Mark Hepburn intentaba dormir en vano. La imagen de una mujer lo obsesionaba. Se había informado sobre ella todo lo posible y creía que tenía su historial casi completo.
Era la viuda de un oficial de la Marina de los Estados Unidos. Su esposo había muerto en Filipinas tres años antes. Tuvieron un hijo. De hecho, los informes de presentación que había entregado al abad Donegal eran auténticos en todos los sentidos. Hepburn se había imaginado miles de veces a sí mismo en un mundo más agradable que el real en el que contemplaba aquellos ojos azul oscuro. Le resultaba increíble que aquella mujer se hubiera rebajado a cometer un acto criminal. No podía aceptar esa idea a pesar de los hechos irrefutables en su contra.
Quería encontrar pruebas en su defensa y estaba dispuesto a creerlas. Durante sus indagaciones, deseó, y sin embargo temió, encontrarse con ella. Se preguntaba si, por fin, se habría enamorado… pero de una mujer despreciable. Su huida, en plena noche, de la torre de Holy Thorn, su intento de llevarse a escondidas el manuscrito incriminatorio que explicaba el desfallecimiento del abad Donegal: todas estas cosas requerían una explicación. Aun así, por lo que había podido averiguar, el expediente oficial de Moya Eileen Adair indicaba que se trataba de una joven dama de reputación intachable.
Provenía del condado de Wicklow, en Irlanda; su padre, el comandante Breon, todavía servía en la Marina británica. Conoció a su difunto marido durante una visita de la flota norteamericana a las Bermudas, donde pasaba una temporada con unos familiares. Él también era descendiente de irlandeses y marino. Se casaron antes de que la flota norteamericana volviera a zarpar. Mark Hepburn había averiguado todo esto en el plazo de unos días, utilizando los fabulosos recursos que tenía a su disposición. Pero, mientras daba vueltas en la cama con cansancio, se puso a sí mismo en tela de juicio. ¿Estaba justificado que hubiera empleado a más de veinte agentes o que hubiera gastado casi mil dólares en mensajes por radio y cable para conseguir aquella información?
El destino del país seguía pendiente de un hilo que sostenían aquellos que jugaban con la vida de los demás. Los hombres más cabales rogaban para que la Constitución permaneciera invariable; otros creían que la reforma que preconizaba el doctor Prescott constituiría la base de una nueva utopía; otros, que no estaban en su sano juicio, veían en la dictadura de Harvey Bragg una Era Dorada para todos… Y un coro de siete millones de voces estaba pendiente de las retóricas directrices del abad de Holy Thorn.
El soborno y la corrupción roían como ratas los mismos fundamentos del Estado; el asesinato y la desvergüenza acechaban en las calles… y él, Mark Hepburn, dedicaba sus energías a investigar el pasado de una mujer. Mientras daba vueltas sobre la almohada, pensaba en el entusiasmo incondicional de sir Denis Nayland Smith como un reproche a su modo de actuar.
Entonces, de repente, se incorporó en la cama con la automática en la mano.
Alguien había abierto la puerta de su habitación con sigilo…
—¡Las manos arriba! —espetó con voz áspera—. ¡Rápido!
—Hable más bajo, Hepburn, más bajo.
Era Nayland Smith.
—¡Sir Denis!
Smith cruzaba la habitación hacia él.
—No quiero despertar a Fey —continuó la voz incisiva pero atenuada de Smith—. Ha sido un día agotador para él. Pero nosotros tenemos trabajo, Hepburn. No haga el menor ruido, sólo sígame en silencio a mi habitación… Traiga la pistola.
Sin producir ningún ruido, en pijama y descalzo, Hepburn recorrió el pasillo y, justo antes de llegar a la entrada, giró a la derecha. La temperatura de la habitación que ocupaba Nayland Smith era mucho más fría. Las ventanas estaban abiertas de par en par y las pesadas cortinas estaban corridas a los lados. El panorama de un millón de luces brillaba abajo, a lo lejos, y el amortiguado rugido del incesante tráfico de Nueva York llegaba hasta ellos como el fragor de unos truenos distantes.
—Cierre la puerta.
Mark Hepburn entró y cerró la puerta tras él.
—Se habrá dado cuenta —prosiguió Nayland Smith— de que no he fumado durante un buen rato, aunque estaba bien despierto. Temía que se viera el resplandor de la pipa.
—¿Por qué?
—Se lo contaré, Hepburn. Nuestro brillante enemigo se ha convertido en un esclavo de la rutina. Para él, ahora es un hábito probar sus agentes mortales en otras personas y, si el resultado es satisfactorio, utilizarlos conmigo…
—No estoy muy seguro de lo que quiere decir…
—Quiero decir que, salvo que esté muy equivocado, ¡voy a ser víctima de un intento de asesinato por parte del doctor Fu-Manchú!
—¿Cómo? ¡Pero si estamos a cuarenta pisos de la calle!
