II

Una hora después del amanecer, Nayland Smith y Mark Hepburn observaban dos losas de piedra sobre las que yacían dos cuerpos.

Uno de los fallecidos era un italiano bajo pero muy musculoso, con unas manos grandes y fuertes fuera de lo común. A causa de las múltiples heridas, ofrecía un espectáculo que habría revuelto las tripas del más duro. Se oía un goteo de agua.

—¿Ha preparado su informe, doctor? —preguntó Nayland Smith dirigiéndose a un hombre rollizo y de tez rubicunda que sonreía con gesto amigable a los cuerpos como si les tuviera cariño.

—Desde luego, señor Smith —confirmó el médico forense en tono alegre—. Resulta evidente que el número uno (lo llamo número uno porque lo han traído una hora antes que al otro), ha muerto como resultado de una caída desde una altura elevada…

—Realmente elevada —soltó Nayland Smith—. El piso cuarenta del Regal Tower.

—Comprendo. Es extraordinario. Tiene dos heridas de bala: una en la mano derecha y otra en el hombro. Éstas no le habrían provocado la muerte, desde luego; ha sido la caída la que, lógicamente, lo ha matado. Llevaba puestos unos guantes de seda negros y cerca del cuerpo se ha encontrado una linterna y una varilla plegable de metal muy, brillante.

Nayland Smith se volvió hacia el policía que estaba junto a él.

—Según creo, inspector, usted ha verificado los antecedentes de este hombre. ¿Existe alguna duda respecto a su identidad?

—Ninguna —soltó, de modo conciso, el inspector mientras mascaba un chicle—. Se trata de Peter Cario, conocido como «la Mosca», y es uno de los escaladores de edificios más expertos de Nueva York. Podría haber escalado la Estatua de la Libertad si hubiera habido algo valioso que robar en la cima. Siempre llevaba puestos una máscara y unos guantes de seda negros. La varilla le servía para actuar en habitaciones en las que no podía entrar. ¡Era tan hábil que podía robar el anillo de una dama situado sobre un tocador desde una distancia de cinco metros!

—No lo pongo en duda —murmuró Mark Hepburn—. Lo siento por Peter Cario. Y ahora…

Se volvió hacia la segunda losa.

En ella yacía el cadáver de un hombre rubio y enorme de tipo germánico. Tenía las manos tan hinchadas que dos anillos de brillantes relucientes que las adornaban se hundían en los abultados dedos. Su empapada ropa estaba pegada al robusto cuerpo. En las peludas manos se distinguían unas manchas escarlata, y otras salpicaban su cuello. Los resplandecientes ojos azul oscuro de Mark Hepburn, clavados en la caricatura abotargada de lo que había sido un rostro adusto y cruel, tuvieron que afrontar una visión más horrible aún que la del cuerpo destrozado de Peter Cario.

—Lo han traído diez minutos antes de que ustedes llegaran. Estaba en el río, un poco al norte del puente de Manhattan —explicó el inspector McGrew mientras mascaba con ahínco—. Quizá no tenga conexión con el otro caso, pero pensé que les gustaría echarle una ojeada.

Miró a su alrededor y, al hacerlo, se encontró con la mirada extrañamente penetrante del agente federal Smith; una persona desconcertante, en opinión del inspector McGrew.

—¡Aquí tenemos un caso de verdad misterioso! —exclamó el sonriente médico forense—. Aunque han sacado el cadáver del East River, el individuo no murió ahogado…

—¿Por qué dice esto? —exigió Smith.

—Resulta obvio —afirmó el médico con entusiasmo mientras avanzaba un paso y posaba un dedo en la piel descolorida y abotargada—. Fíjese en la erupción cutánea de vivo color escarlata que caracteriza este edema. Este hombre ha muerto a causa de algún agente tóxico y, más tarde, lo han arrojado al río. La autopsia nos permitirá averiguar algo más, pero de esto estoy seguro. Y tengo entendido, inspector —dijo mirando por encima del hombro—, que también él era bien conocido por la policía.

—¡Bien conocido por la policía! —repitió el inspector McGrew—. ¡Era bien conocido en toda Nueva York! Se trata de Hahn el Rubio, uno de los peces gordos de los viejos tiempos. Era el representante de la mayoría de los pistoleros que quedan en la ciudad. En la actualidad, creo que tenía el monopolio de la contratación. Dirigía un restaurante en el centro de la ciudad y, aunque sabíamos a qué se dedicaba, tenía importantes contactos políticos que lo protegían.

