En una habitación pequeña, cuadrada y forrada de piedra en lo más recóndito de las catacumbas chinas, el viejo Sam Pak estaba sentado en un diván colocado contra la pared. Su figura encorvada e inmóvil parecía el cuerpo embalsamado de un chino. En la habitación había pocos muebles: una mesa larga y estrecha con una silla enfrente y, sobre aquélla, unos instrumentos que recordaban la consulta de un doctor. Dos alfombras cubrían el suelo. El hueco con arco de la puerta estaba tapado con unos cortinajes de color escarlata.
Las cortinas se descorrieron y apareció la figura de un hombre alto que llevaba un abrigo negro con un voluminoso cuello de astracán y un gorro de la misma piel. También llevaba lentes. Cuando entró, cosa que hizo del modo más silencioso posible, Sam Pak se puso en pie como electrizado y realizó una profunda reverencia al estilo oriental. El hombre alto se dirigió a la silla y se sentó.
Se quitó los lentes, y aquel rostro de rasgos maravillosos que a tantos observadores recordaba a Seti I, se reveló en toda su magnificencia oriental.
—Siéntate —dijo el doctor Fu-Manchú.
Sam Pak volvió a sentarse.
—¿Me garantizas —prosiguió la voz áspera y gutural mientras los brillantes ojos verdes se clavaban, inflexibles, en el anciano chino— la presencia del doctor Orwin Prescott esta noche?
—Tiene mi palabra, marqués.
—Hay que administrarle tres gotas de la pócima diez minutos antes de que salga.
—Así se hará.
—Ya estamos sufriendo, amigo mío, por culpa de los ineptos que nos hemos visto obligados a contratar. El problemático sacerdote Patrick Donegal se ha escabullido de nuestras redes. Tampoco sabemos con certeza si está en manos del Enemigo Número Uno.
Sam Pak asintió con su anciana cabeza.
—La aparición del abad en Carnegie Hall —continuó el doctor Fu-Manchú— sería fatal para mis planes. Y, a pesar de todo —prosiguió mientras se quitaba unos guantes gruesos y apoyaba dos manos esqueléticas y alargadas sobre la mesa—, sigo en la incertidumbre.
—En la guerra, maestro, siempre hay un grado de incertidumbre.
—La incertidumbre es señal de unos planes imperfectos —repuso Fu-Manchú con voz sibilante—. Sólo los estúpidos la experimentan. Pero las apuestas son altas, amigo mío. Tráeme a Herman Grosset, el hombre que has escogido para la importante misión de esta noche.
Sam Pak realizó un leve movimiento y pulsó un timbre. La cortina fue apartada a un lado y apareció un joven chino. Recibió unas instrucciones rápidas y concisas y salió dejando caer la cortina tras él.
En la singular habitación reinaba el silencio. El doctor Fu-Manchú, con los ojos entornados, estaba reclinado en el asiento. Sam Pak parecía una momia colocada en el sofá como una burla espantosa ideada por un arqueólogo frívolo. Al cabo de poco rato se oyeron unos pasos enérgicos, la cortina fue retirada a un lado y un hombre entró a zancadas.
Su estatura era superior a la media y su complexión, sumamente fuerte; su aspecto era impresionante y tenía la tez morena. Herman Grosset era un hombre con quien nadie querría entablar una pelea. Miró a su alrededor con gesto desafiante. Su mirada se cruzó, con aparente indiferencia, con la de los ojos verdes entrecerrados y apenas dio un vistazo al viejo Sam Pak. Se acercó a la mesa y miró al doctor Fu-Manchú.
Sus movimientos, su completa sangre fría y algo en su atezado rostro le habrían recordado, a un observador atento, a Harvey Bragg. Y es que Grosset era medio hermano del dictador potencial de los Estados Unidos.
—¿Así que usted es el presidente? —preguntó; y su voz ronca tenía un tono de divertida seguridad—. Estoy muy contento de conocerlo, presidente. Como dice el refrán, «sólo los locos entrarán…» No sé si puede aplicarse a mi caso, pero es curioso que se haya mantenido en la sombra para Harvey y, sin embargo, me haya pedido a mí que entre en sus dependencias.
