—Aquí hay algo que no encaja —dijo Nayland Smith.
Desde la pasarela de hierro en la que se hallaba, dirigió la luz de la linterna hacia el agua pestilente de abajo, que fluía con lentitud.
—Estamos en una de las alcantarillas principales —le dijo Corrigan—. Eso es lo que no cuadra. Por el tiempo que hemos tardado en llegar hasta aquí, diría que estamos a la altura de la calle Second, y, en cualquier caso, fuera del área sospechosa.
Se volvió y miró hacia atrás. El espectáculo era realmente singular. El túnel estaba moteado de luces en movimiento: las linternas del grupo que realizaba la batida. A veces, un rostro apenas entrevisto surgía de las susurrantes sombras cuando un haz perdido de luz tropezaba con él. Se oía un murmullo de voces y el ruido de pasos sobre el metal.
—Quizá deberíamos regresar —dijo una voz apagada—. Podríamos seguir por este camino toda la noche.
—Regresemos —soltó Nayland Smith con tono malhumorado—. Este lugar es asfixiante y es obvio que nos hemos equivocado de camino.
—En algún punto debe de haber una trampilla —añadió Corrigan—. Todo lo que podemos hacer es sentarnos en los alrededores del cubil y esperar a que la rata salga.
Esto no era, en absoluto, lo que Nayland Smith había planeado. Estaba profundamente decepcionado. Sin duda, el fracaso de su ambicioso plan le habría hecho sentirse humillado si no hubiera sido por los arrestos realizados en el East River. Al menos, con ellos se confirmaba su teoría de que el grupo de acólitos del doctor Fu-Manchú utilizaba la puerta que había debajo del muelle y que pertenecía a la South Coast Trade Line.
¡Resultaba exasperante saber que, como se había dado cuenta cuando arrestó al egipcio, con toda probabilidad esa noche se estaba celebrando una reunión del Consejo de los Siete!
La túnica con capucha resultaba muy significativa. Era evidente que existían razones para que los asistentes no desearan revelar su identidad a los demás. Ahmed Fayume era uno de los Siete, un jefe del Si-Fan. Pero era poco probable, debido a sus credenciales diplomáticas, que lograran condenarle por algún delito contra el gobierno de los Estados Unidos.
Gracias a su experiencia, sabía que cualquier intento de interrogar al prisionero chino sería improductivo. Daba por hecho que el cautivo era un servidor de Fu-Manchú y era del todo improbable que pudieran obligarle a admitirlo. El otro chino había escapado. A esas alturas, ya habría dado la alarma…
Las palabras de Corrigan eran su único consuelo. Reconoció que sería imposible mantener el cerco a un área de Chinatown el tiempo suficiente para que resultara efectivo. Estaba en lo cierto, pero había fracasado. Sólo había un atisbo de esperanza. Y, de repente, se alegró de que el otro chino hubiera conseguido huir.
Si —y tenía pocas dudas al respecto— unos conspiradores influyentes estaban presentes esa noche, ¡la redada en la entrada secreta junto al río podía dar como resultado un intento desesperado de huir por arriba!
Pero no dijo nada y avanzó, cerrando la marcha del grupo con Corrigan, que tanteaba el camino a lo largo del fétido túnel. En ciertos lugares se oía el eco de unos ruidos, retumbantes y amortiguados, que provenían de arriba; se trataba del intenso tráfico de la ciudad. Y todo el tiempo los acompañaba el susurro reverberante del agua. Se detuvo en un punto donde una pasarela de inspección inferior cruzaba por debajo aquella por la que avanzaban.
—¿Dónde cree que nos encontramos, Corrigan? —le preguntó.
—Diría que por debajo de Bayard y East Broadway más o menos. Es un cálculo aproximado, pero creo que no me equivoco de mucho.
—Asigne a unos hombres para que vigilen esta confluencia.