Sobre Nueva York, en una habitación pequeña y rodeada de libros iluminada por una luz débil e impregnada de un ligero olor a incienso, el doctor Fu-Manchú, vestido con una túnica amarilla pero sin ningún gorro sobre su enorme cabeza y con los ojos cerrados, estaba sentado junto a una gran mesa laqueada. De un pequeño quemador de incienso situado en una esquina de la mesa, se elevaba una tenue espiral de humo. Algunos podrían haber considerado este detalle como un toque de debilidad en un hombre que, en otros aspectos, era muy poderoso; pero quienes conocían las virtudes atribuidas en el viejo Oriente a los aromas del incienso, lo habrían interpretado de un modo distinto. El oráculo de Delfos había sido conjurado de esta forma; el incienso preparado con sutileza, como el khyfi del antiguo Egipto, puede exaltar la mente subconsciente. Se oía una voz, como si hubiera alguien más en la habitación, pero, aparte del majestuoso chino, la estancia estaba vacía.
El doctor Fu-Manchú pulsó un botón, la voz se apagó y reinó el silencio en la sala impregnada de olor a incienso. Durante dos, tres, cinco minutos, el doctor chino permaneció inmóvil con los ojos cerrados y las manos, delgadas y de dedos largos, sobre la mesa.
—Estoy aquí, maestro —susurró una voz débil en chino.
—Presta atención —dijo el doctor Fu-Manchú en el mismo idioma—, es urgente. ¿Cuántas novias escarlata de Nueva Zelanda tenemos en reserva?
—Quince, maestro. He sacrificado cinco para el caso de James Richet porque temía que alguna no sobreviviera al frío.
—Me han informado de que nuestro Peligro Número Uno (te oigo silbar, amigo mío) duerme siempre con las ventanas abiertas. Sacrifica otras diez de nuestras pequeñas amigas. Asegúrate de que no duerme solo esta noche.
—Mi amo, no dispongo de nadie que pueda hacerse cargo de este trabajo. Si tuviera a Ali Khan, a Quong Wah o a cualquiera otro de nuestros antiguos sirvientes… pero no cuento con ninguno. ¿Qué puedo hacer en esta tierra sin civilizar a la que mi señor me ha exiliado?
Siguieron unos minutos de silencio. Las largas manos marfileñas de increíbles uñas, hermosas incluso en la crueldad, descansaban inmóviles encima de la mesa.
—Espera órdenes —exclamó la voz autoritaria y gutural.
Presionó otro botón y reinó el silencio. El hilillo de humo que se elevaba desde el quemador de incienso era cada vez más tenue. El doctor Fu-Manchú abrió los ojos mientras dirigía la mirada al frente. Sus ojos eran verdes como esmeraldas, como piedras preciosas que brillaran reflejando una voluntad implacable. Su mano derecha se deslizó hacia una pequeña centralita. Insertó una clavija y, al momento, una luz roja le indicó que se había establecido la conexión.
—¿Es usted A, de Nueva York?
—Al habla Kern Adler.
—¿Sabe con quién está hablando?
—Sí, ¿qué puedo hacer por usted, presidente?
La voz era complaciente pero nerviosa.
—Todavía no nos conocemos —prosiguió la imperiosa voz—, pero doy por descontado, sino no le habría elegido, que el hampa de Nueva York está a su servicio.
Hubo una pausa perceptible antes de que Kern Adler respondiera.
—Si me dice exactamente lo que quiere, presidente, estaría más capacitado para contestarle.
—Quiero a Peter Cario. Encuéntrelo para mí. Recibirá más instrucciones.
Hubo otra pausa…
—Puedo encontrarlo, presidente —continuó la voz nerviosa—, pero sólo a través de Hahn el Rubio.
—No me fío de ese hombre. Usted me lo ha recomendado, pero todavía no le he aceptado. Tengo mis razones. Sin embargo, hable con él ahora. Ya conoce mis órdenes. Cuando pueda llevarlas a cabo, infórmeme.
