I

En la habitación abovedada donde transcurría la mayor parte de la vida del Hombre Memoria, la luz estaba apagada. Una chispa roja, el extremo encendido de un cigarrillo egipcio, brillaba en la oscuridad.

Hubo un breve silencio.

—El informe de los números que cubren a Nayland Smith —ordenó la voz odiada y familiar.

—Desde mi última transmisión se han recibido tres. ¿Los repito de forma detallada o los resumo?

—Resúmalos.

—No hay pruebas definitivas de que haya abandonado su centro de operaciones durante las últimas doce horas. Un informe del número 44 sugiere que quizá visitó el depósito de cadáveres. Pero esta información no está confirmada. Dos números y ocho agentes operativos con dos coches Z cubren Centre Street. No hay noticias de que el agente federal Hepburn haya abandonado la Regal Tower. Éste es el resumen de los tres informes.

La oscuridad persistía.

—¿El último informe sobre el abad Donegal?

—Se recibió treinta minutos después de mi última transmisión. Un hombre que responde a la descripción del abad ha alquilado un coche en Elmira. Se cree que llegó allí desde el oeste en un avión de la American Airlines. Se hace pasar por inglés. Lleva puesto un monóculo y transporta una bolsa de golf…

En el estudio de la torre que tan curiosamente coincidía en altura con el centro de operaciones de Nayland Smith, pero cuya atmósfera olía a incienso viejo mientras que la de la suite del hotel Regal-Athenian estaba saturada de humo de tabaco de pipa, el doctor Fu-Manchú estaba sentado detrás de la mesa laqueada. No había nadie más en la habitación.

La vida de los que ambicionan dirigir un imperio es triste y solitaria, aunque miles de personas estén a la espera de sus órdenes. Y la soledad es la madre de la inspiración. Una vez recibidos los informes del hombre cerebral, el chino, sentado en su silla labrada de respaldo alto, cerró los ojos. Hablaba como si hubiera alguien a su lado. En la centralita brillaban dos puntos de luz, uno verde y otro ámbar.

—Envíen un grupo en un coche Z —espetó con voz inexpresiva pero realzando los sonidos guturales—. Registren todas las granjas, hoteles y albergues de carretera de la ruta que les he indicado. Me han informado de que el abad Donegal viaja de incógnito. Es posible que se haga pasar por un turista inglés. Si lo encuentran, no lo molesten, pero debe ser detenido. ¡Es una orden personal del presidente!

Una mano amarilla y delgada con uñas largas y afiladas se movió. Las dos luces desaparecieron. El doctor Fu-Manchú abrió los ojos, pero su brillo verde estaba apagado. Levantó la tapa de una caja de plata que había sobre la mesa y sacó un equipo pequeño pero exquisitamente trabajado para fumar opio. Encendió la diminuta mecha y encajó un punzón de oro en un recipiente que contenía la goma negra que se extrae de la amapola blanca. No había dormido en cuarenta y ocho horas…

Casi en el mismo instante, en una habitación en lo más alto de la Regal Tower, Mark Hepburn hablaba por teléfono. Habían desviado todas las llamadas a su habitación para que Nayland Smith no fuera molestado, pues, por fin, dormía.

—El inglés que llegó con la American Airlines a Elmira —dijo con su voz seca y monótona—, me recuerda al hombre que estamos buscando. El hecho de que lleve pantalones de golf, un monóculo y que viaje con una bolsa de golf no tiene ninguna importancia. Sé que el abad Donegal utilizaba un monóculo antes de usar gafas. Seguramente se sabrá manejar bien con él, si no tiene que leer. Además, juega al golf. El acento inglés no significa nada; el abad Donegal es un orador preparado. Compruebe todos los hoteles y albergues de las posibles rutas si, como sospecha, dejó Elmira por carretera. Utilice un coche radio para que podamos estar en contacto. Infórmeme parada por parada. Si lo localizan, no hagan nada hasta recibir mis instrucciones. Hemos conseguido que los periódicos guarden silencio sobre su desaparición. Seguramente, viene a Nueva York para sustituir a Prescott en Carnegie Hall, si este no se presenta. Esto arruinaría nuestros planes… Bien. Adiós.

Colgó el auricular.