—¿Ya está preparado para redactar su informe, doctor? —preguntó Smith con apremio—. Registré a Cario poco después de que lo encontraran. Supongo que ahora podemos registrar a Hahn y su ropa.

—Ya lo hemos hecho nosotros —intervino el inspector McGrew—. Lo que llevaba encima está en una mesa en otra sala del interior.

Los ojos color gris azulado del agente federal Smith centellearon en la ojerosa máscara bronceada de su rostro. El inspector McGrew era un hombre duro, pero se sintió paralizado por aquella mirada de acero.

—¡Ésas no eran mis órdenes!

—El registro se realizó antes de recibir las instrucciones federales.

—¡Exijo saber con qué autoridad! —espetó Smith sin dejar de mirar el rostro de McGrew con su mirada inquisitiva—. No permitiré que se interfiera en mi labor de esta manera. No se enfrenta usted con la actividad de un ladrón común de éxito, sino con una operación mayor, mucho mayor de lo que podría imaginar. Las órdenes que recibe de mí deben llevarse a cabo al pie de la letra.

—Lo siento —dijo el inspector; una expresión que no había utilizado en muchos años, salvo, posiblemente, con su esposa—, pero no sabíamos que estaba interesado en Hahn y los muchachos simplemente siguieron la rutina.

—Muéstreme esos objetos.

El inspector McGrew abrió una puerta y Nayland Smith se dispuso a entrar en la otra habitación seguido de Hepburn y el inspector. Antes de cruzar la puerta se volvió hacia un hombre de aspecto sombrío que vestía un impermeable de hule.

—Según creo —dijo—, usted estaba a cargo de la embarcación que recuperó el cuerpo. Quiero verle más tarde.

Sobre una mesa grande y sencilla de pino había dos grupos de objetos expuestos. El primero consistía en una cajetilla casi vacía de cigarrillos, un encendedor, una máscara de seda negra, unos guantes de seda negros, un palillo, tres billetes de un dólar y una barra hueca de veinte centímetros de largo que contenía casi cinco metros de tubo telescópico encajado en su interior. Smith examinó estos objetos, los únicos que llevaba encima Cario la Mosca, deprisa pero con atención. Ya los había visto antes.

—Compréndalo —explicó McGrew—, acababan de traer a Hahn y nuestra rutina se vio interrumpida…

—Olvídese de la rutina —soltó Smith con precipitación—. A partir de este momento, su rutina es mi rutina.

El agente federal Smith observó el segundo grupo de objetos, más numerosos que interesantes. Había una formidable pistola automática de fabricación alemana, un objeto pequeño con forma de pera que identificó como una granada de mano, una pitillera de oro decorada con una corona, un portamonedas que habían vaciado y cuyo contenido, también expuesto, consistía en diez monedas de oro de veinte dólares, un encendedor de aluminio, dos pañuelos de seda, un alfiler de diamantes, un manojo de llaves, un paquete de goma de mascar y una cartera de zapa que habían vaciado. Su contenido consistía en unas cuantas cartas y una fotografía empapadas por la inmersión. Por último, había una cajetilla de cartón que, en algún momento, debió de albergar una baraja de naipes y dos mil dólares en billetes de cien.

—¿Dónde llevaba el alfiler de diamantes?

—Siempre lo llevaba en el abrigo, como una insignia —respondió el inspector McGrew.

—¿Dónde encontraron los billetes?

—Dentro del estuche de naipes.

—¿Se le ocurre alguna razón por la que un hombre llevara dinero en una caja de naipes? —preguntó Smith.

—No —admitió el inspector—. No se me ocurre ninguna.

—Suponiendo que acabara de recibir el dinero, ¿se le ocurre alguna razón por la que se lo entregaran de este modo?

—No.

El inspector McGrew sacudió la cabeza con desconcierto mientras observaba con fascinación a Smith.

—No obstante —prosiguió Nayland Smith—, la caja de naipes es la solución al misterio de la muerte de Hahn el Rubio —dijo mientras se volvía de repente. Parecía moverse gracias a unos resortes y su tensión nerviosa era electrizante—. Quiero que lleven todos estos objetos a mi coche.

Apoyó la mano en el hombro de Mark Hepburn, quien se veía muy pálido bajo aquella luz grisácea.

—¿Se ha fijado en los dos mil dólares y la cajetilla de cartón? —preguntó en voz baja—. Aparte de los billetes, había algo más dentro de la caja. El doctor Fu-Manchú siempre paga sus deudas… A veces, con intereses…