—¿Qué demonios es esto? —gruñó el capitán de la policía, Corrigan— ¡Estamos atrapados!
La luz de su linterna y la de Nayland Smith convergieron en la compuerta de hierro que había caído detrás de ellos. Muy débilmente oían las voces del grupo que se encontraba al otro lado.
—No había contado con esto —le musitó Nayland Smith—. Pero no debemos preocuparnos, sino pensar.
—Tengo la impresión, jefe —dijo el oficial de la policía—, de que las siete llamadas de timbre actúan de modo automático y que, después de cierto tiempo, esta segunda puerta se cierra; probablemente para asegurarse de que un grupo numeroso no entre de golpe.
—Es posible que tenga razón, Corrigan —soltó Nayland Smith—, pero lo que es evidente es que estamos aislados.
—Lo sé.
Se quedaron quietos, escuchando. De un modo vago, oyeron las órdenes de alguien que había tomado el mando y que gritaba al otro lado. Las palabras llegaban a sus oídos como meros murmullos. La puerta de hierro no sólo era maciza, sino que encajaba a la perfección en las guías.
—¿Oye un ruido como de agua, jefe? —preguntó Corrigan en voz baja.
—Sí.
El haz de luz de la linterna de Nayland Smith buscó por el suelo, las paredes y hacia delante hasta donde pudo alcanzar sin descubrir nada salvo lo que al parecer era un túnel interminable de ladrillo.
—Creo recordar —prosiguió Corrigan—, que había un arroyo o un riachuelo por aquí hace tiempo y que lo convirtieron en una alcantarilla. ¿Oye el agua que fluye?
—Sí —dijo Nayland Smith.
—Supongo que debemos de estar al lado o encima del canal. Creo que se originaba en algún lugar cerca de Columbus Park, donde hay un estanque…
—Tenemos que pensar que, por el momento, todo está en orden… —dijo Nayland Smith con calma.
—¡Salvo por el hecho de que estamos atrapados!
—Quiero decir que, si como sugiere, la puerta del río se abre de forma mecánica y ésta se cierra al cabo de un tiempo preestablecido, no hay inconveniente en que sigamos adelante.
—Me sentiría más seguro con cuarenta hombres detrás de mí.
—Yo también. La forma de resolverlo sería volver a cerrar la puerta del río, llamar al timbre siete veces y repetir la operación hasta que hubiera pasado todo el grupo.
—Suena razonable, pero ¿cómo lo hacemos?… ¡Vaya! ¡Mire esto!
Corrigan dirigió la luz de la linterna hacia abajo; la mano le tembló de excitación. Los gritos de unas voces disonantes se oían más y más alto. Una abertura apareció en la base de la puerta de hierro. ¡Poco a poco, se levantaba!
—Cuando se abre la puerta de fuera, ésta se cierra de forma automática al cabo de medio minuto o menos —dijo Nayland Smith—. Por lo que parece, cuando la otra se cierra, ésta se abre. Deben de haber retirado el palo. Se ha establecido la conexión que la levanta otra vez.
—Estoy inquieto —repuso Corrigan con un tono grave y la mirada fija en la puerta que se abría con lentitud—. No soy ninguna anguila. Cuando logre salir de aquí, seré el primero en dar gritos de alegría…
En las calles de Chinatown habían dispuesto un cordón policial alrededor del área sospechosa. A lo largo del día habían efectuado un censo de la población que vivía en el sector que Nayland Smith había indicado; también se supervisaba a los que entraban y salían. La mayoría de los interrogados eran chinos, y los ciudadanos chinos respetan las leyes. Otros se habrían tomado a mal las condiciones de asedio a las que estaban siendo sometidos.
Mark Hepburn dirigía las operaciones con un grupo de tres hombres. Estaba muy preocupado, como percibían en sus ojos hundidos aquellos a quienes se acercaba. Su misión era asegurarse de que ninguno de los miembros invisibles de la organización del doctor Fu-Manchú escapara por las salidas de la calle que los agentes del gobierno y la policía encargada de la investigación no habían localizado. La importancia de su labor le permitió relegar a un segundo plano la cuestión de Moya Adair. Aparte de su interés personal, ella constituía una conexión de valor incalculable y él ansiaba conciliar su conciencia con su deber, su interés personal con el del Estado.
La noche se había vuelto glacial; los fuertes vientos se habían alejado por el Atlántico y el aire tenía esa calidad tonificante que estimula el vigor.
Se habían levantado barricadas en muchas calles y se había impuesto una especie de toque de queda en parte de Chinatown. A los propietarios de las casas se los había responsabilizado de los habitantes de éstas. Habían registrado los restaurantes y los bares desde el sótano hasta el tejado y, en particular, el Wu King’s Bar. Los residentes que deseaban entrar en la zona acordonada tenían que identificarse antes de permitírseles la entrada. Los visitantes eran escoltados a su destino y se comprobaba con cuidado su identidad.
Mark Hepburn había manejado la situación con su eficacia habitual. Habían dejado las apariencias a un lado. Todo Chinatown sabía que aquel sector se registraba a fondo en busca de uno de los peces gordos de los bajos fondos.
Todo el barrio estaba en suspenso porque se había corrido la voz, a través de los canales misteriosos que desafiaban la percepción occidental, de que algunos miembros del Consejo de los Siete del Si-Fan estaban en la ciudad. La temida sociedad japonesa del Dragón Negro no era más que una ramificación del Si-Fan, sociedad que abarcaba, con sus tentáculos invisibles, casi todas las razas asiáticas y africanas. Nadie que conociese la existencia de esta organización habría apostado ni un dólar por la vida de alguien señalado por el Si-Fan.