Cuando Mark Hepburn conoció a Robbie Adair, éste lo aprobó salvo por su barba incipiente. Era un chiquillo abierto y sincero, y no intentó disimular sus gustos. Tenía una sonrisa alegre que desarmaba a cualquiera.
—Me gustas, tío Mark, todo menos la barba —fue su resumen.
La expresión de su desagrado hacia las barbas levantó las protestas de la enfermera Goff e hizo que Moya, con el ceño fruncido, aunque sus ojos bailaban de alegría, le formulara unas preguntas. El interrogatorio sacó a la luz que Robbie relacionaba las barbas y el pelo desaliñado con cierta forma de locura.
—He visto a un señor allí arriba —explicó mientras señalaba de un modo incierto hacia el cielo—. El viento le deja el pelo despeinado, como el tuyo. Y también tiene una barba rara. Hace cabezas, las levanta y las rompe. O sea que está loco, tío Mark.
Robbie esbozó una sonrisa amplia.
—¿De qué estás hablando, Robbie? —preguntó Moya mientras se arrodillaba sobre un cojín, rodeaba al niño por los hombros y levantaba la vista hacia Mark Hepburn—. ¿Sabe a qué se refiere?
Mark sacudió la cabeza con lentitud y miró los hermosos ojos azules tan parecidos y, al mismo tiempo, tan maravillosamente distintos a los del niño. Entonces se dio cuenta de que se sentía muy feliz de un modo que no había experimentado antes. Y detrás de aquella inmerecida felicidad —pues cómo podía sentirse feliz en medio de la tensión, los conflictos, los asesinatos y la ruin hipocresía— percibió la mano helada de su conciencia puritana. La enfermera Goff había entrado en el apartamento y los había dejado a los tres solos.
Un cambio en la expresión de Hepburn hizo que Moya apartara la vista. Apretó la mejilla contra el pelo rizado de Robbie.
—No sabemos qué quieres decir, cariño —dijo—. ¿Nos lo explicas?
—¡Quiero decir —dijo Robbie de modo resuelto mientras miraba el rostro de su madre a una distancia no superior a tres centímetros— que hay un hombre que es un hombre, que tiene barbas y que vive allí arriba!
—¿Dónde con exactitud, Robbie?
Moya miró a Mark Hepburn, que la observaba con atención.
El niño señaló hacia arriba.
—En lo más alto de aquella torre.
Mark Hepburn miró en aquella dirección. El edificio en cuestión era la Stratton Tower, uno de los más altos de Nueva York y que formaba parte del paisaje que se veía desde la suite que compartía con Nayland Smith. Continuó mirándola mientras intentaba recordar qué era lo que evocaba en su memoria aquella estructura en forma de obelisco y coronada por una cúpula puntiaguda que se perfilaba con nitidez en el frío cielo azul.
Se levantó, se dirigió al muro que rodeaba la terraza de la azotea y se orientó. Se dio cuenta de que estaba a una altura muy inferior a la del piso cuarenta de la Regal Tower, pero mucho más cerca que ésta del edificio que el niño había indicado.
—Siempre sale de noche. Pero a veces estoy durmiendo y no lo veo.
Fue la palabra «noche» la que le dio la clave, la que le permitió recuperar el recuerdo furtivo de tres ventanas iluminadas en la cima de la Stratton Tower aquella noche en que había especulado sobre ellas cuando esperaba, con Nayland Smith, la llegada de Cario la Mosca.
Se volvió y observó a Robbie con renovado interés.
—¿Dices que hace cabezas, muchacho?
—Sí. Lo veo allí arriba cuando las hace.
—¿De noche?
—No siempre.
—¿Y dices que después las rompe?
—Sí, siempre las rompe.
—¿Cómo las rompe, cariño? —preguntó Moya mientras levantaba la vista hacia el interesado semblante de Mark Hepburn.
Según la descripción gráfica del niño, el loco personaje las tiraba sobre la cúpula inferior, donde se hacían añicos.
Hepburn, conquistado otra vez por la imagen de la encantadora madre arrodillada y rodeando los hombros de Robbie, se inclinó y sucumbió de nuevo a la tentación de desgreñar el cabello rizado del niño.
—¡Parece que te lo pasas muy bien aquí arriba, Robbie! —exclamó.
Más tarde, en una acogedora sala llena de detalles delicadamente femeninos, Mark Hepburn estaba sentado mirando a Moya Adair. Ella sonreía casi con timidez.
—Supongo —dijo ella— que te resulta difícil entenderlo, pero…
La puerta se abrió y apareció una mata de pelo rizado seguida de una sonrisa.
—Tío Mark —gritó Robbie—, no te vayas hasta que te diga adiós.
Y desapareció. Mark Hepburn, mientras miraba a Moya que, con fingida severidad había indicado al niño que se fuera, se preguntó si había algo más hermoso en la naturaleza que una madre joven y cariñosa.
—Me alegro —dijo con su voz monótona que, de algún modo, sonaba distinta— de que tengas algo que te interese tanto en la vida.
—Es lo único que me interesa —replicó ella con sencillez—. Sigo adelante por él. Si no lo tuviera —dijo mientras sacudía la cabeza—, ahora no estaría aquí.
—De todos modos, sigo sin comprender por qué sirves a ese hombre que llamas «el presidente».
—Sin embargo, la explicación es muy sencilla. Aunque los centinelas no están a la vista, las dos entradas del edificio están vigiladas día y noche. Siempre que Robbie sale con la niñera, lo siguen hasta que regresa. No le está permitido caminar por las calles, sino que lo llevan en coche al jardín de una casa en Long Island. Ése es su único lugar de juegos aparte de la terraza de la azotea.
—¡Supongo que estoy un poco espeso —dijo Mark Hepburn—, pero no lo comprendo!
—Este apartamento pertenece al presidente, aunque viene con poca frecuencia. Mary Goff es empleada mía; ha estado a mi servicio desde que el niño nació. Aparte de ellos, no tengo a nadie. Durante dos meses, Robbie desapareció…
—¿Lo secuestraron?
—Sí, lo secuestraron. Eso fue antes de que todo esto empezara. A continuación, el presidente me hizo llamar. Como es natural, yo estaba totalmente conmocionada; creo que habría muerto en poco tiempo. Me hizo una oferta que supongo que cualquier madre habría aceptado. Yo la acepté sin dudar. Se me permite venir aquí e incluso traer amigos siempre que realice las misiones que me encomiendan. Si no lo hiciera —dijo mordiéndose el labio—, no volvería a ver a Robbie.
—¡Pero, después de todo —exclamó Mark Hepburn con vehemencia—, las leyes existen!
—No conoces al presidente —replicó Moya—. Yo sí que lo conozco. Ninguna ley podría salvar a mi hijo si decidiera hacerlo desaparecer. Me has prometido, y cumples tus promesas, ¿verdad?, que no intentarás hacer nada respecto a Robbie sin mi consentimiento.
Mark Hepburn la observó en silencio durante un rato.
—No —respondió—. Pero es una situación muy incómoda. Te he expuesto a un peligro espantoso… ¿Quieres decir —preguntó titubeando— que el presidente será informado de mi presencia aquí?
—Sin duda, pero Robbie puede recibir visitas si son viejos amigos. Creo que sabes lo suficiente sobre mí para pasar por un viejo amigo, ¿no es así?
—Sí —contestó Mark Hepburn—, puedes considerarme un viejo amigo…