I

—No lo entiendo, Hepburn —soltó Nayland Smith mientras paseaba de arriba abajo de la salita—. No encuentro sentido a este rompecabezas.

—Yo tampoco —asintió Mark Hepburn.

Smith contempló el panorama siempre nuevo del exterior. El día era transparente como el cristal; la distante Estatua de la Libertad se apreciaba en todos sus detalles. Un extraño efecto de la luminosa atmósfera parecía haberla hundido en la tierra de modo que se veía como una miniatura de sí misma. Los rascacielos daban la impresión de estar más cerca; era como si una amplia zona de Nueva York mirara al interior de la habitación a través de la ventana.

—Que Orwin Prescott sufriera una crisis nerviosa y perdiera por completo la memoria era algo para lo cual estaba preparado. Su deplorable intervención en Carnegie Hall se debió a algún tipo de sugestión posthipnótica, un tipo de ofensiva en la que el doctor Fu-Manchú es un maestro.

Mark Hepburn encendió un cigarrillo.

—En determinado momento —dijo con lentitud— pensé que los poderes que atribuía a ese hombre eran exagerados. Ahora creo que todo lo que ha dicho de él era subestimarlo. ¡Sir Denis, es más que el médico más sobresaliente del mundo, es un mago!

—Elimine el «sir Denis» —dijo Smith de forma tajante—. Me llamo simplemente Smith. Ya es hora de que lo recuerde.

Mark Hepburn sonrió —un hecho extraño en aquellos días— con la sonrisa tímida de un escolar nervioso; la vida no se la había cambiado.

—Me alegro de oírle decir esto, Smith —declaró con cierta torpeza—, porque me enorgullece saber que somos amigos. Quizá suene ridículo, pero lo digo de corazón.

—Se lo agradezco.

—Por lo que me ha dicho —prosiguió Hepburn—, deduzco que es posible, aunque escapa a mis conocimientos médicos, drogar a un hombre e inculcarle ciertas instrucciones para que las lleve a cabo más tarde. Comprendo que esto es lo que le ha sucedido a Orwin Prescott. Es una historia increíble, y aunque sé que usted ha presenciado otros casos, yo nunca me había encontrado con algo así. Nos enfrentamos a un hombre que parece estar un siglo por delante de los conocimientos modernos.

—Olvídese de Prescott —dijo Nayland Smith con brusquedad—: ya está fuera de la esfera política. De todos modos, ahora se encuentra en buenas manos y pido al cielo que se recupere de la dura prueba por la que ha pasado, sea cual sea. Me decepciona que Norbert haya escapado. En este caso hemos hecho un mal trabajo, Hepburn, del que asumo mi parte de responsabilidad.

—Lo atraparíamos —dijo Hepburn con voz áspera—, si peináramos todos los estados en su búsqueda. Su huida se había planeado con habilidad. Lo he comprobado. Nadie tiene la culpa. Este asunto se remonta a un año atrás o más. El doctor Fu-Manchú debe de haber actuado aquí a través de agentes mucho antes de llegar en persona.

—En efecto —soltó Nayland Smith—. Lo sé desde hace algún tiempo. Pero lo que no sé y no puedo descifrar es cómo encaja la muerte de Harvey Bragg en los planes del doctor.

Clavó una mirada penetrante en Hepburn y de forma casi automática empezó a cargar la pipa…

—Herman Grosett era un canalla borracho. La única virtud que lo redimía era su fidelidad a su medio hermano. Como demuestran sus antecedentes policiales, era un asesino. Esta clase de hombres son como un perro alsaciano: su violencia puede volverse contra su amo. Sigo preguntándome… Me pregunto… —dijo mientras devolvía la petaca al bolsillo de su batín y encendía una cerilla.

—Yo también me lo pregunto —dijo Mark Hepburn con voz monótona—. Me lo he preguntado desde que sucedió. Es indudable que este réprobo chino tenía dominado a Harvey Bragg, pero no se entiende que la muerte de Bragg formara parte de sus planes. Si quería convertir a un demagogo fanfarrón en un héroe, lo ha conseguido. Porque… —hizo una pausa—, Smith, lo han tenido expuesto en capilla ardiente aquí, en Nueva York. Y ahora transportarán su cuerpo embalsamado a la ciudad donde nació. Es más importante muerto que vivo. El cincuenta por ciento de los norteamericanos desinformados creen que, en esta hora de necesidad, les han arrebatado al hombre de estado de más relevancia desde Lincoln.

—Es cierto —dijo Nayland Smith mientras lanzaba al aire una bocanada de humo—. Como acabo de decirle, no consigo descifrar este rompecabezas. Estoy tentado de creer que los planes del doctor se han frustrado.

Reemprendió el interminable paseo de un lado a otro de la habitación.

—La plegaria radiada de Salvaletti —dijo Hepburn con voz monótona— era del más puro estilo clásico. De hecho, ha estado brillante, aunque no le veo la justificación. Ha convertido a Harvey Bragg en un mártir nacional.

