—La verdad es que me alegro de salir —dijo Corrigan mientras, ayudado por agentes voluntariosos, se arrastraba por debajo de la puerta a medio izar—. No me gusta el aspecto de ese túnel.
Desde más allá del espacio resonante situado debajo del muelle, llegó una orden pronunciada con un grito.
—¡Silencio!
El zumbido de voces inquietas cesó. Los hombres apiñados en el compartimento reducido que había entre la puerta interior y la del río, que estaba entreabierta por el palo, se callaron.
—Ése es Eastman —dijo Corrigan—. Vayamos a ver qué noticias trae.
En el exterior, la escena representada por las sombras en movimiento resultaba dantesca.
—Acabamos de divisar una lancha desde el puente —explicó Eastman, que no estaba a la vista—. ¿Algo os ha retenido ahí abajo?
—Así es, pero ya no —respondió Corrigan de modo conciso. A continuación, se volvió hacia Nayland Smith—. ¿Y, ahora, qué hacemos?
Nayland Smith, una parodia de sí mismo, vestido con un traje de aspecto lamentable y con una gorra de lino que en algún momento debió de ser blanca ladeada sobre un ojo, permaneció en silencio detrás de Corrigan. Se pellizcaba el lóbulo de la oreja izquierda.
—Un cambio de planes —soltó—. No había previsto esta situación. Ponga a todos los hombres a cubierto otra vez, Corrigan, y esconda la lancha corriente abajo. Elija a dos de los mejores hombres para que se queden con nosotros. No pierda tiempo.
—¿Ha oído eso, Eastman? —gritó Corrigan—. Todo el mundo a cubierto; como estaban cuando llegamos. Alejen la lancha del muelle, atráquenla y esperen órdenes. ¡En marcha! —Se volvió hacia dos hombres que estaban cerca del palo introducido en la rendija de la puerta entreabierta—: Ustedes dos —espetó—, quédense aquí. Los demás, suban la escalera.
A continuación, se oyó el rumor de unos pasos en orden; tres hombres saltaron al interior de la lancha y el resto, algunos de los cuales habían quedado atrapados en el espacio reducido que había entre las dos puertas, subió a paso ligero la escalera que conducía al muelle de arriba. La lancha salió de popa como una nave fantasma recortada sobre la miríada de luces reflejadas en el agua y desapareció de la vista.
—Coloquen una cuña pequeña en esta puerta; una navaja servirá, o cualquier cosa que resista la presión.
Smith saltó por encima del palo que cruzaba el túnel y corrió hacia dentro iluminando al frente con la luz de la linterna. La compuerta de hierro que había más adelante estaba levantada unos dos tercios de la altura.
—Todo listo, jefe —dijo una voz—. Hemos bloqueado la puerta.
—Bien. Corrigan, venga conmigo y ustedes dos entren pero quédense cerca de la puerta.
Se oyó de nuevo el sonido de unos pasos que se arrastraban por el suelo. Los dos hombres, unas siluetas negras, cruzaron la estrecha abertura.
—¿Están listos? —soltó Nayland Smith.
—Listos, jefe.
—Ahora, tiren del palo. Tenemos que entrarlo en el túnel, Corrigan.
Tiraron juntos del palo y lo dejaron en el suelo pegado a una de las paredes del túnel.
—Ahora —dirigió Nayland Smith sin aliento—, suelten la puerta poco a poco. Si es posible, procuren que no sea de golpe.
La puerta, impulsada por un potente muelle, se cerró casi arrastrando a los dos hombres con ella. Conforme se cerraba, la otra, que parecía la compuerta de una esclusa, se levantó centímetro a centímetro.
—No podemos aguantar más, capitán —informó por fin uno de los hombres—. Nos pillará las manos.
—Suéltenla —ordenó Smith.
La puerta se cerró de golpe. Se oyó un ligero chirrido cuando el borde chocó con el obstáculo que habían colocado para mantenerla entreabierta. Nayland Smith iluminó con la linterna la parte superior del túnel…
De la ranura del techo sobresalían apenas cinco centímetros de la compuerta.
No sabía cómo funcionaba aquel ingenioso mecanismo con exactitud. Además, el lugar en el que estaban no ofrecía protección alguna.