—Ya lo veremos. Recordará que, a raíz de ciertas circunstancias relacionadas con la muerte de Richet, deduje la llegada de ciertas armas al arsenal del doctor…
—Lo recuerdo. Pero, en aquella investigación, perdimos una larga noche de trabajo.
—Eso forma parte de nuestra profesión —soltó Nayland Smith con sequedad—. Como puede ver (la luz de la calle es bastante intensa) hay dos baúles encima de la cómoda situada a su izquierda, junto a la pared. Suba allí y escóndase detrás de los baúles: he puesto una silla con este propósito. Su misión es observar la ventana sin ser visto…
—¡Santo cielo! —susurró Hepburn mientras agarraba a Smith del brazo.
—¿Qué ocurre?
—¡Hay alguien en su cama!
—No hay nadie en mi cama, ni hay tiempo que perder, Hepburn. Esta misión es a vida o muerte. Ocupe su puesto.
Mark Hepburn dominó sus nervios; el aparente descubrimiento de que había alguien en la cama de Nayland Smith le había sobresaltado, pero ahora se sentía de nuevo fríamente sereno, como Nayland Smith. Se encaramó a la cómoda y, aunque el espacio era limitado, se acurrucó detrás de los baúles de modo que veía las ventanas sin que pudieran verlo desde la habitación.
—¿Dónde está usted, sir Denis? —preguntó en voz baja.
—Agazapado también, Hepburn. No haga nada hasta que le dé la señal. Y, ahora, preste atención…
Mark Hepburn aguzó el oído. Percibía, de un modo claro, que la amenaza provenía de las ventanas, aunque no sabía de qué se trataba. Oyó los bocinazos de los taxis, el peculiar silbido que indicaba que el camión de los bomberos salía de servicio, el zumbido concertado de innumerables motores. A continuación, oyó algo mucho más próximo y los otros ruidos se convirtieron en un sonido de fondo…
Se trataba de un golpeteo muy leve pero muy curioso; casi podría interpretarse como el impacto de alguna ave nocturna o un murciélago contra la fachada de piedra del edificio…
Escuchó con atención, consciente de que los latidos de su corazón se habían acelerado. Durante un instante, recorrió la habitación con la mirada buscando a Nayland Smith. Al fin, acostumbrado a la débil luz de la estancia, lo vislumbró. Estaba agachado sobre un escritorio con tablero de cristal, justo a la derecha de la ventana. En las manos sostenía algo que a Hepburn le pareció una escopeta de cañones recortados.
Hepburn dirigió de nuevo toda su atención hacia la ventana.
Claramente perfilado contra el cielo plomizo, se veía uno de los edificios más altos de Nueva York. De sus numerosas ventanas, sólo tres estaban iluminadas: una en el piso más alto justo debajo de la cúpula, y dos más en la misma cúpula que coronaba la elevada y esbelta estructura. Mientras escuchaba y esperaba en tensión a lo que se acercaba, un pensamiento cruzó su mente: ¿Quién vivía en aquellas habitaciones altas y solitarias? ¿Quién podía estar despierto a esas horas?
Desde donde se encontraba se veía un resplandor rojo distante, y a la izquierda, en la dirección del río, una luz que oscilaba sin cesar y de la que sólo veía el halo exterior. Entonces, apareció a lo lejos una sombra en movimiento y un estruendo sordo le indicó que pasaba un tren…
De repente, una nítida silueta oscureció buena parte del difuminado panorama nocturno…
Algo que pertenecía a las exóticas experiencias del hombre que compartía con él la vigilia de la noche se deslizó adentro y se colocó entre las luces distantes y los ojos de Mark Hepburn.
De un modo vago, se dio cuenta de que el fenómeno se debía a que alguien había escalado, de forma milagrosa, la fachada del edificio o parte de ella, y que ahora se apoyaba en la cornisa de la ventana. Hubo un momento de tenso silencio seguido por los movimientos del invasor, que se sostenía peligrosamente sobre la cornisa. Un haz de luz de color amarillo barrió la habitación en busca de alguna cosa y, por último, se detuvo un segundo en la cama.
Mark Hepburn contuvo el aliento; casi traicionó su presencia.
¡El aspecto de la cama desordenada daba a entender que alguien dormía allí con la sábana cubriéndole la cabeza!
Las palabras de Nayland Smith resonaron en la mente de Hepburn: «El doctor Fu-Manchú se ha convertido en un esclavo de la rutina. Para él, es un hábito probar sus agentes mortales en otras personas y, si el resultado es satisfactorio, utilizarlos conmigo…»
La oscura silueta encaramada al antepecho de la ventana introdujo en la habitación una especie de varilla telescópica. La desplegó hasta la cama… De ella colgaba algo que parecía una caja cuadrada. El visitante retiró la varilla. Realizó todo esto con el mínimo ruido. Hepburn, con los oídos pendientes de la señal esperada, observaba. El intruso tomó una cuerda fina, la tensó y la sacudió.
De repente, se oyó un siseo persistente.
—¡Dispare! —soltó Nayland Smith—. ¡Dispare a ese hombre, Hepburn!