En la habitación donde el Hombre Memoria trabajaba con paciencia en la extraña pieza de arcilla, se oyó un timbre distante y la luz ámbar se apagó.
—Transmítame el último informe —ordenó la voz odiada y dominante— del representante del grupo que vigila la base 3.
—Ha llegado un informe —fue la pronta respuesta de la voz concisa y teutónica— a las cinco y quince. La policía ha recibido refuerzos. Los chinos que se acercan a las áreas uno, dos y tres son interrogados. El agente gubernamental responsable todavía no ha sido identificado. Desde mediodía, varios detectives y agentes federales han estado en el Wu King’s Bar. Fin del informe. Transmitido por el número 41.
Después de un silencioso intervalo durante el cual, en la oscuridad, el Hombre Memoria encendió un cigarrillo egipcio con la colilla de otro, la voz dijo:
—El último informe del número que vigila a Eileen Breon.
—El informe se ha recibido a las cuatro y treinta y cinco. Un hombre con barba, gafas y un abrigo con cuello de piel de aproximadamente treinta y cinco años de edad entró con ella en el apartamento a las tres y veintinueve. Se quedó durante una hora y, cuando salió, lo siguieron. Se marchó a pie en dirección a Grand Central. Los agentes que lo cubrían le perdieron la pista entre la muchedumbre. Fin del informe. Transmitido por el número 39.
—Muy insatisfactorio. Reproduzca el último informe del Regal-Athenian.
—Sólo ha llegado uno. A las cinco y diez de la tarde. Dado que los agentes federales Hepburn y Smith no han aparecido en largo rato, el número encargado sugiere que…
—Las sugerencias no son informes —interrumpió con brusquedad la voz gutural—. ¿Cuál es el número de ese agente?
Siguió otro breve silencio.
—Efectúe las conexiones —ordenó la voz áspera—. Tiene cuatro horas libres.
La luz ámbar volvió a brillar. El escultor echó hacia atrás su mata de pelo blanco con un gesto teatral y ajustó el dictáfono que sustituía a su increíble memoria durante sus horas de descanso. Mientras recogía con cariño las herramientas de su arte, la única distracción de su vida de prisionero, no se recibió ningún mensaje.
Acarreando el busto de arcilla a medio terminar, cruzó la habitación hasta la puerta oculta, la abrió y descendió al desordenado apartamento que, con el balcón, constituía su mundo. Abrió de par en par las cristaleras y salió.
El sol se ponía en un cielo sin nubes y reflejaba extrañas luces rojas y sombras púrpura sobre los edificios, que parecían irreales; veteaba vagamente las lejanas aguas con pinceladas de color carmín y pintaba la ciudad de Nueva York con unos matices que resultaban nuevos incluso para aquellos ojos cansados que tantas veces la habían contemplado.
Dejó la arcilla sobre la mesa, volvió adentro y tomó un bastidor de fotógrafo que había junto a la ventana. Desprendió el negativo y lo sumergió en una bandeja de cristal. Cuando los tonos se oscurecieron, se vio que era un aumento de la diminuta cabeza coloreada: el modelo que intentaba reproducir eternamente.