—Comprendo sus intenciones —dijo Corrigan—, pero aparte de disparar a quien entre, poca cosa más podremos hacer.
—Nada de disparos si no reciben la orden.
—De todos modos, supongo que se darán cuenta del engaño de la puerta —dijo uno de los hombres.
—Cuando estén debajo del muelle, Eastman saltará sobre ellos —repuso Corrigan—. Sacad las pistolas, chicos. Tan pronto como la puerta se abra, la orden es «¡arriba las manos!».
Siguieron unos minutos de silencio interrumpidos sólo por los ruidos del río que les llegaban a través de la estrecha abertura que provocaba la cuña.
—Comprobemos el mecanismo —dijo Corrigan—. Estaba pensando, jefe, que quizá la maquinaria no funcione a menos que la puerta esté cerrada del todo. Todavía tenemos tiempo para comprobar si la puerta se abre. ¡Vamos chicos!
—Apenas puedo agarrarla —dijo una voz ronca.
—Tirad de ella pero no mucho, sólo para comprobar si se mueve.
Transcurrieron unos segundos.
—Sí, se puede abrir.
—Entonces, estén atentos —soltó Nayland Smith—. Si se presenta algún problema, ábranla.
Arriba, Eastman miraba a través de un hueco que había en una hilera de barriles. Entonces vio una motora pequeña que bajaba por el río, unas veces bañada por las luces y otras oculta en la oscuridad. Uno de los chinos que iban a bordo estaba de cuclillas en la proa, oteando con atención hacia delante mientras el otro conducía la embarcación. Una figura borrosa se sentaba a popa. La bruma flotaba sobre el agua.
—Es como una aparición maldita —musitó Eastman.
El hombre de popa, según revelaron momentáneamente las luces en movimiento de un vapor que pasaba, llevaba puesto un impermeable de hule y sombrero también impermeable cuya ancha ala ocultaba por completo sus facciones. ¡Iba vestido igual que los otros cuatro pasajeros de la lancha que lo habían precedido!
Los agentes escondidos en el muelle observaban conteniendo la respiración mientras la pequeña embarcación se balanceaba en el oleaje aceitoso, viraba hacia la estrecha abertura casi imperceptible desde el centro de la corriente y se arrimaba a la escalera. La maniobra se efectuó con suavidad. El hombre de proa asió la barandilla y extendió una mano al pasajero de popa. Al virar, apagaron el motor y perdieron de vista las luces.
El pasajero dio unos pasos cautelosos y le ayudaron a alcanzar la escalera. Hubo un intercambio de palabras susurradas que los hombres de arriba no pudieron comprender. Eastman, que había observado una llegada anterior a través de unos prismáticos desde una lancha de la policía, supuso que el chino de proa iba en cabeza…
En el interior, en la más completa oscuridad, cuatro hombres aguardaban en tensión. De un modo amortiguado, llegó a sus oídos el sonido de unos pasos en los escalones.
—¡Atentos! —dijo Corrigan en voz baja—. Las armas preparadas.
La puerta se abrió, aunque no distinguieron si fue de forma automática o porque los dos hombres la empujaron.
—¡Manos arriba! —espetó Nayland Smith.
Enfocó el haz de luz de la linterna directamente a la cara del hombre que entraba. Se trataba de un rostro mongol igual a cualquier otro que, en circunstancias como aquéllas, nunca mostraría un cambio de expresión. El hombre levantó las manos por encima de la cabeza. La figura que lo seguía, vestida de negro brillante, realizó un movimiento similar.
En el exterior se oyó un grito amortiguado, el estrépito de unos pasos y el chapoteo de una zambullida en el río.
—¡Atrapen a ese hombre! —gritó Eastman—. ¡Se ha lanzado al agua desde la popa!
Se oyeron unos gritos de respuesta y unos pasos rápidos.
—Registra al pájaro de negro, Waygood —ordenó Corrigan—. Y tú, al chino.
El hombre llamado Waygood arrancó con brusquedad el sombrero de la cabeza del pasajero y le quitó el impermeable mientras el otro agente registró con rudeza al imperturbable chino.
