En la cueva de la diosa de los siete ojos, el doctor Fu-Manchú permanecía sentado, con los ojos cerrados y las manos, largas y marfileñas, extendidas sobre la mesa que tenía enfrente. Escuchaba la voz de plata del lejano orador y el entusiasmo, cada vez mayor, de la audiencia a la que se dirigía; una audiencia que sólo representaba una fracción de la que, de costa a costa, estaba pendiente de sus palabras. Aquel discurso iba a jugar un papel extraordinario en la historia del país. Los otros oyentes, invisibles en las misteriosas celdas que rodeaban la cámara central, también estaban en silencio e inmóviles.
En la séptima de esas celdas, la que comunicaba con una serie de puertas de hierro que protegían el lugar de la calle de arriba, el viejo Sam Pak estaba sentado como una momia sobre el diván y escuchaba, como los otros, la voz maravillosa e inspirada que hablaba en un estado del sur.
Un zumbido muy leve que se oyó justo encima de él provocó que los ojos rasgados se abrieran en la máscara cadavérica. Sam Pak volvió la cabeza hacia arriba. Una lucecita azul se había encendido. Sacudió la cabeza marchita y la observó. Dos, tres, cuatro minutos transcurrieron y la luz continuaba encendida. En vista de lo cual, aquel hombre de vastos conocimientos y experiencia se puso en acción. Algo extraño ocurría.
La aparición de la lucecita azul era correcta, porque todavía se esperaba la llegada del séptimo representante por la puerta del río. La luz indicaba que uno de los dos hombres de servicio que conocían su secreto la habían abierto. Pero su persistencia significaba que la puerta no había vuelto a cerrarse, y esto era inusual.
Mientras Sam Pak se levantaba y, sin hacer ruido, arrastraba los pies hacia la puerta, la luz azul parpadeó, se atenuó, parpadeó de nuevo y por último se apagó.
¡Definitivamente, algo iba mal!
Un hombre de menor rango habría alarmado al Consejo, pero Sam Pak era un hombre importante. De modo silencioso, abrió la puerta de hierro y subió la escalera que había al otro lado. Abrió una segunda puerta y continuó subiendo mientras iba encendiendo las luces. A mitad de camino de un pasadizo con paredes y suelo de piedra, se detuvo debajo de un farol que colgaba de un soporte. Levantó los brazos y tiró del soporte.
Éste bajó como una palanca y un sector de la pared de aspecto sólido y de cerca de metro y medio de alto por uno de ancho cayó hacia abajo como si fuera un puente levadizo. Encajaba en los bordes de un modo tan exacto y su construcción era tan sólida que habría hecho falta ser un detective de primera para descubrirla cuando estaba cerrada.
Sam Pak se agachó y pasó por la oscura abertura. Cuando la puerta secreta bajó, se oyó un suave chapoteo de agua que fluía. Se percibía, también, un malsano olor a humedad. Tanteó a su alrededor y encontró una barandilla de hierro; extrajo una linterna del interior del batín azul y enfocó la luz hacia delante.
Estaba en una pasarela situada por encima de una alcantarilla profunda; una pasarela de inspección que era accesible, y a veces utilizada, por las autoridades sanitarias de la ciudad. La habían conectado con el laberinto secreto construido debajo de Chinatown y en el otro extremo, junto a la orilla del río, habían abierto una salida.
Avanzó despacio: una figura encorvada y misteriosa que se deslizaba por un lugar maldito y resonante.
Se detuvo delante de una pared de piedra donde las oleosas aguas desaparecían por debajo de un arco y la pasarela parecía terminar.
Sus manos, viejas y en forma de garra, manipularon la pieza de un mecanismo y apareció una caja pequeña. En el interior había una especie de teléfono. Sam Pak tomó el instrumento y escuchó.
—¡Chi, chi, chi! —siseó.
Volvió a colgar el auricular, cerró la caja que lo ocultaba y regresó sobre sus pasos por la pasarela, pero esta vez a una velocidad extraordinaria para un hombre de su edad. Lo inesperado, aunque previsto, había sucedido.
El enemigo había entrado por la compuerta del río.