I

El viejo Sam Pak realizaba su ronda nocturna por la base 3. Dos ayudantes orientales le acompañaban.

Arriba, en el exterior, la encarnizada contienda política proseguía; los periódicos informaban sobre la situación en Washington con preferencia a los temas de amoríos, asesinatos o divorcios. Se dio la noticia de que el doctor Orwin Prescott estaba «descansando antes de la batalla». Harvey Bragg salía mucho en las noticias: Barba Azul de los Bosques era noticia de portada, mientras que a los otros aspirantes al liderazgo político había que buscarles en las otras páginas. Estados Unidos empezaba a tomar en serio a Harvey Bragg.

Pero en el misterioso silencio de la base 3, el viejo Sam Pak ejercía un dominio absoluto. Chinatown sabía guardar secretos. Sólo ejercitando un sexto sentido que se despierta después de años de práctica en los métodos de Oriente, un occidental percibiría que algo extraño se tramaba en aquel barrio. Miradas de reojo, silencios repentinos, escapadas furtivas cuando un intruso entraba… Los policías del área de Mott Street habían informado, no hacía mucho, de todos estas señales que parecían triviales, y los encargados de diagnosticar los síntomas del barrio asiático habían deducido que un pez gordo chino había llegado a Nueva York.

Su diagnóstico era correcto. En aquel momento, todos los chinos del país sabían que un miembro del Consejo de los Siete que controlaba el Si-Fan, la sociedad secreta más temida de Oriente, había llegado a Norteamérica.

Sam Pak prosiguió su ronda. Aquel lugar era un ingenioso laberinto de pasadizos y escaleras; una madriguera china para conejos. En un pasillo estrecho, debajo de la habitación de la diosa de los siete ojos, había una fila de seis cofres pintados con vivos colores y alineados junto a la pared. Se apoyaban en el lado y las tapas se habían reemplazado por planchas de cristal. Aquel túnel fantasmal olía a podredumbre antigua.

Uno de los ayudantes de Sam Pak encendió una luz. El viejo mandarín, que había conocido casi un siglo de vicisitudes, transportaba un gran manojo de llaves. Durante el recorrido, había comprobado todas las puertas y ahora examinó las pequeñas trampillas que había en los lados de los seis cofres. Ante el repentino resplandor, insidiosas criaturas nocturnas se agitaron tras el cristal…

En la pared había una gran puerta de hierro; tenía tres cerraduras, y Sam Pak comprobó que las tres estaban cerradas. En efecto, allí se encontraba parte del extraño arsenal que Nayland Smith sospechaba que se había importado y también una puerta secreta por cuya localización el departamento de policía habría dado mucho. Comunicaba con una antiguo pasadizo subterráneo que conducía hasta el East River…

En el piso de arriba, Sam Pak abrió una mirilla y escudriñó una alcoba amueblada con gusto. El doctor Orwin Prescott, con la cara muy pálida, estaba allí, durmiendo.

Un zumbido lejano interrumpió el silencio subterráneo. Sam Pak alargó el manojo de llaves a uno de sus ayudantes y subió la escalera despacio, arrastrando los pies, hasta el templo de la diosa de los ojos verdes. La sala estaba en la penumbra; la única luz se filtraba a través de una cortina de seda teñida que tapaba una de las cámaras de piedra.

Sam Pak retiró la cortina, cruzó el vano de la puerta y dijo, en chino:

—Estoy aquí, maestro.

—Te haces viejo, amigo mío —replicó la voz imperiosa y fría del doctor Fu-Manchú—. Me has hecho esperar. Lamento que hayas rechazado mi oferta de interrumpir tu viaje a la tumba.

—Prefiero reunirme con mis antepasados cuando la muerte me llame, marqués. Temo vuestra sabiduría. Mientras viva, estaré con vos en cuerpo y alma para conseguir nuestros loables objetivos, pero, cuando me llegue la hora, estaré contento de morir.

Si hizo el silencio. El anciano Sam Pak, inclinado y con las marchitas manos escondidas en las amplias mangas, esperaba…

—Ahora escucharé tu informe sobre el asunto que te encargué.

—Ya sabéis, maestro, que el hombre llamado Peter Cario fracasó. Desconozco las pruebas que pueda haber dejado. Sin embargo, vuestras órdenes en relación con el otro, Hahn el Rubio, se han cumplido. Acompañó a Cario al Wu King’s Bar y los entrevisté en la habitación privada. Le di las instrucciones a Cario y se marchó. A continuación, pagué a Hahn el precio que pedía. Era desperdiciar un buen dinero, pero yo obedezco las órdenes. Ah Fu y Chung Chow hicieron el resto… Ahora sólo nos quedan tres novias escarlata…