—Las circunstancias que lo han traído a mis dependencias —dijo una voz fría y sibilante— son tales que, si me disgusta, encontrará difícil volver a salir.
—¡Vaya! ¡Se supone que debo estar impresionado por el vehículo de cristales ahumados y el trayecto secreto! —exclamó Grosset mientras reía y golpeaba la mesa con un puño—. ¡Mire!
Con un movimiento rápido sacó una automática del bolsillo y apuntó al doctor Fu-Manchú.
—Asumo grandes riesgos porque sé protegerme. Mientras usted va detrás de Harvey, yo voy detrás de usted. Si creyera que usted iba a actuar en su contra, le mandaría a su paraíso chino en este mismo instante. Harvey va a ser el presidente. Harvey va a ser el dictador. Ninguna otra cosa puede poner orden en este país. No dudaría… —dijo mientras daba golpecitos con el cañón de la pistola en la mesa y miraba por el rabillo del ojo al chino del diván—. No dudaría en matar a quienquiera que se interpusiese en su camino. Cuando me nombró jefe de sus guardaespaldas no se equivocó.
Las manos largas y amarillas del doctor Fu-Manchú, con sus temibles y afiladas uñas, permanecieron inmóviles. No movió ni un solo músculo; sus ojos eran meras hendiduras verdes en la máscara amarilla.
—Nadie duda de su lealtad hacia Harvey Bragg —dijo con voz suave—. Este punto no se discute. Sabemos que lo aprecia.
—Moriría por él.
La automática desapareció en el bolsillo de donde había salido. Dos hombres desnudos de cintura para arriba entraron de un modo tan silencioso que ni siquiera se oyó el movimiento de la cortina. Saltaron como dos panteras gemelas sobre la espalda de Grosset.
—¡Demonios! —rugió Grosset—. ¿Qué es esto?
Dobló hacia delante su poderoso cuerpo intentando lanzar a uno de los asaltantes por encima del hombro, pero se dio cuenta de que lo tenían bien agarrado.
—¡Maldito traidor amarillo! —gruñó mientras le retorcían el brazo derecho a la espalda hasta casi rompérselo.
Desde detrás, le introdujeron una mordaza en la boca abierta. Murmuró, gruñó, intentó dar patadas y, por fin, se desplomó por la presión agónica de unos dedos sobre sus globos oculares…
Ni siquiera había visto a sus asaltantes, que le ataron las piernas con unas correas y le sujetaron los brazos a la espalda.
El doctor Fu-Manchú permaneció, en todo momento, inmóvil. Después sacaron de la habitación al hombre, que emitía sonidos inarticulados y miraba con un odio enloquecido al doctor chino, y la cortina cayó tras ellos.
—Es bueno —dijo Fu-Manchú con voz gutural dirigiéndose a la figura que parecía una momia que reposaba en el diván— que hayas conseguido traer unos cuantos siervos expertos, amigo mío.
—Es bueno —murmuró el viejo Sam Pak.
—Esta noche —prosiguió la voz de tonos precisos del doctor chino— lo arriesgamos todo. La mujer llamada Adair a quien he encargado la vigilancia de Harvey Bragg es de fiar; la tengo en mis manos. Pero él, con su henchida arrogancia, puede fallarnos. Pocas cosas más temo. —Cerró los ojos mientras pensaba en voz alta—. Si el Enemigo Número Uno tiene al abad Donegal, debemos impedirles todos los accesos a Carnegie Hall. Esto puede hacerse. Poco más hay que temer.
Utilizando el material que había sobre la mesa, cargó con delicadeza una jeringuilla hipodérmica con un fluido verde pálido. Sam Pak lo observaba con los ojos empañados. El doctor Fu-Manchú se puso de pie.
