II

En la enorme residencia, en Park Avenue, de Emmanuel Dumas, Harvey Bragg celebraba una de aquellas recepciones que escandalizaban y, al mismo tiempo, fascinaban a sus millones de seguidores cuando leían sobre ellas en los periódicos. Aquellas reuniones orgiásticas que unas veces parecían una parodia de un banquete de Nerón y otras, una escena de cabaret de Hollywood, habían ido señalando su camino triunfal desde el Estado que representaba hasta su llegada a Nueva York.

Bragg o «Barba Azul de los bosques» —como lo había apodado un comentarista político— había interesado, di vertido, escandalizado y horrorizado a los habitantes del Sur y del Medio Oeste del país y, ahora, se preparaba para ser un nuevo Ciro, emperador de la moderna Babilonia. Nueva York era como una lustrosa naranja en la que Bragg había posado sus avariciosos ojos, e iba a exprimirla hasta la última gota.

La posición, algo equívoca, que Lola Dumas ocupaba en sus asuntos servía para dar una pincelada de glamour a la extraña reputación de aquel hombre. En aquellos instantes, al celebrar la reunión en la casa de su padre, se demostraba a sí mismo que era lo que creía ser: un emperador moderno cuyos deseos estaban por encima de todas las leyes.

Lola se había casado dos veces y se había divorciado otras tantas. Después de cada uno de los divorcios había recuperado el apellido familiar, del que estaba orgullosa de un modo desmesurado. Emmanuel Dumas, que había amasado una fortuna colosal durante los años de prosperidad y había perdido la mayor parte de ella en los de decadencia, proclamaba, sin que nada lo justificara, que era descendiente del brillante mestizo autor de Los tres mosqueteros. Si una personalidad pintoresca y una mata de pelo gris y rizado se hubieran aceptado como prueba, cualquier jurado le habría reconocido aquella ascendencia.

La laxitud moral, notable incluso durante la época de la prohibición, había caracterizado su escandalosa vida. En años posteriores, cuando la mayoría de sus contemporáneos de Wall Street se habían hundido, la creciente prosperidad de Emmanuel Dumas constituía un misterio insoluble. Los más maliciosos lo atribuían a la relación entre su hermosa hija y el flamante pero excéntrico político que amenazaba con convertirse en el Mussolini de los Estados Unidos.

La sala en la que se celebraba la recepción estaba decorada con una valiosa colección de grabados originales de Maurice Leloir en los que se representaban episodios de las novelas de Alejandro Dumas. Estoques, pistolas y mosquetes adornaban las paredes. Aquí había una armadura que había pertenecido a Luis XIII, y, allá, en una vitrina, un capelo rojo que había usado el cardenal Richelieu, el insidioso ministro del rey francés. También había polveras, espejos y joyas que habían pertenecido a Ana de Austria. Estos objetos históricos y muchos otros atraían las miradas en cualquier dirección.

Lola Dumas llevaba puesto un vaporoso traje largo verde esmeralda que apenas disimulaba su esbelta figura. La rodeaba un grupo de periodistas entusiastas. Su padre vestía una especie de capa de terciopelo sujeta al cuello con un lazo. También él era el centro de atención.

Como destacado patrocinador y, con frecuencia, anfitrión de Harvey Bragg, había adquirido una nueva notoriedad. Los dos, padre e hija, sólo por su belleza ya habrían monopolizado el interés en casi cualquier reunión, pues Emmanuel Dumas era un hombre muy atractivo.

La sala estaba abarrotada de invitados. Destacados miembros de la sociedad que antes habrían evitado la residencia de Dumas, admiraban, en grupos, los curiosos ornamentos y observaban las pinturas deseosos de atraer la atención de aquel hombre singular que una vez fue tabú pero que ahora era el centro de atracción.

Había, también, políticos de todas las tendencias.

El ambiente estaba cargado por el humo del tabaco y el murmullo del parloteo, y el champán fluía casi con tanta liberalidad como el agua de las fuentes de Versalles. Muchos personajes eminentes entraban y salían de forma inadvertida de aquella reunión variopinta, pues la deslumbrante personalidad de la anfitriona y su padre eclipsaban a todos los demás. Se podría pensar que ningún hombre y pocas mujeres habrían podido distraer el interés general, polarizado por aquella pareja fascinante; sin embargo, cuando, sin previo aviso, Harvey Bragg entró a zancadas en la habitación, los Dumas quedaron relegados al olvido en un instante.

Todas las miradas se volvieron hacia Bragg. Unos focos que ya estaban preparados aparecieron de repente; un pelotón de cámaras se pusieron en acción y las libretas de notas se abrieron con celeridad.

Barba Azul Bragg era, sin duda, una figura llamativa. Su apodo tenía un doble sentido. Por un lado, el historial matrimonial de Bragg lo habría justificado por sí solo, pero, además, el intenso bronceado de su piel también merecía el término «barba azul». Su estatura era algo superior a la media y tenía la complexión de un acróbata. La envergadura de sus hombros era enorme y el contorno de su cintura habría satisfecho a muchas mujeres. Sin embargo, los muslos y las pantorrillas tenían el desarrollo muscular característico de los miembros del ballet ruso. Se movía, además, con la elasticidad de un boxeador. Su rostro, moreno y de expresión feroz, estaba iluminado por unos ojos claros de color avellana que chispeaban con alegría, y lo coronaba una abundante mata de cabello liso, negro y brillante. A pesar de lucir un afeitado apurado, pues Harvey Bragg era meticuloso en el cuidado de su persona, a través del maquillaje se distinguía el color azulado de la mandíbula y la barbilla.

