18. LA SEÑORA ADAIR REAPARECE

Moya Adair salió del ascensor, cruzó el vestíbulo de mármol del lujoso edificio y salió a Park Avenue. Estaba enfundada en su abrigo de visón y llevaba la boina que utilizaba cuando hacía mal tiempo encasquetada con firmeza sobre los rizos de color caoba. Un viento fuerte y helado se había llevado las nubes y una fría luna la miraba desde el cielo resplandeciente. Moya aspiró con placer el aire gélido del exterior. Era limpio y saludable a diferencia de la atmósfera cargada de la residencia de los Dumas.

Su nueva misión la aterraba. Por alguna razón que sólo conocía el presidente, aquel hombre asiático que dominaba su vida, había sido elegida para reemplazar a Lola Dumas. Y temía la enemistad de Lola Dumas después, sólo, de la del presidente. Su procedencia oriental, más acentuada en ella que en su padre, era lo que la hacía temible. Moya, que había coincidido con ella varias veces, a menudo pensaba en Lola como en una sacerdotisa de vudú hermosa y perversa; una aficionada a ritos extraños.

Se dirigió, con paso vivo, a un hotel cercano en el que la organización a la que pertenecía a su pesar le había procurado alojamiento con el nombre de Eileen Breon. Se sintió como si hubiera escapado de un peligro omnipresente.

Harvey Bragg, el dictador potencial de Norteamérica, había aceptado su aparición con la disposición de ánimo con que los sultanes recibían en la antigüedad el presente de una joven esclava circasiana. Y ella no tenía a quién dirigirse en busca de ayuda… salvo el presidente. Aunque resultara extraño, confiaba en aquel hombre majestuoso y malvado.

Los periódicos, en los que la política ocupaba tanto espacio, destacaron, sin embargo, la misteriosa muerte de James Richet. En el fondo de su corazón, Moya Adair creía que James Richet había sido ejecutado por orden del presidente. El poder del siniestro oriental era terrorífico. Y aunque tenía en su poder una vida más querida para ella que la suya propia, la obediencia de Moya no se debía sólo al miedo. Él nunca le había pedido que hiciera algo que le resultara despreciable. Algunas veces, en sueños, creía que se trataba de Satán, el ángel caído, pero en lo más hondo sabía que su palabra era inquebrantable; que, por muy execrables que sus acciones parecieran a los ojos de Occidente, de un modo paradójico, se podía confiar en que era justo.

Las primeras instrucciones que había recibido para Bragg eran sobre el próximo debate en Carnegie Hall. Le entregó unas notas mecanografiadas muchas de las cuales él rechazó con furia. Durante aquella primera entrevista, se dio cuenta de que, curiosamente, Bragg no conocía al presidente.

—Apostaré por este puñado de temporeros del hampa mientras dispongan de fondos —aseveró—. ¡Pero puedes decirle a tu presidente que lo que necesito es dinero, no sus órdenes!

Moya señaló que las instrucciones recibidas en el pasado habían conducido invariablemente al éxito. Bragg, cada vez más intrigado, intentó sonsacarla, pero fracasó y cambió de táctica intentando seducirla de modo agresivo…

Mientras andaba con ligereza, Moya levantó el rostro hacia la pureza sanadora de la luz de la luna. Salvaletti había puesto fin a aquella primera entrevista odiosa con habilidad, pero sentía aversión por Salvaletti del mismo modo que lo sentía, de forma instintiva, por las serpientes. Desde entonces, la escena se había repetido muchas veces.

Llegó al hotel, y estaba a punto de cruzar la puerta cuando una mano se posó en su hombro…

¡El momento había llegado… y casi lo agradeció!

Desde aquella noche nevada en la torre de Holy Thorn, había esperado que la arrestaran en cualquier momento. Lanzó una mirada rápida al lado.

Junto a ella había un hombre alto y con barba que llevaba gafas, un sombrero negro y una capa.

—¿Vive aquí, señora Adair? —preguntó con sequedad.

El rugido de una oleada de tráfico que arrancó en aquel momento debido a un cambio de luces, casi ahogó la respuesta que Moya expresó en voz muy baja.

—Sí. ¿Quién es usted y qué quiere?

Mientras hablaba, se dio cuenta de que había oído antes aquella voz monocorde. En la sombra proyectada por el ala del sombrero, los ojos del hombre brillaban a través de las lentes.

—Entremos. Quiero intercambiar dos palabras con usted.

—Pero yo no lo conozco.

