La oscura figura de la ventana no había variado su incómoda posición encogida y dos manos enormes que parecían negras se apoyaban en el antepecho de la ventana cuando Mark Hepburn disparó, una, dos veces… La siniestra silueta desapareció. El extraño siseo continuaba, así como el amortiguado rugido de Nueva York.
A pesar de todo, con la automática a un lado y los puños crispados, Mark Hepburn escuchó con atención y contuvo la respiración hasta que lo oyó: un golpe sordo en algún patio inferior, muy abajo.
—¡No se mueva, Hepburn! —ordenó Nayland Smith, crispado—. ¡No haga el menor movimiento hasta que se lo ordene!
Un hedor indeterminado, químico, nauseabundo se extendió por la habitación…
—¡Sir Denis!
Era la voz de Fey.
—¡No entre, Fey! —gritó Nayland Smith— ¡No abra la puerta!
—Muy bien, sir.
Sólo un observador muy agudo habría advertido la nota de emoción en la voz, casi inexpresiva, de Fey.
El siseo continuaba.
—¡Es terrible! —exclamó Hepburn—. Sir Denis, ¿qué ha sucedido?
El siseo cesó. Hepburn ya lo había identificado.
—Hay un interruptor a su derecha —dijo una voz con apremio—. Procure alcanzarlo, pero sin moverse de donde está.
Hepburn cambió de posición, alargó la mano, encontró el interruptor y lo pulsó. Las luces se encendieron. Se volvió y vio a Nayland Smith guardando el equilibrio encima del escritorio. El arma que apenas había distinguido en la oscuridad resultó ser un aerosol de gran tamaño con una larga boquilla incorporada.
El ambiente estaba cargado, y se percibía un olor dulce y nauseabundo que recordaba a una mezcla de yodo y éter.
Miró hacia la cama y ¡habría vuelto a jurar que debajo de la manta yacía una figura con la cara cubierta por la sábana! Sobre la almohada y al lado del lugar que, supuestamente, ocupaba la cabeza del durmiente, había una caja pequeña de madera que no debía medir más que la mitad de una caja de puros. Uno de los lados más cortos, el que había frente a él, estaba abierto.
Sobre la almohada había una serie de grandes puntos negros…
—Es posible —dijo Nayland Smith mientras recorría la habitación con la mirada— que la más activa se me haya escapado. Lo dudo, pero debemos ir con cuidado.
Por encima del amortiguado estruendo de Nueva York, se oyó un alboroto procedente de la lejana calle.
—¡Me alegro de que no fallara, Hepburn! —soltó Nayland Smith mientras saltaba sobre el suelo alfombrado.
—Me han entrenado para disparar con precisión —respondió Mark Hepburn sin vanagloriarse.
Nayland Smith asintió con la cabeza.
—Ha recibido su merecido. Cuando oí que se acercaba, preparé la cama… Vístase y reúnase conmigo en la salita. Nos requerirán abajo en cualquier momento…
Tres minutos más tarde, ambos observaban una fila de insectos negros colocados sobre una hoja de papel blanco. El olor a yodo y éter penetraba en la habitación desde el dormitorio contiguo. Fey preparaba de modo imperturbable unos whiskys en una mesita auxiliar. Estaba correctamente vestido salvo por dos irregularidades insignificantes: el cuello que sobresalía era el del pijama e iba en zapatillas.
—Éste es su terreno, Hepburn —dijo Nayland Smith—. Estas criaturas escapan a mi experiencia. Pero se habrá dado cuenta de que están bien muertas: tienen las patas dobladas hacia arriba. La mezcla que he usado en el aerosol es una sencilla fórmula de mi viejo amigo Petrie; a él le fue útil en Egipto… Gracias, Fey.
Mark Hepburn examinó los insectos muertos con una lupa. Estaban encogidos por la implacable pulverización que había acabado con sus vidas. En sus cuerpos negros y compactos se distinguían con claridad unas manchas escarlata. ¡Ésas habían sido las últimas palabras de James Richet: «Las manchas escarlata»!
—¿Qué son, Hepburn?
