III

Carnegie Hall estaba lleno hasta la bandera. El público era incluso más numeroso que el que Fritz Kreisler podría haber reunido; un público igualmente tenso y presa de una expectación entusiasta. El espectacular avance de Harvey Bragg (a quien los políticos más serios consideraban, antes, un potentado local sin importancia y, ahora, un poder nacional) había conseguido que la dictadura, hasta hacía poco objeto de burla, se contemplara ahora, por increíble que pareciera, como algo inminente.

Se decía que la Liga de los Buenos Norteamericanos contaba con quince millones de miembros. Y era un hecho indiscutible que miles de desesperados y gente sin hogar habían conseguido empleo gracias a Harvey Bragg. Las contramedidas adoptadas por la vieja administración, aunque drásticas, no habían podido detener el creciente y febril entusiasmo que Barba Azul despertaba por todo el país.

Un sector cada vez mayor de la población lo tenía por un salvador; otro, más sensato, reconocía que era una amenaza para la Constitución. El doctor Orwin Prescott, erudito y sincero, había conseguido abrir una brecha entre los dos grupos enfrentados, y ésta se iba ensanchando.

Cualquier ciudadano sensato se daba cuenta de que Orwin Prescott abogaba por una administración incorrupta. Su objetivo declarado era dividir a los seguidores de Bragg, pero había quien afirmaba, aunque él lo había negado, que aspiraba en secreto a ser nominado presidente.

Se había extendido el rumor de que lo anunciaría esa noche. Sin duda, tenía muchos seguidores entre el sector más cabal de la población, y si, a última hora, se incluía en la balanza el peso del abad de Holy Thorn, los expertos estaban seguros de que las fuerzas de Orwin Prescott serían tan formidables como las de Harvey Bragg.

En el transcurso de los últimos y agitados meses, otros aspirantes habían sido borrados del mapa político. Los votantes republicanos se habían retractado de su voto de 1932 y se habían unido a Orwin Prescott. El sector agrícola apoyaba con solidez a la vieja administración, aunque gran parte de la población de Ohio respaldaba a Bragg. El abad Donegal, que era un buen amigo de Prescott, representaba a un supuesto tercer partido de tendencia conservadora.

Había cierto misterio calculado alrededor del doctor Orwin Prescott que atraía a una amplia clase intelectual. Sus retiros periódicos de la vida pública, un cierto aire de investigador de temas secretos y el silencio reciente del abad Donegal se habían interpretado como parte de una estrategia cuya importancia se pondría de manifiesto en cualquier momento. Se tendría que retroceder muy atrás en la historia de Norteamérica para encontrar un paralelo con la excitación casi histérica que imperaba en la apretujada concurrencia.

El enorme edificio estaba por completo en manos de la policía y los federales. Unos agentes ocultos cubrían la ruta desde la vivienda de los Dumas, en Park Avenue, hasta la puerta por la que Harvey Bragg entraría. Una hora antes de la apertura programada del acto, nadie sabía dónde estaba Prescott y ni siquiera si se encontraba en la ciudad. Los asistentes, que superaban la cifra de tres mil, habían tomado asiento después de que unos agentes de la policía de mirada penetrante los hubieran examinado a fondo. El zumbido de aquella colmena humana era del todo increíble.

Una banda militar interpretaba piezas patrióticas. Tres mil voces cantaban al unísono muchas de las canciones. El suspense era intenso; la excitación, electrizante.

Nayland Smith, en un despacho aislado de las vibraciones emocionales de la numerosa concurrencia, estaba en contacto constante con el cuartel general de la policía y con Fey, que atendía el teléfono en la cima de la Regal Tower. Mark Hepburn, con barba y gafas, recorría el edificio de planta en planta pasando informes a intervalos a la base temporal de Nayland Smith.

En el exterior, los focos habían convertido la noche en día, y un grupo de cámaras esperaba la llegada de los miembros distinguidos del público. Miles de personas que, con gran decepción, no habían conseguido entrar, atestaban las aceras; la esquina de la calle Cincuenta y siete era intransitable. Policías, a pie y a caballo, mantenían una vía libre para los vehículos que iban llegando.

Hepburn entró en el despacho justo cuando Nayland Smith colgaba el teléfono. Se volvió y se levantó de un salto.

Sarah Lakin, sentada en una butaca al otro lado del gran escritorio, le lanzó una mirada ansiosa e interrogante, pero Mark Hepburn sacudió la cabeza y se quitó los lentes.

—Casi con total seguridad —dijo con su voz seca e inexpresiva—, el abad Donegal no está en el edificio… de momento.

Nayland Smith empezó a recorrer la habitación de arriba abajo mientras se pellizcaba el lóbulo de la oreja.

—Y no hay noticias del área de Mott Street. Empiezo a preguntarme… empiezo a dudar.

—He acatado su punto de vista, sir Denis —dijo la señorita Lakin con su voz grave—, aunque nunca he ocultado mi opinión. Cuando, basándose en la carta que consideramos que Orwin había escrito de su puño y letra, opinó que estaría aquí esta noche, a mi modo de ver dio un paso en falso.

—Me parece que la llamada telefónica de Maurice Norbert de esta mañana justifica las medidas que hemos adoptado —dijo Hepburn con sequedad.

—Debo coincidir con usted en este punto, capitán Hepburn —admitió la señorita Lakin—, pero no comprendo por qué el señor Norbert no ha venido a verme a mí o a usted. Es cierto que Orwin tiene la costumbre de esconderse de la prensa cuando se acerca un compromiso importante, pero hasta ahora confiaba en mí. —Se puso de pie—. Sé, sir Denis, que ha hecho todo lo posible por averiguar su paradero, pero tengo miedo. —Juntó las manos de largos y sensibles dedos—. Por alguna razón, tengo mucho miedo.

El ruido lejano de un alboroto llegó hasta el despacho.

—Averigüe qué es lo que pasa, Hepburn —espetó Nayland Smith.

Hepburn salió a toda prisa. La señorita Lakin observó el rostro adusto y bronceado del hombre que recorría la habitación de un lado a otro. De repente, Smith se detuvo frente a ella y posó una mano sobre su hombro.

—Es posible que usted tenga razón y yo esté equivocado —dijo de modo apresurado—. No obstante, creo que Orwin Prescott estará aquí esta noche.

Mark Hepburn regresó.

—Era el alcalde de Nueva York —informó con voz lacónica—. Las personalidades empiezan a llegar —dijo mirando su reloj de pulsera—. Todavía hay mucho tiempo.

—En cualquier caso —continuó Nayland Smith—, no hemos escatimado esfuerzos. Sólo queda una cosa que hacer: esperar.