—Es una lástima —dijo con una nota de entusiasmo científico en la voz gutural— que el primer experimento importante con esta interesante droga influya en el éxito o el fracaso de cuestiones tan trascendentes. Ven, amigo mío; deseo que estés presente…
Cruzaron el silencioso templo de la diosa de los siete ojos; Fu-Manchú con su caminar felino y, detrás de él, el viejo Sam Pak arrastrando los pies. La sala estaba vacía y en silencio. Descendieron unos escalones de piedra, recorrieron el pasillo con los seis cofres pintados y dejaron atrás la puerta de acero del pasadizo secreto que conducía al East River.
En una pequeña habitación parecida a una celda e iluminada con una lámpara que colgaba del techo, Herman Grosset yacía atado a un banco de madera de teca fijado en el suelo. Cuando Fu-Manchú entró, los inmutables esbirros chinos acababan de completar su tarea.
—¡Marchaos! —espetó en chino.
Los hombres se inclinaron y salieron; sus cuerpos musculosos estaban cubiertos de sudor. La piel de Grosset también brillaba por la transpiración. Lo habían desnudado hasta la cintura y los ojos se le salían de las órbitas.
—Quítale la mordaza, amigo mío —ordenó el doctor Fu-Manchú.
El viejo Sam Pak avanzó hacia Grosset, se inclinó sobre él y con un movimiento repentino y sorprendentemente ágil, le abrió la boca con brusquedad y extrajo la mordaza. Grosset volvió la cabeza a un lado y escupió con asco.
—¡Sucios criminales amarillos! —murmuró sin aliento—. ¡Quizá penséis —prosiguió mientras su poderoso tórax se expandía— que si atrapáis a Harvey, Orwin Prescott tendrá una oportunidad! Escuchad lo que os voy a decir: Si Harvey sufre algún daño, ningún dictador gobernará los Estados Unidos.
—No ponemos en duda —contestó Fu-Manchú— su aprecio por Harvey Bragg.
—¡No es preciso ponerlo en duda! Según parece, voy a morir por él aquí y ahora. Quiero que sepáis que es el hombre más fabuloso que ha conocido este país desde la pasada generación o más. Pensadlo. Es cierto.
—¿No consideraría cambiar de opinión?
—¡Lo sabía! —exclamó Grosset que iba recobrando las fuerzas—. Lo veía venir. ¡Escucha, monstruo de cara de azafrán! No podríais comprarme ni con todo el oro de Washington. Hasta este momento, he vivido por Harvey… y ahora moriré por él.
—Unos sentimientos admirables —musitó el doctor Fu-Manchú mientras se inclinaba sobre la figura inmovilizada con la jeringuilla hipodérmica en la mano.
—¿Qué va a hacerme? —gritó Grosset con un repentino tono de terror en la voz—. ¿Qué va a hacerme? ¡Sucio cerdo amarillo! ¡Si tuviera las manos libres…!
—Voy a matarte, amigo mío. No tengo un lugar para ti en mis planes futuros.
—Entonces, hágalo con una pistola —gruñó Grosset— o con un puñal, si lo prefiere. Pero de esta manera…
Cuando la aguja se hundió en su carne, emitió un grito salvaje y desesperado. Unas venas como cuerdas azules se hincharon en su frente y en sus poderosos brazos mientras luchaba por evadirse del extremo de la aguja. Pero todo fue en vano. Soltó un gruñido y, en el clímax de su tormento, se quedó inmóvil.
El doctor Fu-Manchú alargó la jeringa al viejo mandarín que, impertérrito, había observado la operación. Se inclinó y aplicó el oído al pecho del hombre inconsciente. A continuación, se irguió y asintió con un movimiento de la cabeza.
—Hay que administrarle la segunda inyección dos horas antes de que lo necesitemos. —Miró, a continuación, el cuerpo corpulento atado al banco—. Has asesinado a muchos hombres en defensa de tu ídolo, Grosset —murmuró mientras señalaba a la figura insensible—. He identificado a siete de ellos, pero hay más. Acabarás tu carrera con un asesinato que realmente vale la pena…