Mark Hepburn, consciente de que lo habían seguido desde que salió del apartamento donde vivía, como un prisionero, el hijo de Moya Adair, experimentó un placer casi salvaje cuando despistó a sus perseguidores en la gran estación de ferrocarriles.
Los había descubierto —eran dos— cuando bajaba la escalera. Sabía que la felicidad de Moya y, quizá, la vida de Robbie dependían de que supiera mantener el papel de amigo de la familia. Ocurriera lo que ocurriera, no debían identificarlo como agente federal.
Además, debía luchar a toda costa contra un temor cada vez mayor y casi supersticioso hacia los poderes del doctor Fu-Manchú. Incluso un pequeño triunfo sobre los agentes de aquel ser siniestro e invisible ayudaría a desvanecer el complejo de inferioridad que amenazaba con atenazarlo. Consiguió desembarazarse de sus perseguidores, unos rufianes de poca monta sin dificultad.
Un camión cubierto lo esperaba en un lugar acordado. Una vez en su interior, se puso un mono azul y después, con una caja sobre el hombro y una gorra de visera, entró por la puerta de servicio del Regal-Athenian.
La noticia de las muertes de Hahn el Rubio, un semidiós de los bajos fondos, y de Cario el Mosca, destacado especialista del robo con escalo, quedó relegada a un segundo plano a causa del asesinato de Harvey Bragg. En la estación de ferrocarril y en todos los quioscos por los que había pasado, el nombre de Bragg destacaba por doquier. La muerte de aquel hombre había causado un mayor impacto que el que causó su vida. Miles de personas se habían alineado a lo largo de la ruta del tren funerario para rendir homenaje a Harvey Bragg.
Mark Hepburn dejó de pensar en cómo encajaba aquella atrocidad en los planes del malvado genio que aspiraba a dominar el país. Se sentía extremadamente nervioso; feliz de un modo insensato porque había leído amabilidad en los ojos de Moya Adair; sumamente culpable porque quizá no había cumplido con su deber hacia el gobierno aunque, de hecho, no supiera en qué consistía su deber. Pero entonces, mientras Fey, con su estoico semblante, abría la puerta de la suite, se sintió enormemente ansioso por llevar a cabo el ambicioso plan de Nayland Smith para atrapar, al menos, a algunos de los implacables conspiradores —quizás incluso al gran jefe— en su guarida subterránea.