La luz roja seguía brillando; un dedo amarillo pulsó un pequeño interruptor y la oficina de Kern Adler, abogado y uno de los supervivientes más importantes a la limpieza de los bajos fondos, tuvo un paralelo acústico en la sala del doctor Fu-Manchú. Se oyó a Adler que llamaba sin demora a un número de teléfono y, al poco rato, le contestaron.
—Hola, Kern —dijo una voz estridente—, supongo que quieres hablar con el jefe. No cuelgues, voy a avisarle. —Durante cierto tiempo, el ruido amortiguado de una música animada llegó hasta la habitación saturada olor a incienso.
—Hola, Kern —dijo una voz de contrabajo—, ¿qué me cuentas?
—Escúchame bien, Rubio. Te lo advierto. Si quieres vivir con tranquilidad, tienes que ajustarte a las reglas. Te lo digo en serio. Será bueno para tu salud que vuelvas al trabajo, y lo haces ahora mismo o te quedas fuera. Quiero que hagas algo esta noche… tienes que hacerlo.
—Escúchame tú a mí, Kern. Me has soltado un buen sermón, pero hay algo que no acabas de comprender: estás fuera de juego y te crees que todavía eres alguien. Estás acabado, pero no quieres quedarte quieto. Ven y hablaremos sin tapujos. Tengo los pies bien plantados en el suelo y no necesito tu protección.
—Quiero a Cario la Mosca y estoy dispuesto a pagar por él. Tengo trabajo para él esta noche. Las órdenes del presidente…
—¡Ni presidente ni nada! Pero escucha, puedes tener a Cario… al precio que yo fije. Éstas son mis condiciones, ahora y siempre. ¿Que cuál es la cifra? Cario le costará al presidente (¡y un cuerno es el presidente!) no menos de dos mil dólares. Sólo puede conseguirlo a través de mí. Soy su agente en exclusiva y mi comisión es asunto mío.
—Tus condiciones son ridículas, Rubio. Sé razonable.
—Estoy siendo de lo más razonable. Y tengo algo personal que decirte. —La voz profunda y ronca sonaba amenazadora—. Alguien estuvo hurgando en mis archivos la otra noche mientras estaba en una fiesta. Si creyera que has sido tú, ya podrías ir despidiéndote de todas tus amiguitas, pelagatos. La próxima vez que escribieras una carta de amor, tendrías que arrancarle la pluma a un ángel.
En ese momento, la línea de Kern Adler se interrumpió de repente.
—¡Eh, oiga! —vociferó Hahn— ¡Me ha colgado! ¡Qué demonios…!
Sus protestas fueron silenciadas. Una voz gutural se oyó a través de los cables.
—Me han pasado la conexión a mí, el presidente… Paul Erckmann Hahn. Según tengo entendido, ése es su nombre. Posee una fuerza bruta que me atrae. Es usted primitivo, pero puede serme útil.
—¿Útil? —dijo Hahn con voz sofocada—. Escuche…
—Cuando yo hable, es usted quien debe escuchar. La persona que, como dice, «estuvo hurgando en sus archivos», era uno de mis agentes y en modo alguno tiene relación con Kern Adler. He averiguado muchas cosas sobre usted, señor Hahn…
—¿De veras? —bramó Hahn como un toro—. ¡Entonces escuche, don nadie! Es usted un maldito chino, por lo que oigo. Eso lo dice todo. Y o también me he informado sobre usted. Los federales le están pisando los talones, enano amarillo. En Centre Street tienen sus huellas, y Hoover lo reconocería de lejos. Utiliza un viejo escondite en Chinatown y un tipo de Gran Bretaña le está siguiendo los pasos. Lo tienen agarrado por las orejas, presidente. Me necesita desesperadamente para salvar el pellejo. Adler no puede hacerlo, ya no vale para nada, así que póngase al día y hablemos de las condiciones.
Los largos dedos de marfil permanecieron inmóviles sobre la mesa. Los ojos del doctor Fu-Manchú estaban cerrados.
—Sus afirmaciones me impresionan —dijo con suavidad y en un tono sibilante—. Es usted indispensable para mis planes. Por supuesto que hablaremos de las condiciones. El asunto es urgente…