras se ponía de pie y empezaba a recorrer la habitación—. Es un hecho muy interesante; implica que el doctor Fu-Manchú respalda a Salvaletti. En otras palabras, que Salvaletti no es un oportunista que haya saltado de repente a la palestra…
—¡Santo cielo! —exclamó Hepburn mientras dejaba su tenedor—. Entonces ¿estaba todo preparado?
—Exacto.
—¿Es posible?
—La trama empieza a tomar forma. Hemos estado demasiado concentrados en una parte pequeña. He leído el informe sobre Salvaletti. Todavía no está completo, pero, por lo visto, su formación hasta ahora ha apuntado siempre en una única dirección. Gracias a Dios que el abad Donegal está a salvo. Lo he dicho antes y lo sigo diciendo: la vida de ese sacerdote es muy valiosa. Todavía puede ser necesario recurrir a él para que detenga la marea. Lea los periódicos…
Durante su paseo interminable dio un puntapié a los periódicos.
—Los graves problemas a los que se enfrenta el viejo mundo ocupan pocas páginas. La crisis nerviosa (pues es así como se la ha definido) de Orwin Prescott aparece sólo como un breve boletín de Weaver’s Farm. Los distintos asesinatos que han acompañado a la visita del doctor a los Estados Unidos están cayendo en el olvido. Sin embargo, Harvey Bragg, el mártir, continúa acaparando las noticias; él, y, ahora, Paul Salvaletti. Y como le he dicho, un aspecto significativo es que Lola Dumas se está introduciendo con sigilo.
Hubo un breve silencio interrumpido tan sólo por el sonido del teléfono y la voz susurrante de Fey que respondía a las llamadas en una habitación contigua. Sin duda, ninguno de los mensajes tenía la importancia suficiente para requerir la presencia de Nayland Smith o la de Hepburn. De todos modos, Fey tomaba buena nota de todas ellas. Smith miró a través de la ventana y vio que no quedaba el menor rastro de la niebla. En el aire predominaba esa visibilidad nítida y glacial que en ocasiones caracteriza a la ciudad de Nueva York.
—¿Está mirando el Stratton Building, Smith? —preguntó Hepburn.
—Sí —soltó Smith—. ¿Por qué?
—¿Recuerda que le hablé sobre un hombre extraño que vive en lo alto del edificio según me contó Robbie Adair?
—Sí.
—Siento una gran curiosidad hacia ese hombre, y admito que quizá se deba a que lo relaciono con la señora Adair. Ayer por la noche a última hora realicé algunas pesquisas y esta mañana me ha llegado el informe. Hay algo extraño en relación con el Stratton Building.
—¿De qué se trata?
Nayland Smith se volvió y miró a Hepburn.
—Hasta donde especifica el informe, pues no está de ningún modo completo, todo el edificio está ocupado por oficinas de empresas en las que el difunto Harvey Bragg tenía intereses.
—¿Cómo?
—La sede en Nueva York de la Liga de los Buenos Norteamericanos está allí, las oficinas centrales de la compañía de transportes Lotus también, e incluso la South Coast Trade Line dispone de una oficina en el edificio.
Nayland Smith se acercó y apoyó las manos sobre la mesa. Se inclinó y miró expectante a Mark Hepburn.
—Esto es muy interesante —dijo despacio.
—Eso creo yo. Como mínimo, curioso. Por lo tanto, esta mañana temprano he realizado las gestiones oportunas para revisar los pararrayos del edificio por cortesía de la compañía Midtown Electric. Quizá no descubra nada, pero al menos me permitirá acceder a varias de las dependencias del edificio.
—Está despertando mi más vivo interés —dijo Nayland Smith mientras regresaba a la ventana y levantaba la vista hacia el Stratton Building—. Así que la Liga de los Buenos Norteamericanos, ¿eh? ¡Dése cuenta, Hepburn, de que esta gran conspiración no acaba con el control de los Estados Unidos, sino que abarca Australia, Filipinas y hasta Canadá! ¡Los agricultores del Medio Oeste, ahogados por los préstamos, reciben subsidios de la Liga y son enviados a Alaska, donde, sin saberlo, están estableciendo un núcleo para la dominación futura de Fu-Manchú!
—Santo cielo, y ¿de dónde procede todo ese dinero?
—Del Si-Fan, la sociedad secreta más antigua y más poderosa del mundo. ¡Si la verdad sobre la Liga de los Buenos Norteamericanos, con su «Norteamérica para todos los hombres y todos los hombres para Norteamérica», llegara a conocimiento del público, me estremece pensar cuál sería su reacción! Pero volviendo a los asuntos personales… ¿cuáles son sus planes respecto a la señora Adair?
—No tengo ninguno —dijo Mark Hepburn con lentitud y con su característica voz más monocorde de lo habitual—. Le he contado todo lo que sé sobre ella, Smith, y estará de acuerdo conmigo en que la situación es de gran peligro.
—Lo es; para ambos. Deduzco que esperará hasta que la señora Adair se ponga en contacto con usted.
—Así debo hacerlo.
Nayland Smith le lanzó, durante un instante, una mirada penetrante.
—Puede que sea un as en la manga para nosotros, Hepburn —dijo—, pero, con toda sinceridad, es una carta que no sé cómo jugar.