IV

—Ésta es la razón… Mark (tengo que acostumbrarme a llamarte Mark mientras estés aquí), de que me sienta tan impotente.

Mark Hepburn miró a través del balcón sin cortinas del ático al jardín de la azotea. La vegetación, que crecía entre rocas, era escasa en aquella estación y había una pequeña fuente helada. Pero pensó que en primavera y en verano aquel lugar debía de ser muy agradable. A la fría luz del sol, un niño de cabello rizado jugaba con una niñera, una mujer de aspecto eficiente y de mediana edad. Hepburn dedujo que su expresión habitual debía de ser seria, pero en aquel momento reía con alegría mientras jugaba con el niño que tenía a su cuidado.

Su alegría no era forzada como la de un empleado cumplidor, sino que irradiaba verdadera felicidad. Con la ayuda de un montón de cojines colocados en el suelo, junto a la pared, el niño hacía verdaderos esfuerzos para hacer el pino. Cada vez que se caía y levantaba la vista hacia la niñera con la cara ruborizada, ésta no podía evitar romper a reír. Después de un rato, dejó de intentarlo y se sentó sonriendo abiertamente.

—Bendito sea Dios, chiquillo, si sigues intentándolo harás que toda la sangre se te suba a esa cabecilla loca que tienes —exclamó la niñera con un marcado acento escocés.

—¿Hay sangre en la cabeza, Goofy? —preguntó el niño con los ojos abiertos de par en par—. Me creía que sólo llegaba hasta aquí —dijo señalando su garganta.

—¿De dónde crees que viene cuando sangras por la nariz?

—No lo había pensado, Goofy.

Mark Hepburn, mientras miraba la mata de bucles cobrizos agitados por la brisa, los ojos azul cielo, el contorno de la boca del niño y la redondez de su barbilla experimentó una sensación repentina e intensa, desconocida para él, de debilidad, compasión y afecto. Volvió despacio la cabeza para mirar a Moya Adair.

Los labios de Moya temblaban, pero sus ojos reflejaban felicidad mientras le sonreía y esperaba.

—No necesito preguntar nada —dijo él. Su voz áspera se había suavizado un poco. Recordaba los detalles del expediente de la señora Adair que tantos esfuerzos le había costado conseguir—. Debería de haberme acordado.

—Sí —afirmó ella asintiendo con la cabeza—. Es mi hijo. Sólo tiene cuatro años…