En la habitación atestada de libros y situada a gran altura por encima de Nueva York donde, de vez en cuando, se quemaba incienso, el doctor Fu-Manchú estaba sentado junto a la mesa laqueada.
El debate de Carnegie Hall se radiaba en todo el país. Vestido de amarillo y con el bonete mandarín cubriéndole la cabeza, Fu-Manchú permanecía sentado y escuchaba. La luz que reflejaba la lámpara de sobremesa con pantalla verde, realzaba su sorprendente parecido con el faraón Seti I. Mientras escuchaba, tenía los ojos cerrados.
Sus manos, extendidas sobre la mesa, no se movieron mientras Orwin Prescott se enredaba más y más en la red tendida con habilidad por Harvey Bragg. Sólo de vez en cuando, en los momentos en que éste dudaba y buscaba las palabras precisas, las uñas largas y afiladas golpeteaban levemente la superficie pulida.
En tres ocasiones durante el memorable debate se encendió una luz ámbar en la centralita telefónica.
Sin permitir de ningún modo que distrajeran su atención, el doctor Fu-Manchú escuchó los informes del hombre de memoria milagrosa. Todos estaban relacionados con los agentes designados para interceptar al abad Donegal. El tercero y último provocó un ligero golpeteo de las largas uñas sobre la superficie laqueada. El informe indicaba que un coche patrulla del gobierno había rescatado al abad (a quien, por fin, habían encontrado a pocos kilómetros de Nueva York) de las manos de un coche Z que lo estaba siguiendo…
El debate concluyó con vítores desenfrenados a favor de Harvey Bragg. Con aquel acontecimiento, había avanzado muchos pasos hacia la Casa Blanca. Había eliminado políticamente al único oponente de verdad importante que quedaba en el ruedo. Salvo por el silencioso abad de Holy Thorn, el futuro de los Estados Unidos se debatía ahora entre el viejo régimen y Harvey Bragg.
Cuando el doctor Fu-Manchú interrumpió la conexión, todavía sonaban las ensordecedoras ovaciones en el Carnegie Hall. En aquella habitación pequeña forrada de libros y alejada de la escena del duelo, cayó el silencio. Los dedos huesudos abrieron una caja de plata: Fu-Manchú buscaba la inspiración del opio…
Orwin Prescott, desconcertado y sin acabar de comprender que se había borrado a sí mismo del mapa político, que se había colocado en una situación insostenible a causa de unas declaraciones desacertadas que no podía retirar, se dejó caer en una butaca del despacho de Nayland Smith, cerró los ojos y hundió el rostro en las manos.
Sarah Lakin se sentó junto a él. El senador Lockly había desaparecido. Nayland Smith miró a Mark Hepburn y ambos salieron al pasillo.
—¿Dónde está el abad Donegal? —preguntó Nayland Smith.
—A cargo del teniente Johnson —respondió Hepburn con sequedad—. Johnson no cometerá un segundo error. El abad Donegal está retenido hasta que usted le dé permiso para marcharse.
—Orwin Prescott estaba drogado o hipnotizado, o ambas cosas —soltó Nayland Smith—. Es el acto más condenadamente taimado que Fu-Manchú ha cometido nunca. Esta noche, de un solo golpe ha puesto la partida en las manos de Harvey Bragg.
—Lo sé —dijo Mark Hepburn mientras pasaba los dedos por sus cabellos enmarañados—. Escucharlo era patético, pero verlo ha sido todavía peor. El abad Donegal temblaba. ¡Sir Denis! ¡Ese hombre es un brujo! Empiezo a desesperarme.
Nayland Smith lo agarró de improviso del brazo mientras recorrían el pasillo.
—¡No se desespere… todavía! —soltó—. Esto aún no ha terminado.
Habían empezado a descender al piso inferior cuando Harvey Bragg, radiante de triunfo y saboreando, ya, las mieles de la dictadura mientras los vítores de la multitudinaria audiencia resonaban, todavía, en sus oídos, entró en un pequeño vestíbulo abarrotado de periodistas y visitantes privilegiados.
Sus guardaespaldas, un puñado de hombres duros como nadie había reunido nunca en los Estados Unidos, lo siguió. Paul Salvaletti caminaba a su lado.
—¡Chicos! —gritó Bragg—. ¡Sé exactamente cómo os sentís! —exclamó mientras adoptaba su pose favorita con los brazos en alto—. Estáis respirando el aire de una Norteamérica nueva y mejor… ¡Así es ni más ni menos cómo me siento yo! Hemos barrido otro obstáculo a la felicidad nacional. ¡Chicos! No hay más programa que el mío. Por fin nos acercamos al primer sistema ideal de gobierno que Norteamérica ha tenido nunca.
—Que ningún país ha tenido nunca —añadió Salvaletti con su voz clara y melodiosa que sobresalió entre el tumulto—. Ni Norteamérica, ni África, ni Europa… ni Asia.
Cuando pronunció la palabra «Asia», Herman Grosset, hasta ahora colorado por la excitación, se puso de repente mortalmente pálido. Sus ojos brillaron y de las comisuras de sus labios salió espuma. Con aquel movimiento relámpago que ningún componente del cuerpo de guardaespaldas podía igualar, extrajo una automática del bolsillo, se lanzó hacia delante y disparó dos veces al corazón de Harvey Bragg…
Hubo un momento de silencio debido al aturdimiento general seguido de un sonido que pareció un gemido. A continuación, los guardaespaldas leales, un segundo demasiado tarde, literalmente convirtieron a Herman Grosset en un colador.
Murió incluso antes que el hombre a quien había asesinado. Acribillado a balazos, se desplomó en el suelo del vestíbulo mientras Harvey Bragg se derrumbaba en los brazos de Salvaletti.
—¡Herman! ¡Dios mío! ¡Herman! —fueron las últimas palabras de Bragg.