—No estoy seguro. Pertenecen al género Latrodectus. La malmignatte de Italia y la viuda negra norteamericana son dos de sus especies, pero éstas son de mayor tamaño. Es probable que su mordedura sea mortal.
—¡Su mordedura es, desde luego, mortal! —soltó Nayland Smith—. Un ataque de dos o más de estas criaturas provoca, con certeza, la muerte en tres minutos… y también una erupción cutánea característica de un color rojo vivo. Ahora sabemos lo que había en la caja de cartón que James Richet llevaba en el taxi. Sin duda tenía órdenes de abrirla tan pronto como llegara al hotel. Una de las bromas del doctor. Supongo que son tropicales.
—Sin lugar a dudas.
—Una vez expuestas al aire helado y realizado su trabajo mortal, mueren. Ahora sabe por qué me hice con esto —dijo señalando el aerosol—. He conocido a otros sirvientes de Fu-Manchú para quienes una fachada de piedra es como una gran escalera.
—¡Santo Dios! —exclamó Mark Hepburn con voz ronca—. Este hombre es un fanático, un loco sádico…
—¡O un genio, Hepburn! Si observa el recipiente que nuestro último visitante depositó en mi almohada, se dará cuenta de que está hecho con una caja de puros. Uno de los lados se abre como los postigos: hay un muelle pequeño. Y se acciona con un cordel, uno de cuyos extremos todavía está en el antepecho de la ventana. El gancho que hay en la cara superior permitió al sirviente del doctor introducir la caja en la habitación colgándola de un tubo telescópico. El interior está ligeramente forrado de heno. Puede examinarla sin temor. He comprobado que no haya nada vivo dentro…
—Ese hombre es la criatura más espeluznante que ha existido nunca en la historia de Norteamérica —afirmó Hepburn—. Además, la situación ya es bastante difícil. ¿De dónde obtiene estas monstruosidades? Debe de disponer de agentes por todo el mundo.
Nayland Smith empezó a recorrer la habitación de un lado a otro mientras se pellizcaba el lóbulo de la oreja.
—No hay ninguna duda sobre eso. En todos mis años de experiencia, nunca me he visto obligado a actuar con más cautela. Empiezo a pensar que mis facultades me fallan.
—¿Qué quiere decir?
—Durante años, Hepburn, durante muchos años, un hecho obvio se me ha escapado. Existe un chino muy viejo que tiene antecedentes policiales en todo el mundo: Londres, Liverpool, Shanghai, Port Said, Rangún y Calcuta. ¡Sólo aquí, en Nueva York, (¡y Dios sabrá cómo ha llegado a esta ciudad!) me he dado cuenta de que ese viejo y malévolo tabernero es el segundo de Fu-Manchú!
Mark Hepburn miró con atención a Smith.
—Esto explica la agitación que se percibe en Chinatown —dijo con lentitud—. ¿El hombre a quien se refiere es Sam Pak?
—Sam Pak, el mismo —soltó Nayland Smith—. Y la verdad respecto a ese anciano malvado —prosiguió mientras señalaba el escritorio— se me había escapado hasta hace apenas unas horas. Si lo viera, comprendería mi perplejidad. Es increíblemente viejo y (a pesar de mis conocimientos sobre Oriente) siempre pensé que no era mucho más que un mendigo. Sin embargo, en los días de la emperatriz, era gobernador de una gran provincia; ¡de hecho, era el superior político del doctor Fu-Manchú! Fue uno de los primeros chinos en graduarse en Cambridge y también tiene un título de ciencias de Heidelberg.
—¿Sin embargo, por lo que sabe de él, ha trabajado en los barrios bajos de Chinatown… de tabernero?
—Lo mismo podría ocurrir mañana en Rusia, Hepburn. Existen príncipes y grandes duques por todo el mundo (no hablo de gigolós ni de falsos nobles) que, si fuera necesario, y sólo con que el hombre adecuado pronunciara una palabra, trabajarían de basureros para reinstaurar el régimen de los zares.
—Eso es cierto.
—Por lo tanto, debemos encontrar a ese chino anciano. Sospecho que ha traído consigo un arsenal de esas desagradables armas que el doctor utiliza con tanto éxito. ¡Vaya!, el teléfono. Requieren nuestra presencia para la identificación del escalador…