—¡Chicos! —gritó con una voz que parecía la de un oficial de la Marina vociferando órdenes en medio de una tempestad—. Siento mucho haber llegado tarde, pero estoy seguro de que el señor y la señorita Dumas habrán cuidado de vosotros. Si he de deciros la verdad, amigos, tenía una resaca tremenda…

Esta confesión fue recibida con las risas de sus seguidores.

—Acabo de levantarme, ésa es la verdad. Sabía que tenía que venir a saludaros, así que me he metido en el baño, me he afeitado y ¡aquí estoy!

Unos destellos de luz resplandecieron en la sala. Las cámaras fotográficas habían tomado una instantánea de la pose y la vestimenta de aquel antiguo señor de los bosques que aspiraba a ocupar la Casa Blanca.

Aparte de un batín azul cielo y unas zapatillas rojas, no parecía llevar puesto nada más. Pero era Harvey Bragg, Barba Azul, el hombre que amenazaba la Constitución, el futuro Hitler de los Estados Unidos. Su fealdad —pues, a pesar de su poder y del contorno atlético de su figura, era feo— dominaba la reunión. Su voz de presentador circense silenciaba cualquier oposición. Ninguna personalidad normal podría vivir a su lado. Era Harvey Bragg, el auténtico, el omnipresente dictador potencial de Norteamérica.

Entre el grupo de periodistas pendientes de las palabras de Bragg había uno desconocido, un recién llegado que representaba al semanario de moda de Nueva York. Era alto, taciturno y de complexión delgada. Su cabello era espeso, desgreñado y encanecido en las sienes; tenía un bigote y una barba incipientes y llevaba lentes. El sombrero negro de ala ancha y la capa daban a entender que procedía de Greenwich Village.

Sus ojos hundidos no se habían perdido nada, ni a nadie, importante de la sala. Había tomado pocas notas y, ahora, miraba con atención a Barba Azul.

—¡Chicos y chicas! —gritó Harvey Bragg mientras, con los brazos levantados, daba su bendición a todos los presentes—. Sé lo que todos queréis oír. Queréis oír lo que le voy a decir a Orwin Prescott en Carnegie Hall.

Bajó los brazos como reconocimiento al agitado murmullo seguido de un silencio con que fue acogida su afirmación.

—Voy a deciros sólo una cosa. Y esto va, chicos —dijo abarcando con un movimiento de la mano izquierda a todos los periodistas presentes—, por vosotros y por todo el mundo. Sólo os diré esto: nuestro país, al que todos amamos, está triste. Hemos pasado por momentos difíciles, pero los hemos superado. Tenemos agallas. No estamos muertos ni mucho menos. ¡No, señor! Estamos vivos ante los peligros que nos acechan. ¿Vais a hacerle el juego al abad de la Holy Thorn o miraréis por vosotros mismos?

La arenga fue seguida por un fuerte aplauso que iniciaron el padre y la hija Dumas.

—No os digo, amigos, que la retórica del abad Donegal sea toda fuego de artificios. Digo que las promesas de segunda mano son deudas difíciles de pagar. Quiero oír alguna cosa que Orwin Prescott haya prometido y haya realizado. Yo no prometo cosas, las hago. ¡No hay ningún ciudadano honrado que se haya dirigido a un centro de la Liga de los Buenos Norteamericanos en busca de trabajo y no lo haya conseguido!

Una vez más, un fuerte aplauso lo interrumpió…

—El hombre que buscamos es el que hace cosas. Muy bien. ¡Segundos fuera! ¡Comienza el combate! A la derecha: Donegal-Prescott. A la izquierda: ¡Harvey Bragg! ¡Norteamérica para todos los hombres y todos los hombres para Norteamérica!

Unos vítores y unos aplausos ensordecedores premiaron al orador. Harvey Bragg permanecía de pie, con los brazos alzados como si se encontrara en un foro dominando a la muchedumbre exaltada con su oratoria mordaz.

Entonces, con los focos en marcha y las cámaras en funcionamiento, alguien se le acercó con discreción.

—Una dama desea verlo, señor Bragg —susurró.

Harvey Bragg bajó los brazos abandonando, a desgana, la heroica pose y dio una ojeada rápida a su lado. Su secretario personal, Salvaletti, estaba junto a él. Hubo un intercambio de miradas. Los periodistas se apretujaron a su alrededor.

—¿Es urgente? —murmuró Harvey Bragg.

—El número 12.

Bragg se sobresaltó, pero se repuso.

—¿Es guapa?

—Una belleza.

—¡Disculpadme, chicos! —gritó con una voz potente que se oyó por encima del alboroto—. Estaré de vuelta en dos minutos.

Entre aquéllos que, por casualidad, oyeron la conversación en susurros, estaba Lola Dumas. Se mordió el labio, se volvió y cruzó la sala en dirección a un senador del sur que no era un simpatizante de Harvey Bragg. La otra persona que oyó la conversación fue el periodista recién llegado. Siguió a Lola Dumas y no tardó en entablar conversación con ella.

Se descorcharon más botellas de vino. Los chicos de la prensa siempre recibían con satisfacción una cita al domicilio de Dumas…

Cuando Harvey Bragg regresó, habían transcurrido algo más de cinco minutos. Asía de la mano a una joven muy hermosa cuyo vestido hacía justicia a su figura perfecta y que llevaba puesto un pequeño sombrero francés que la favorecía y por él asomaba su cabello cobrizo y ensortijado.

—¡Chicos! —vociferó—. Quiero que conozcáis a mi nueva secretaria. —Su mirada recorrió la sala hasta que localizó a Lola Dumas y le sonrió maliciosamente—. Lo que esta chica no sepa sobre la situación política, ni siquiera Harvey Bragg podría explicárselo…