Nayland Smith miró con interés la cara que había estado oculta. De repente reparó en un hecho asombroso. ¡Por una de esas casualidades del destino que en raras ocasiones acudían en su ayuda, había escogido para la redada en el centro de operaciones de Fu-Manchú una noche en la que influyentes miembros de la organización se reunían para celebrar una conferencia!
Había esperado descubrir las estoicas facciones del general Li Wu Chang, pero sufrió una decepción.
Lo que vio fue una cara de estilo oriental, pero más del Próximo Oriente que del Lejano Oriente: un rostro orgulloso de piel cetrina, ojos oscuros y brillantes y labios arrogantes. Pero no lo conocía.
Al chino le arrebataron una automática y un puñal de aspecto peligroso. El otro parecía ir desarmado, pero un hecho singular salió a la luz cuando le quitaron el impermeable. ¡Debajo, llevaba puesta una túnica con capucha!
Eastman apareció de repente en la puerta.
—El otro chino se nos ha escapado —informó—. Supongo que nada como un tiburón. Debe de haber nadado debajo del agua durante mucho tiempo, ¡a menos que se haya ahogado! En cualquier caso, no hay ni rastro de él. Y la bruma se está espesando.
—Mala suerte —soltó Nayland Smith—, pero manténgase alerta. —Se volvió hacia Corrigan—. Llévese al hombre chino fuera —espetó—, tengo algunas preguntas que formular al otro.
Unos segundos más tarde se hallaba frente al solemne oriental cuya cara iluminaba Corrigan con una linterna.
—¿Conoce al hombre chino, Corrigan?
—No, pero Finney, que está en Mott Street, quizá lo reconozca cuando lo vea. Conoce a todos los chinos de la ciudad.
Nayland Smith clavó su penetrante mirada en las facciones del egipcio, pues ya había determinado su nacionalidad.
—¿Cómo se llama? —preguntó.
—¿Con qué autoridad me lo pregunta?
El oriental, que mantenía una serenidad impresionante, hablaba con soltura un inglés perfecto y culto.
—Soy agente del gobierno. ¿Cómo se llama?
—A juzgar por el trato recibido por mi acompañante chino —replicó el egipcio—, si guardo silencio sólo puedo salir malparado. Me llamo Ahmed Fayume. ¿Quiere ver mi pasaporte?
—Entrégueselo al capitán de la policía Corrigan.
El egipcio sacó de debajo de la curiosa túnica que llevaba puesta un pasaporte que alargó a Corrigan. Éste miró al oriental a la manera intimidante que emplea la policía y abrió el documento con violencia, como si lo odiara.
—¿Cuándo ha llegado a Nueva York?
—La noche pasada, en el Île-de-France.
—Y se hospeda en…
—El Grosvenor-Grand.
—¿Qué lo ha traído a los Estados Unidos?
—He venido a visitar Washington.
—¿Es diplomático?
—Formo parte del séquito del rey Fuad de Egipto.
—Es cierto —gruñó Corrigan levantando la vista del pasaporte—. Hay algo extraño en todo esto.
Su expresión era de desconcierto.
—Quizá, señor Fayume —dijo Nayland Smith con tono decidido—, pueda explicarnos qué hace aquí esta noche en compañía de dos hombres sospechosos.
El egipcio esbozó una ligera sonrisa.
—Como es lógico, no tenía ni idea de que fueran sospechosos —respondió—. Cuando el consulado egipcio me puso en contacto con ellos, creí que me traían a un centro de entretenimiento incomparable donde suministraban hachís y otras diversiones.
—¡Claro! Y, ¿a qué se debe el curioso disfraz?
—¿Se refiere al dominó negro? —repuso el egipcio mientras continuaba sonriendo—. Me lo proporcionaron los guías, pues, por lo general, los visitantes del establecimiento al que me refiero no desean ser reconocidos.
Nayland Smith siguió observando los grandes ojos aterciopelados de su interlocutor.
—Su historia debe investigarse, señor Fayume —dijo con sequedad—. Mientras tanto, debo pedirle que se considere bajo arresto. ¿Sería tan amable de vaciar los bolsillos?
Ahmed Fayume encogió los hombros con resignación y obedeció la orden.
—Me temo —dijo con calma— que está provocando un incidente internacional…