El hombre apartó a un lado la capa y ella distinguió el brillo de una insignia de oro. ¡En efecto, tenía razón: se trataba de un agente federal! Se había acabado; estaba en las manos de la ley, libre del horrible presidente, pero…

El vestíbulo del hotel, discreto pero caro, estaba desierto porque era muy tarde. Cuando se sentaron, uno frente a otro, junto a una mesita, Moya Adair ya había recobrado la calma. En los últimos años había aprendido que no podía permitirse ser una mujer; bendecía el legado de coraje y sentido común que había heredado. La había salvado de la locura, del suicidio, y de algo todavía peor.

El agente federal se quitó el sombrero negro. Ella lo reconoció y, cuando lo hizo, se preguntó por qué se alegraba.

Sonrió al rostro con barba (y Moya no ignoraba que su sonrisa era encantadora).

—¿Debo considerarme bajo arresto? —preguntó—. Porque de ser así, supongo que no tendré la buena suerte de la última vez.

Mark Hepburn se quitó las gafas de montura negra y la miró con fijeza. Ella recordaba aquellos ojos hundidos, unos ojos soñadores, de poeta, aunque en aquel momento expresaban frialdad. Su valerosa impertinencia había despertado a los antepasados cuáqueros, aquellos espíritus puritanos que vigilaban eternamente el alma de Mark Hepburn. La actitud de Moya no era otra que la de una aventurera endurecida. Cuando él respondió, lo hizo en tono agrio.

—Técnicamente, es mi deber arrestarla, señora Adair, pero los federales no estamos tan limitados por el papeleo como la policía —afirmó mientras contemplaba sus labios, firmes y modelados, y se preguntaba cómo podía besar a Harvey Bragg—. Desde aquella noche en la torre he estado esperando poder hablar con usted.

No hubo respuesta.

—Un compañero suyo empleado del abad Donegal ha sido asesinado hace poco a las puertas del hotel Regal. Quizás haya oído hablar de ello.

Moya Adair asintió.

—En efecto. Pero ¿por qué dice que ha sido asesinado?

—Porque sé quién lo ha hecho y usted también: el doctor Fu-Manchú.

Puso énfasis en el nombre mientras miraba a Moya a los ojos. Con aquellas palabras le abría la puerta para que se sincerara sin temor. Ella adivinó que se refería al presidente, aunque todos los que estaban relacionados con la organización desconocían su nombre. No obstante, en dos ocasiones había oído que se referían a él como «el Marqués».

—Por lo que yo sé —contestó ella con calma—, no conozco a nadie que se llame doctor Fu-Manchú.

Mark Hepburn, que contaba con el consentimiento de Nayland Smith para manejar aquel asunto a su manera, se dio cuenta de que había emprendido una tarea que superaba su capacidad. Aquella mujer sabía que luchaba por su libertad… y él no podía torturarla. Permaneció en silencio unos instantes mientras la observaba.

—Odiaría verla sometida a un interrogatorio policial, señora Adair —dijo—, pero ya debe saber, como lo sé yo, que está en marcha un complot para dominar el país. Usted forma parte de él y yo lo hago porque es mi trabajo. Puedo garantizar su seguridad; si quiere, puede abandonar el país. Sé que es originaria del condado de Wicklow y también dónde vive su padre en la actualidad…

Los ojos de Moya Adair se abrieron de par en par unos segundos y, después, casi se cerraron. Aquel hombre era honesto, honrado hasta la médula; le ofrecía la libertad, la posibilidad de vivir su propia vida otra vez… ¡y ella no podía, no se atrevía a aceptar el ofrecimiento!

—Los clanes criminales no son lugar para usted. Pertenece a otro mundo, y quiero que vuelva a él. Quiero que esté en el lado correcto, no en el equivocado. Créame y no se arrepentirá, pero intente cualquier truco y no me dejará ninguna alternativa.

Dejó de hablar y observó el rostro de Moya, que miraba a lo lejos con la mirada perdida. Debido a su carácter sensible, Hepburn sabía que ella lo había comprendido y que luchaba contra un problema que él desconocía. En el vestíbulo medio iluminado reinaba un profundo silencio, de modo que, cuando un hombre que estaba sentado en el extremo más alejado de la estancia se dirigió inesperadamente al ascensor, Mark Hepburn se volvió con brusquedad. La señora Adair continuaba en actitud abstraída. Después de un largo silencio, dijo a Hepburn mientras le dirigía una mirada firme:

—Voy a confiar en usted porque sé que puedo hacerlo. Me alegra que nos hayamos conocido ya que, después de todo, es posible que haya una solución. ¿Me creerá si le prometo llevar a cabo lo que voy a sugerirle…?

Dos minutos más tarde, el hombre que había subido en el ascensor hablaba por teléfono desde su habitación.

—La señorita Eileen Breon habla en el vestíbulo con un hombre que lleva barba, gafas y una capa. Hora, las dos cincuenta y cinco de la madrugada. Informe transmitido por el número 49.