—Salvaletti se dirige al sur en un tren especial con el cuerpo embalsamado —soltó Nayland Smith—. Habrá escenas emotivas en todas las paradas. ¿Disponemos de informes sobre este hombre?

—Llegarán en cualquier momento. Por ahora, todo lo que sabemos es que es de origen italiano, que recibió formación eclesiástica, que salió de Italia cuando tenía veintitrés años y que adquirió la ciudadanía estadounidense hace cinco. Ha estado con Bragg desde principios de 1934.

—Le estuve escuchando, Hepburn. Pese no sentir ninguna simpatía por el objeto de su elocuencia, debo confesar que nunca antes había oído un discurso tan conmovedor.

—Sí… fue un discurso formidable. Pero ahora… ejem… Smith, me preocupa la expedición que ha planeado.

Nayland Smith interrumpió su paseo y observó, con la pipa sujeta entre los dientes, a Mark Hepburn.

—No más de lo que me preocupa a mí la suya, Hepburn. Ya sabe lo que Kipling dice sobre unos trapos, unos huesos y una mata de pelo…

—Eso se ajusta poco a mi caso, Smith. Ya le he confesado abiertamente que estoy interesado en la señora Adair. Es muy extraño que una mujer como ella esté del lado del doctor Fu-Manchú.

Nayland Smith se detuvo frente a él, alargó el brazo y lo asió del hombro.

—No me considere un cínico, Hepburn —dijo—. Todos hemos estado enamorados, pero tenga mucho cuidado.

—Sólo quiero tiempo para poder juzgarla. Creo que es mejor de lo que parece. Reconozco que soy blando en lo que a ella se refiere, pero quizá, después de todo, sea una persona honrada. Déle una oportunidad. No lo sabemos todo sobre ella.

—Es cosa suya, Hepburn. Lo único que le digo es que vaya con cuidado. ¡Daría la mitad de lo poco que poseo por ver lo que hay en este instante en la mente del doctor Fu-Manchú, por saber si está tan desconcertado como yo!

Reemprendió su paseo.

—No obstante… tenemos un día duro por delante. Averigüe todo lo que pueda sobre la mujer. Yo dedicaré toda mi atención a la base de Fu-Manchú en Chinatown.

—Empiezo a creer —dijo Hepburn con su sinceridad casi aplastante— que la base de Chinatown es un mito.

—Pues no esté tan seguro —dijo Nayland Smith con brusquedad—. Lo que es indudable es que vi al último secretario del abad Donegal desaparecer por una esquina cerca del Wu King’s Bar. Como mínimo, este hecho resulta significativo. He dedicado muchas horas, con distintos disfraces, a explorar ambos lados de esa zona hasta los muelles.

—Me preocupa mucho siempre que se entretiene en…

—¿Mi propia base de Chinatown? —sugirió Nayland Smith.

Soltó una carcajada que pareció sacarle un gran peso de preocupación de encima…

—Debería felicitarme, Hepburn. ¡Con mi disfraz de marinero bebedor que ha sido despedido por la Cunard y que intenta esquivar a las autoridades de inmigración hasta conseguir un trabajo, he tenido mucho éxito con mi patraña, la señora Mulrooney de Orchard Street! ¡Tengo a mi disposición todos los vicios, desde el hachís hasta el ron, y empiezo a sospechar que se ha enamorado de mí!

—¿Y qué ocurre con los trapos, los huesos y la mata de pelo? —preguntó Hepburn con picardía.

Nayland Smith lo miró durante un momento y, a continuación, rió todavía con más entusiasmo.

—Un tanto para usted —admitió—, pero, francamente, creo que mis pesquisas no son inútiles. Es cierto que la pista de Richet no nos ha conducido a ninguna parte, pero las investigaciones que he llevado a cabo en el East River empiezan a dar fruto.

Dejó de reír. Su rostro adusto y atezado se puso, de repente, serio.

—Piense en la recuperación del cuerpo de Hahn el Rubio por parte de la policía fluvial.

—¿Y bien?

—Todos los hechos me indicaban que no había muerto en la orilla ni cerca de ella. Es posible que me equivoque, Hepburn… ¡pero creo que he encontrado la compuerta de acceso a la base del doctor Fu-Manchú!

—¿Cómo?

—Y a lo veremos. La llegada a Nueva York esta mañana del general chino Li Wu Chang me ha intrigado mucho. Siempre he sospechado que Li Wu Chang era uno de los Siete.

—¿Quiénes son los Siete?

Nayland Smith chasqueó los dedos.

—Imposible entrar en este tema ahora. Tengo mucho que hacer hoy si queremos que nuestros planes se cumplan según lo previsto esta noche. Su lugar está en Chinatown. Ambos tenemos mucho trabajo hasta entonces. Si no nos vemos, los últimos detalles estarán sobre el escritorio —dijo mientras señalaba hacia la mesa—, y Fey estará aquí en contacto permanente…